– Soportables. ¿Y cómo te van a ti, Alex?
– De coña.
– ¿De veras?
– Bueno, ¿creerías de semi-coña?
– ¿Qué es lo que pasa, Alex?
– Nada.
– Suenas como si llevases un peso encima.
– No es nada -le dije-. Es que, hasta el momento, ésta no ha sido una gran semana.
– Lo siento, Alex. Sé que has sido muy paciente…
– No -le interrumpí-, no tiene nada que ver contigo.
– ¿Oh? -exclamó, pareciendo más vejada que tranquilizada.
– Alguien que conocí en los tiempos de la universidad se ha suicidado.
– ¡Qué espanto!
– Sí que lo es.
– ¿Conocías bien a esa persona?
Eso me hizo pensar.
– No -le dije-, realmente no.
– Y sin embargo -añadió ella-, el oír esas cosas siempre le deja a uno desazonado.
– ¿Qué te parece si cambiamos de tema?
– Seguro… ¿acaso he dicho algo malo?
– No, nada. Es que no tengo ganas de seguir hablando de ello.
– De acuerdo -aceptó ella.
– De todos modos, si tienes algo que hacer…
– No tengo prisa por ir a ningún sitio.
– Vale.
Pero ya encontramos poco más de lo que hablar, y cuando colgué me sentí vacío. Y llené el vacío con recuerdos de Sharon.
El segundo otoño seguimos como amantes, por llamarlo de algún modo. Cuando lograba ponerme en contacto con ella, siempre me decía que sí, siempre tenía cosas dulces que decirme, estimulantes bocados de conocimiento académico que compartir. Me susurraba al oído, me frotaba la espalda, abría sus piernas para mí con la facilidad con que se ponía rojo en los labios, insistiendo en que yo era su hombre, el único hombre de su vida. Pero el problema estaba en ponerse en contacto con ella: nunca estaba en casa, nunca dejaba una pista acerca de dónde pudiera estar.
No es que me matase tratando de hallar dónde se encontraba. El hospital era mi amo durante cincuenta horas a la semana, y había aceptado pacientes particulares por la noche, con el fin de ahorrar para el pago inicial de una casa de mi propiedad. Me mantenía ocupado resolviendo los problemas de los demás e ignorando los míos propios.
En un par de ocasiones me dejé caer por su domicilio sin previo aviso, llegando hasta su sendero, sólo para hallarme con la casa gris cerrada, el aparcamiento vacío. Dejé de intentarlo y pasé un par de semanas sin verla. Pero, a última hora de un sábado por la noche, atrapado en el enloquecedor tráfico de parar y ponerse en marcha de Sunset, tras una desgarradora velada con los padres de un inmisericordemente deformado niño recién nacido, me encontré ansiando un hombro sobre el que poder llorar. Y, como una paloma mensajera que vuelve al nido, tomé la dirección norte, hacia Hollywood Boulevard, y giré en Nichols Canyon. Cuando subí por el sendero, el Alfa Romeo estaba aparcado allí.
La puerta delantera estaba abierta, así que entré.
La sala de estar se hallaba brillantemente iluminada, pero vacía. La llamé. No hubo respuesta. Repetí la llamada. Nada.
Busqué en su alcoba, medio esperando hallarla con otro hombre. Medio deseándolo.
Pero allí estaba ella, sola, sentada con las piernas cruzadas sobre la cama, con los ojos cerrados, como meditando.
Había entrado en su cuerpo muchas veces, pero ésta era la primera vez que la veía desnuda. No tenía defecto alguno, era increíblemente perfecta. Evité el tocarla y le susurré:
– Sharon.
No se movió.
Me pregunté si estaría dedicada a algún tipo de autohipnosis. Había oído que Kruse era un experto hipnotizador. ¿Le habría dado lecciones particulares?
Pero parecía más anonadada que en trance… con el ceño fruncido, jadeando con rapidez y poco profundamente. Sus manos comenzaron a temblar. Me fijé en que tenía algo en la derecha.
Una pequeña foto en blanco y negro, en papel, del tipo antiguo con los bordes ondulados.
Me acerqué más y la miré. Dos pequeñas niñas de cabello negro, de dos o tres años de edad. Gemelas idénticas, con rizos a lo Shirley Temple, sentadas lado por lado en un banco de jardín en madera, con claros cielos y oscuras montañas de granito, que se cernían al fondo. Montañas perfectas, de postal, lo bastante perfectas como para que pareciesen un decorado de fotógrafo.
Las gemelas tenían un aspecto solemne, de pose. Demasiado solemne para su edad. Las habían disfrazado con vestidos idénticos de vaquera: zahones, chalecos con flecos de cuero, camisas con lentejuelas… y sostenían unos cucuruchos de helado igualitos. Copias en papel carbón la una de la otra, exceptuando un pequeño detalle: una niña agarraba el helado con la mano derecha, la otra con la izquierda.
Gemelas de espejo.
Sus facciones eran serias, supermaduras.
Las facciones de Sharon, al cuadrado.
Yo era su única hijita.
Sorpresa, sorpresa.
La miré, le toqué el hombro desnudo, esperando el habitual calor. Pero su tacto era frío y seco, extrañamente inorgánico.
Me incliné hacia ella y la besé en la nuca. Dio un salto, gritando como si la hubiesen golpeado. Lanzando puñetazos cayó hacia atrás en la cama, con las piernas muy abiertas, en una inerme caricatura de la bienvenida sexual, jadeando, mirándome.
– Sharon…
Me miraba como si yo fuera un monstruo. Su boca se abrió en un alarido silencioso.
La foto cayó al suelo. Al recogerla, vi algo escrito atrás. Una sola frase, con letra segura.
S y S. Compañeras silenciosas.
Di la vuelta a la foto y volví a mirar a las gemelas.
– ¡No! -aulló, mientras daba un salto y cargaba contra mí-. ¡No, no, no! ¡Dame, dame! ¡Mía, mía, mía!
Lanzó zarpazos para hacerse con la foto. Su furia era absoluta, la transformación infernal. Estremecido, tiré la foto sobre la cama.
La agarró de un tirón, la apretó contra su pecho, se puso a cuatro patas y gateó hacia atrás, hasta que estuvo tocando el cabezal. Su mano libre daba manotazos al aire entre nosotros, creando una tierra de nadie. Su cabello estaba enmarañado, enloquecido como el de una Medusa. Se puso de rodillas, se estremeció y tambaleó, con sus grandes senos yendo de un lado a otro.
– Sharon, ¿qué es lo que pasa…?
– ¡Vete! ¡Vete!
– Cariño…
– ¡Vete! ¡Lárgate! ¡Vete! ¡Vete! ¡Lárgate! ¡Vete!
El sudor le caía a chorros, corriéndole por el cuerpo. En la nieve que era su piel surgieron calientes parches sonrosados, como si estuviese ardiendo por dentro.
– Sharon…
Me siseó como una serpiente, luego gimió y se enroscó en posición fetal, apretando la foto contra su pecho. Vi cómo este subía y bajaba con cada trabajosa respiración. Di un paso adelante.
– ¡No! ¡Lárgate! ¡Lárgate!
La mirada en sus ojos era asesina.
Retrocedí, saliendo de la habitación, corrí fuera de la casa, sintiéndome mareado, con ganas de vomitar, como si me hubiesen atizado en la tripa.
Seguro de que, fuera lo que fuese lo que habíamos tenido entre nosotros, aquello se había acabado.
Y no sabía si eso era bueno o malo.
El miércoles por la mañana estaba de regreso en Beverly Hills, en el ático en el que estaban las oficinas de Trenton, Worthy y La Rosa. Esperando para hacer mi declaración en una sala de conferencias forrada de madera de palisandro, decorada con arte abstracto y amueblada con sillones de cuero color mantequilla y una mesa de cristal ahumado del tamaño de un campo de fútbol.
Mal estaba sentado junto a mí, desmañadamente a la moda con un traje de seda natural color plateado, barba de cinco días y cabello por la espalda. Detrás nuestro había una pizarra sobre un atril de palisandro, y un colgador de ropa del que colgaba una maleta de piel de becerro…, la pasada de Mal para superar a los portadores crónicos de maletín. Al otro lado de la mesa había una informadora legal, con su estenógrafo. Y, rodeándola, estaban ocho… no siete, abogados.
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