Jonathan Kellerman - Compañera Silenciosa

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Un día en una fiesta, el psicólogo infantil Alex Delaware se reencuentra con un viejo amor, Sharon Ransom. Ella solicita su ayuda, pero Alex, demasiado embebido en sus propios asuntos sentimentales, no le hace caso. Dos días más tarde, Sharon se suicida. Alex no puede dejar de sentirse responsable de la desesperada decisión de Sharon.
Y en parte por ello, en parte por resolver los enigmas de aquella relación -la mayoría creados por la oscura personalidad de Sharon- el psicólogo se embarca en una investigación en la que el dinero, el azar de los genes y un pasado trágico configuran el escenario de una prolongada orgía de sexo, dominio y manipulación psicológica al servicio de los menos nobles impulsos del ser humano.

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– Estaba a punto de llamarle a usted -me dijo la recepcionista-. La doctora podrá verle tras visitar a su último paciente, sobre las seis.

– Realmente no necesito una cita. Sólo quería hablar con ella por teléfono.

– Le digo lo que ella me ha dicho, señor Delaware.

– Las seis está bien.

10

El edificio donde estaba Leslie Weingarden era una construcción de tres pisos en ladrillo rojo, con una cornisa de piedra caliza y marquesinas verde bosque, sito en el corazón del distrito médico de Beverly Hills. El interior estaba forrado con paneles de roble color madera y moquetas verde y rosa. La lista de ocupantes daba los nombres de varias docenas: doctores en medicina general, dentistas, un puñado de psiquiatras.

Uno de éstos me llamó la atención: KRUSE, P. P., NUM. 300. Tenía sentido: ésta era la zona de los divanes. Pero, unos años antes, había tenido otra dirección.

La oficina de Leslie Weingarden estaba en la planta baja, hacia la parte posterior del edificio. La placa de su nombre daba como especialidades suyas la Medicina Interna y la Salud de la Mujer. Su sala de espera era pequeña y decorada con alegría, pero poco gasto: papel de pared impreso en blanco y negro, sillones demasiado mullidos, con tapicería de algodón y mesita estilo danés moderno, unas cuantas obras de arte en reproducciones impresas, una planta en una maceta, metida dentro de un cesto grande de paja. No había pacientes, pero quedaban claros restos del paso del tráfico cotidiano: envoltorios de chicle, un tubo de aspirinas vacío y una lima de uñas usada en la mesita, revistas abiertas en los sillones.

Di un golpecito en la separación de cristal, y esperé algunos segundos antes de que se descorriera, abriéndose. Una mujer hispana, en la cincuentena, me miró desde dentro.

– ¿Puedo ayudarle?

– Soy el doctor Delaware, tengo una cita con la doctora Weingarden.

– Avisaré que está usted aquí.

Esperé media hora, hojeando las revistas, preguntándome si alguna de ellas había publicado la columna de Paul Kruse. A las seis treinta, se abrió la puerta de la habitación interior y apareció una mujer de buen tipo, alrededor de la treintena.

Era pequeñita, muy delgada, con cabello corto y muy fijado, y un rostro alerta. Llevaba unos pendientes de plata, grandes y aparatosos, una blusa de seda blanca, unos pantalones de gabardina con pinzas, color gris claro y zapatos de ante gris. De su cuello colgaba un estetoscopio. Debajo se veía una gruesa cadena de oro. Sus facciones eran delicadas y regulares, sus ojos casi almendrados y de color marrón oscuro. Como Robin. Usaba poco maquillaje. No lo necesitaba.

Me puse en pie.

– ¿Señor Delaware? Soy la doctora Weingarden. -Tendió la mano y se la estreché. Sus huesos eran delgados; su presión, firme y seca. Colocó sus manos en jarras-. ¿Qué puedo hacer por usted?

– Usted le mandaba pacientes a una psicóloga llamada Sharon Ransom. No sé si se habrá enterado, pero está muerta, se suicidó el domingo. Quería hablarle de ella. Sobre cómo ponerme en contacto con esos pacientes.

No vi señales de asombro:

– Sí, lo leí en el diario. ¿Qué relación tiene usted con ella y con sus pacientes?

– Principalmente personal, en parte profesional. -Le entregué mi tarjeta.

La examinó.

– También es usted psicólogo. Entonces es doctor Delaware, Bea me dijo Señor. -Se metió la tarjeta en el bolsillo-. ¿Era usted su terapeuta?

La pregunta me sorprendió:

– No.

– Lo digo porque, desde luego, le hacía falta uno. -Frunció el ceño-. ¿Por qué esa preocupación por sus pacientes?

– Me he topado con uno de ellos hoy: D. J. Rasmussen. Él me dio su nombre.

Eso la hizo tener un sobresalto, pero no dijo nada.

– Estaba borracho -le dije-. Borracho como una cuba, realmente hecho una esponja. Supongo que ya estaba desequilibrado para empezar, y que ahora corre el riesgo de que sufra algún tipo de desfondamiento. Quizá caiga en la violencia. El perder un terapeuta puede ser como perder un padre. Me he estado preguntando cuántos otros de sus…

– Sí, naturalmente, entiendo todo eso. Pero lo que todavía no comprendo es lo que le preocupa a usted. ¿Cuál es su implicación en esto?

Pensé en la mejor manera de responder.

– Probablemente, en parte, sea pura sensación de culpa. Sharon y yo nos conocíamos bien, en tiempos de la universidad. Llevaba años sin verla y, el sábado pasado, nos encontramos por azar en una fiesta. Parecía preocupada por algo, y me pidió hablar conmigo. Concertamos una cita. Pero me lo pensé mejor y la anulé al día siguiente. Esa noche, ella se suicidó. Supongo que aún me estoy preguntando si yo podría haberlo impedido. Y, si me es posible, me gustaría evitar más dolor.

Jugueteó con su estetoscopio, y me miró.

– Lo dice en serio, ¿o no? No trabajará usted para ningún abogado marrullero, ¿verdad?

– ¿Y por qué iba a hacerlo?

Ella sonrió:

– Así que quiere entrar en contacto con los pacientes que le haya mandado a ella, ¿no?

– Y que me diga de otros doctores que le puedan haber mandado pacientes.

La sonrisa se enfrió.

– Eso resultaría difícil, doctor Delaware. No es una buena idea, ni mucho menos…, aunque, en cualquier caso, no es que tuviera muchos pacientes. Y no tengo ni idea de quien más podía mandarle pacientes. Si bien, desde luego, lo lamento por ellos.

Se detuvo, pareció estar buscando palabras:

– Sharon Ransom era una… ella y yo… Bueno, contésteme antes: ¿por qué anuló la cita con ella?

– No quería verme envuelto con ella. Es… era una mujer muy complicada.

– ¡Desde luego que lo era! -Consultó su reloj y se quitó el estetoscopio-. De acuerdo, voy a hacer una llamada y comprobar los datos de usted. Si es quien dice ser, hablaremos. Pero primero iremos a comer.

Me dejó en la sala de espera. Regresó un rato después, y me dijo:

– De acuerdo -sin mirarme.

Caminamos una manzana, hasta una cafetería en Brighton. Ella pidió un bocadillo de atún con pan moreno y té de hierbas. Yo jugueteé con unos huevos revueltos de la consistencia de la goma.

Comió rápidamente, sin ceremonias. Pidió un pijama para postre y se acabó la mitad antes de apartar el plato.

Tras limpiarse la boca, dijo:

– Cuando me dijeron que alguien quería hablarme de Sharon, francamente, me puse nerviosa. Me causó problemas y hacía ya tiempo que no trabajábamos juntas.

– ¿Qué clase de problemas?

– Un momento. -Llamó a la camarera y le pidió otro té. Yo pedí café. Con las bebidas nos trajeron la nota.

La tomé.

– Yo pago.

– ¿Comprando información?

Sonreí:

– Me estaba hablando de los problemas que le causaba Sharon.

Ella agitó la cabeza:

– Amigo, no sé si quiero meterme en esto.

– Será confidencial -le prometí.

– ¿Legalmente? ¿Como si fuera usted mi terapeuta?

– Si eso la hace sentirse cómoda…

– Una respuesta muy de comecocos… Sí, me hace sentirme cómoda. Lo que tenemos aquí es un tema muy delicado: estamos hablando de problemas éticos -se le endurecieron los ojos-. No había modo de que yo pudiera evitarlo, pero trate de explicarle esto a un tribunal de honor. Y cuando un abogado marrullero se encuentra con algo como esto, se dedica a repasar el historial del paciente y atacar a todos los médicos que aparecen en el mismo, incluso a los que sólo se cruzaron con él en los pasillos de un hospital.

– Lo último que pasaría por mi mente sería meterme en un juicio por esto.

– En eso coincidimos. -Palmeó la mesa con una mano con la suficiente fuerza como para que saltase el salero-. ¡Maldita sea! Ella me utilizó: sólo pensar en ello me pone furiosa. Lamento que esté muerta, pero no logro apenarme por ello. Abusó de mí.

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