Sorbió su té.
– No la conocí hasta el año pasado. Entró, se presentó, y me invitó a comer. Yo sabía lo que estaba haciendo: buscando que le mandasen pacientes. Bueno, no hay nada malo en eso. Yo sólo llevo trabajando desde hace un año, y también he tenido que pedir muchos favores. Y la primera impresión que me dio fue realmente buena: era brillante, hablaba bien, parecía saber muy bien lo que quería hacer. Y su currículum era realmente magnífico: montones de variada experiencia clínica. Además, estaba aquí mismo, en este edificio. Y siempre es bueno eso de yo te mando un cliente mío, tú me mandas uno tuyo. Casi toda mi clientela son mujeres, y la mayor parte de ellas se iban a sentir más cómodas con una terapeuta que con un hombre; así que me dije, ¿por qué no?, hagamos una prueba. Lo único que me preocupaba era que fuese tan guapa, pues me dije que quizás eso resultase amenazador para el ego de algunas mujeres. Pero me dije a mí misma que ése era un modo de pensar sexista, así que empecé a mandarle pacientes… no demasiados, gracias a Dios. El mío es un consultorio pequeño.
– ¿Tenía su oficina en el tercer piso? ¿Con el doctor Kruse?
– Justo con ése. Sólo que él jamás estaba allí: siempre estaba ella sola. Una vez me hizo subir; es un lugar pequeño, con una sala de espera del tamaño de un sello de correos y una habitación de consultas. Ella era la ayudante psicológica de Kruse, o algo así. Y tenía su licencia.
– Un certificado de ayudantía.
– Lo que sea. Todo en orden.
Ayudante psicológica. Un cargo temporal, destinado a darle experiencia a un nuevo doctorado, bajo la supervisión de un psicólogo licenciado. Sharon se había doctorado hacía seis años, así que hacía ya tiempo que podía haber solicitado su licencia normal. Me pregunté por qué no la tendría. ¿Qué habría hecho durante estos seis años?
– Kruse le escribió una sensacional carta de recomendación -continuó-. Él era catedrático de la Facultad, así que supuse que su opinión era digna de crédito. Realmente esperaba que todo iría bien, así que fue un buen palo el ver que no era así.
– ¿Aún tiene ese currículum?
– No.
– ¿Recuerda algo de lo que decía?
– Sólo lo que le he dicho. ¿Por qué?
– Voy a tratar de investigar hacia atrás. ¿Y cómo fue que abusó de usted?
Me lanzó una aguda mirada.
– ¿Quiere decir que no se lo imagina?
– Supongo que será algo que tendrá que ver con un mal comportamiento sexual… con el irse a la cama con sus pacientes. Pero la mayoría de la clientela de usted son mujeres. ¿Es que ella era lesbiana?
Se echó a reír.
– ¿Ella lesbiana? Sí, veo por qué puede haber pensado eso. Francamente, no sé qué es lo que era. Yo me crié en Chicago y nada de esta ciudad me sorprende ya. Pero no, no se acostaba con mujeres… que yo sepa. Estamos hablando de hombres. Los maridos de las pacientes. Los novios. Los hombres no van a terapia sin que los empujen. Las mujeres tienen que hacerlo todo: conseguir que les den un terapeuta, concertar la cita. Mis pacientes me pedían que les recomendase alguien, y yo mandé media docena de ellos a Sharon. Y ella me dio las gracias llevándoselos a la cama.
– ¿Cómo lo descubrió usted?
Pareció molesta.
– Estaba repasando la contabilidad, comprobando los impagados y la gente que no había seguido acudiendo a consulta, y me di cuenta de que la mayor parte de las mujeres cuyos maridos le había enviado, no habían pagado o seguido con las visitas. Era algo que se notaba a la legua, porque con el resto de mi clientela no había problemas, la fidelidad de mis pacientes era casi perfecta. Empecé a hacer unas llamadas, para averiguar qué había pasado. La mayor parte de las mujeres no querían ni hablar conmigo… algunas incluso me colgaron; pero dos sí que hablaron. La primera de ellas me dio en todo el morro: al parecer su marido había visitado a Sharon para algunas sesiones… algo que tenía que ver con estrés en el trabajo. Ella le enseñó a relajarse; eso fue todo. Pero, unas semanas más tarde, ella le llamó y le ofreció una sesión de seguimiento. Gratuita. Cuando él se presentó, ella trató de seducirlo; al parecer la cosa fue muy fuerte: se quitó la ropa. ¡Cristo, aquí mismo, en la oficina! Él la dejó plantada, se fue a casa y se lo contó a su mujer. Ésta estaba como loca, gritándome que debería estar avergonzada de asociarme con una mala puta, liante y amoral como aquélla. La segunda que me contestó fue peor: lloraba y lloraba y no paraba.
Se frotó las sienes, sacó una aspirina de su bolso y se la tragó con té.
– Increíble, ¿no? ¡Visitas de seguimiento gratuitas! Aún estoy esperando que caiga el otro zapato… como, por ejemplo, una cita a juicio. He perdido mucho sueño por culpa de esto.
– Lo siento -le dije.
– No tanto como yo. Y ahora me dice usted que Rasmussen está a punto de estallar. Maravilloso.
– ¿Era uno de ellos?
– Oh, sí, un auténtico príncipe. Su novia fue la que no paraba de llorar. Ella era una de mis pacientes, no demasiado sofisticada, con vagas quejas psicosomáticas: necesitaba atención. Llegué a conocerla un poco y comenzó a abrírseme acerca de él… de cómo bebía demasiado, se drogaba, la maltrataba. Pasé mucho tiempo aconsejándola, tratando de mostrarle que él era un perdedor, que tenía que dejarlo. Naturalmente, no lo hizo: era una de esas mujeres pasivas que tuvieron un padre dominante y que siempre están ligando con sustitutos de papá. Luego me dijo que el desgraciado se había hecho daño en el trabajo, que le dolía la espalda, y que estaba pensando en poner una querella por daños y perjuicios. Fue su abogado el que le sugirió que fuera a visitarse a un comecocos… ¿conocía yo a alguno? Pensé que esto era una oportunidad ni que pintada para conseguir algo de ayuda para su cabezón, y lo mandé con Sharon, hablándole a ella de los otros problemas de él. ¡Y vaya si lo ayudó! ¿Cómo se lo ha encontrado?
– Estaba esta mañana en casa de Sharon.
– ¿En su casa? ¿Le dio a ese gilipollas su dirección privada? ¡Vaya idiota!
– Tenía una consulta allí.
– Oh, sí… el periódico mencionó eso. De hecho, tiene sentido, porque se fue de este edificio después de que la afease su conducta con los pacientes. ¿Tiene un diagnóstico para Rasmussen?
– Algún tipo de problema con la personalidad. Posibles tendencias violentas.
– En otras palabras, un buscaproblemas. Maravilloso. Él es el eslabón más débil, alguien que odia a las mujeres y tiene escaso control de sus impulsos. Y ya tiene a un abogado picapleitos. Excelente.
– No pondrá un pleito por hostigamiento sexual -le dije-. Pocos hombres lo harían. Les avergonzaría.
– ¿Por ser un ataque frontal contra el viejo machismo? ¡Ojalá tenga usted razón! Hasta el momento, nadie ha hecho nada, pero eso no quiere decir que no vayan a hacerlo. Y, aunque me libre de complicaciones legales, ya me ha costado mucho en lo que se refiere a mi reputación… cada paciente habla mal de mí a otros diez. Y ninguno de los que me dejaron por culpa de Sharon me pagó los trabajos que ya les había hecho… y estamos hablando de una cantidad de cuatro cifras, sólo de gastos de laboratorio. No estoy aún lo bastante establecida como para poder permitirme perder una cantidad así sin resentirme…, hay una saturación excesiva de doctores, aquí en el Lado Oeste. ¿Dónde tiene usted su consulta?
– Aquí en el West Side, pero yo trabajo con niños.
– Oh. -Tamborileó con sus uñas en el borde de la taza de té-. Posiblemente le debo de sonar muy mercenaria, ¿no? Ahí está usted, todo altruismo, hablando de ayudar a los pacientes, y todo eso del Juramento Hipocrático… y a mí lo único que me preocupa es cubrirme las espaldas. Pero no voy a excusarme por ello, porque si yo no me cubro las espaldas, nadie lo va a hacer por mí. Cuando salí de la Northwestern para ir de interna al Harbor General, conocí al mejor tipo del mundo, y me casé con él tres semanas más tarde. Un guionista de la tele, que estaba buscando material en los hospitales para una miniserie. ¡Zas, el flechazo! Y, de repente, tuve una casa en Playa del Rey, y la iba a tener hasta que la muerte nos separase. Él me dijo que le enloquecía que yo fuese una doctora, y que jamás me abandonaría. Dos años más tarde me abandonó. Limpió nuestra cuenta conjunta en el banco y se largó a Santa Fe con una chavalina. Me ha costado dos años salir de ese agujero.
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