– ¿Y por qué desterrar a Sharon? -pregunté-. ¿Por qué no a Sherry?
– Porque Sherry era la que necesitaba que la vigilasen… era inestable, un arma cargada. El dejarla por algún lugar sin supervisión era demasiado peligroso… para ambas.
– Ésa no es la única razón -le dije.
– No. Hope lo quería así. Se sentía más cercana a Sherry, creía que Sherry la necesitaba más.
– Castigar a la víctima -dije-. De una mansión a una chabola en un terreno árido. Y dos personas, retrasados mentales, como cuidadores.
– Eran buena gente -afirmó.
Comenzó a toser e, incapaz de acabar de hacerlo, agitó la cabeza de un lado a otro, jadeando por aire. Sus ojos se llenaron de agua y tuvo que agarrarse a la mesa como apoyo.
Al fin, fue capaz de hablar, pero tan débilmente, que debí inclinarme hacia él para poder oírle.
– Eran buena gente. Trabajaban para mí. Sabía que se podía confiar en ellos. Se suponía que esa situación sólo iba a ser temporal…, era un modo de ganar tiempo para Sharon, hasta que se me ocurriese otra cosa mejor.
– Un modo de borrar su identidad -sugerí.
– ¡Por su bien! -su susurro era rasposo, insistente-. Nunca hubiera hecho nada que le pudiese hacer daño.
La mano a la boca, de nuevo. Una tos incontrolable. Se llevó un pañuelo de seda hasta los labios y escupió algo en él.
– Excúseme -dijo. Y luego-: Tenía el rostro de su madre.
– También lo tenía Sherry.
– No, no. Sherry tenía las facciones, pero no el rostro.
No dijimos nada durante largo rato. Luego, repentinamente, como si se obligase a salir de un estupor sentimental, se irguió en su asiento y chasqueó los dedos. El camarero le trajo un vaso de agua helada y, al instante, volvió a desaparecer. Bebió, se aclaró la garganta y se tocó la nuez, tragando con fuerza. Obligándose a sonreír, pero pareciendo exprimido, derrotado. Un hombre que había viajado toda su vida en un camarote de primera clase, sólo para descubrir que el barco no había ido a parte alguna.
Yo había llegado a este lugar odiándole, preparado para avivar el fuego de mi odio. Pero ahora sentía deseos de echarle un brazo por los hombros.
Luego pensé en los cadáveres, en el montón de ellos, y le dije:
– El plan temporal se fue alargando hasta llegar a ser permanente.
Asintió con la cabeza.
– Yo no dejaba de buscar otro modo de resolverlo, alguna otra forma de disponer las cosas. Mientras, Shirlee y Jasper estaban haciendo su trabajo… increíblemente. Luego, Helen descubrió a Sharon, la hizo su protegida, y comenzó a moldearla de un modo excelente. Decidí que nada podía ser mejor que eso. Entré en contacto con Helen, y llegamos a un acuerdo.
– ¿Se le pagó a Helen?
– No con dinero. Su esposo y ella eran demasiado orgullosos para haberlo aceptado. Pero había otras cosas que yo podía hacer por ellos: becas para sus hijos, abortar un plan que pretendía vender las tierras de la empresa en Willow Glen para hacer urbanizaciones. Y la Magna garantizó, durante treinta años, comprarles cualquier excedente agrícola y compensarles por cualquier pérdida que se produjese, por debajo de un nivel especificado. Y no sólo a Helen, sino a todo el pueblo.
– Pagarles para que no produjesen manzanas -dije.
– Una tradición americana -afirmó-. Debería usted de probar la miel y la sidra de Wendy. A nuestros empleados les encantan.
Me acordé de la queja de Helen:
Pero «ellos» no venden… Y es precisamente esto lo que mantiene a Willow Glen convertido en un pueblucho sin futuro.
Y también mantenía a Shirlee y Jasper, y a la niña a su cuidado, alejados de las miradas curiosas.
– ¿Qué es lo que sabe Helen? -pregunté.
– Su conocimiento es muy limitado. Por su propio bien.
– ¿Qué es lo que sucederá con los Ransom?
– No cambiará nada -me dijo-. Seguirán viviendo unas vidas maravillosamente simples. ¿Vio en sus rostros algún signo de sufrimiento, doctor? No necesitan nada que no tengan, y comparándolos con el modo en que vive mucha gente, se les podría considerar como bien situados. Helen se cuida de ellos. Y, antes de que apareciese ella, lo hacía yo.
Se permitió una sonrisa. Autocomplacida.
– Muy bien -le dije-, usted es la Madre Teresa. ¿Cómo es que la gente sigue muriendo?
– Alguna gente merece morir.
– Eso suena a una cita del libro rojo del presidente Belding.
No hubo respuesta.
– ¿Y qué hay de Sharon? -inquirí-. ¿También ella merecía morir, por tratar de averiguar quién era?
Se puso en pie, me miró desde lo alto. Todas las dudas habían desaparecido en él, de nuevo era el Hombre al Mando.
– Las palabras sólo pueden comunicar hasta un punto, no más -me dijo-. Venga conmigo.
Nos dirigimos hacia fuera, hacia el desierto. Apuntó una linterna de bolsillo al suelo, iluminando un terreno agujereado, matas de hierbas, y cactus saguaro, que se alzaban hacia el cielo.
Aproximadamente unos ochocientos metros más allá, la luz se posó en un pequeño vehículo carenado, construido en fibra de vidrio, el cochecito de golf que yo había visualizado durante mi viaje con Hummel. Pintura oscura. Una barra protectora para caso de vuelco, ruedas con protuberancias, de todo terreno. En la puerta, una M inclinada hacia delante.
Se colocó tras el volante y me hizo un gesto de que subiese. Para este viaje no había venda en los ojos. O bien se confiaba en mí, o estaba condenado. Movió varios conmutadores. Los faros. El zumbido de un motor eléctrico. Nos movimos hacia adelante con sorprendente velocidad, el doble de la velocidad de auto-choque que había llevado Hummel… el muy sádico. Más deprisa de lo que yo creía posible para una máquina eléctrica. Pero, al fin y al cabo, esto era territorio de la alta tecnología. El Rancho Patente.
Rodamos durante más de una hora sin cambiar palabra, recorriendo extensiones de yeso yermo. El aire aunque estaba caliente, se fue haciendo fragante, con un débil aroma a hierbas.
Vidal tosió mucho, mientras el vehículo levantaba nubes de fino polvillo de yeso, pero continuó maniobrando sin problemas. Las montañas de granito eran débiles marcas de lápiz en papel negro de constructor.
Le dio a otro interruptor e hizo que apareciese la luna gigantesca, blanca como la leche, y pegada a la Tierra.
No era la luna, claro, sino una gigantesca bola de golf, iluminada desde dentro.
Un domo geodésico, de quizá unos diez metros de diámetro.
Vidal se acercó y aparcó al lado. La superficie del domo era de paneles hexagonales en plástico blanco enmarcados en tubos de metal blanco. Busqué el cubículo del que hablaba Seaman Cross, la cabina en que había permanecido mientras se comunicaba con Belding. Pero el único acceso al edificio era una puerta blanca.
– El Multimillonario Ermitaño -dije.
– Un librillo estúpido -afirmó Vidal-. A Leland se le metió en la cabeza que debía ser inmortalizado en una crónica.
– ¿Y por qué eligió a Cross?
Bajamos del cochecito.
– No tengo la menor idea… ya le he dicho que nunca me dejaba saber lo que tenía en mente. Yo estaba fuera del país cuando él llegó a ese trato. Luego cambió de idea y le exigió a Cross que lo olvidase todo, a cambio de una cantidad de dinero. Cross tomó el dinero, pero siguió adelante con el libro. Eso molestó mucho a Leland.
– Otra misión de búsqueda y destrucción.
– Todo fue llevado a cabo de un modo absolutamente legal…, en los tribunales.
– El saquear su archivo en aquella bóveda blindada no fue exactamente trabajar según las normas. ¿Usó para ello a la misma gente que para el asalto a la casa de los Fontaine?
Читать дальше