Su expresión decía que aquello era algo a lo que no valía la pena responder. Comenzamos a caminar.
– ¿Qué hay del suicidio de Cross? -le pregunté.
– Cross era un hombre con poca fuerza de voluntad, y no pudo enfrentarse a aquella situación.
– ¿Me está diciendo que fue un auténtico suicidio?
– Ciertamente.
– ¿Y, si no se hubiera eliminado él mismo, le hubiera dejado usted vivir?
Sonrió y agitó la cabeza.
– Como ya le he dicho antes, doctor, yo no aplasto a la gente. Además, Cross no era ninguna amenaza. Nadie le creía.
La puerta era blanca y de una sola pieza. Colocó la mano en el tirador, me miró, y dejó que me empapase del mensaje.
En lo que se refería a las historias sobre Belding, Cross había envenenado la fuente.
Este día no había sucedido nunca.
Miré hacia arriba del domo. La luz de las estrellas le hacía centellar, como si fuera una medusa gigante. Los paneles de plástico emitían un olor de coche nuevo. Vidal giró el tirador.
Entré. Una puerta se cerró tras de mí. Un momento más tarde, oí partir al cochecito.
Miré en derredor, esperando pantallas, consolas, tableros de mando, una maraña, a lo Flash Gordon, de ensalada electrónica.
Pero tan sólo era una gran sala, con sus paredes interiores tapizadas de plástico blanco. El resto podría haber salido de cualquier mansión de un barrio de clase media-alta. Alfombra azul hielo. Mobiliario en roble. Un televisor de pantalla supergrande. Una columna de componentes de estéreo. Una biblioteca prefabricada y cesta de revistas a juego. Un mueble-cocina de esos de apartamento pequeño a un lado. Plantas en macetas. Carteles enmarcados.
Dibujos de manzanas.
Y tres camas dispuestas en paralelo unas con otras, como en un cuartel. O un hospital: las dos primeras eran conjuntos hospitalarios, con controles electrónicos de posición y mesas cromadas giratorias.
La más cercana estaba vacía, a excepción de algo en la almohada. Le eché una mirada más de cerca. Era un aeroplano de juguete… un bombardero, pintado de oscuro, con una M inclinada hacia delante en la puerta.
En la segunda yacía una joven impedida, bajo un cobertor muy alegre. Inmóvil, boquiabierta, con algo de gris haciendo mechas en su cabello negro, pero por lo demás sin cambios en los seis años transcurridos desde que la había conocido. Como si su paraplejia dominase de tal modo su cuerpo, que la hubiera dejado fuera del tiempo, sin edad. Inspiró profundamente, con respiración sorbente y el aire salió de ella con un gemido.
Una bocanada de perfume se filtró por entre el ambiente de coche nuevo: jabón y agua, hierba fresca.
Sharon estaba sentada al borde de la tercera cama, con las manos cruzadas sobre su regazo. Una sonrisa, tan fina como un papel de fumar, adornaba sus labios.
Vestía un largo vestido blanco que se abotonaba por delante. Su cabello estaba peinado hacia los lados, con raya en el centro. Sin maquillaje, ni joyas. Con sus ojos con tintes púrpura a la luz del domo.
Se agitó nerviosa, bajo mi mirada. Dedos largos. Brazos tan suaves como la mantequilla. Los pechos empujando el tejido de su vestido. Era seda. Caro, pero aun así parecía el uniforme de una enfermera.
– Hola, Alex.
La mesa giratoria de Shirlee Ransom contenía pañuelos de papel, una bolsa de agua caliente, un aspirador de mucosidades, una jarra de agua y un vaso vacío. Tomé el vaso, lo hice rodar entre mis palmas y lo volví a dejar.
– Ven -me dijo.
Me senté junto a ella y dije:
– Alzada de entre los muertos, como Lázaro.
– Nunca descendí entre ellos -me corrigió.
– Pues alguien sí que lo ha hecho.
Asintió con la cabeza.
– ¿La del traje rojo? -pregunté-. ¿De los daiquiris de fresa?
– Ella.
– ¿Era ella la que dormía con tus pacientes?
Se movió, de modo que nuestros costados se tocaron.
– Ella. Quería hacerme daño, y no le importaba si para ello tenía que hacer daño a otros. No supe nada de todo esto, hasta que comenzaron a lloverme las cancelaciones de las consultas. Todo había ido tan bien… la mayor parte de mis casos eran de período corto de tratamiento, pero todo el mundo me apreciaba. Les llamé. La mayoría de ellos se negaron a hablarme. Un par de esposas sí lo hicieron, llenas de ira, amenazadoras. Era como un mal sueño. Luego, Sherry me contó lo que había hecho. Entre carcajadas. Había pasado unos días conmigo y me había cogido la llave de la oficina y se había hecho una copia. La había usado para husmear en mis archivos, escoger a los que le habían parecido más monos , ofrecerles visitas de seguimiento gratuitas… y tirárselos, para luego largarlos. Así es como me lo explicó ella. Cuando estuve lo bastante calmada, le pregunté el porqué. Y me contestó que una mierda me iba a dejar jugar a la doctora y comerle el coco a ella.
Colocó su mano sobre mi pierna. Tenía la palma húmeda.
– Sabía que me tenía manía, Alex, pero jamás me imaginé que llegase tan lejos. Cuando nos reunimos por primera vez, actuó como si me amase.
– ¿Cuándo fue eso?
– En mi segundo año en la escuela para graduados. En otoño.
Sorprendido, le pregunté:
– ¿No fue en verano?
– No, en otoño. En octubre.
– ¿Y cuál fue el asunto familiar que te impidió venirte conmigo a San Francisco?
– Terapia.
– ¿Darla o recibirla?
– Mi propia terapia.
– Que te daba Kruse.
Asentimiento con la cabeza.
– Era un momento crucial. No podía dejarlo. Estábamos tratando asuntos… Realmente era un asunto familiar.
– ¿Y dónde estabas viviendo?
– En su casa.
Yo había ido allí, buscándola, contemplando la cara de Kruse dividirse en dos…
Que tenga un buen día…
– Fue realmente intenso -me aseguró ella-. Él quería controlar todas las variables.
– ¿Y no tuviste problemas para dormir allí?
– Yo… No, él me ayudó. Me relajó.
– Hipnosis.
– Sí. Me estaba preparando… para que me viese con ella. Pensaba que sería un proceso curativo. Para ambas. Pero había infravalorado el mucho odio que aún quedaba.
Siguió en calma, pero la presión de su mano aumentó.
– Ella estaba actuando, Alex. Para ella era fácil… había estudiado teatro.
Algunos acaban en la pantalla o los escenarios…
– Una interesante elección de carrera -comenté.
– No era una carrera, sólo un antojo. Como todo lo demás en ella. Primero lo usó para acercarse a mí, luego para fijar sus miras en lo que yo más quería, tú; luego, años más tarde, en mi trabajo. Sabía lo mucho que mi trabajo representaba para mí.
– ¿Y por qué no te sacaste la licencia?
Se tironeó el lóbulo de la oreja.
– Demasiadas… distracciones. No estaba preparada.
– ¿Eso fue una opinión de Paul?
– Y mía.
Se apretó contra mí. Su tacto me parecía opresivo.
– Eres el único hombre al que he amado, Alex.
– ¿Y qué hay de Jasper? ¿Y Paul?
La mención del nombre de Kruse la hizo estremecerse.
– Hablo de un amor romántico. De un amor físico. Tú eres el único que ha penetrado en mí.
No dije nada.
– Es cierto, Alex. Sé que tenías tus sospechas, pero Paul y yo nunca hicimos nada así. Yo era su paciente… y el dormir con un paciente es algo así como un incesto. Incluso después de que la terapia ha acabado.
Algo en su voz me hizo echarme atrás.
– Vale. Pero no olvidemos a Mickey Starbuck.
– ¿A quién?
– A tu coprotagonista. En Examen Médico.
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