Caminé hasta estar lo bastante lejos del edificio como para poderlo ver por entero: largo, bajo, de una sola planta, con paredes imitando el adobe, ventanas acabadas con el mismo color gris marrón de las columnas. Senderos de losas de piedra que cortaban su camino a través de la media hectárea, más o menos, de césped, bordeado por gazanias amarillas. Más allá de la hierba había polvo seco y un corral vacío. Más allá del corral, más polvo, kilómetros de polvo, con la monotonía de color bizcocho rota únicamente por matas de áloe y árboles de Joshua, y manchas de sombras cenicientas, que parecían las de uno de esos cuadros de «píntelo siguiendo los números».
Mis ojos bajaron hasta fijarse en un punto en especial del césped, buscando allí un banco de jardín, en madera. Nada. Pero, de todos modos, mi memoria colocaba uno allí.
Un lugar donde posar para una foto.
Dos niñitas vestidas de vaqueras, comiendo helado.
Miré hacia atrás, a Vidal. Se había sentado y estaba abriendo su servilleta, diciéndole algo al camarero, mientras éste le llenaba el vaso de vino.
El camarero lanzó una carcajada, llenó mi vaso y se marchó.
El antes llamado Billy el Celestino me mostró mi silla con la mano.
Le eché otra mirada a las montañas, y ahora sólo vi piedra y arena. El juego de las luces y las sombras sobre una superficie inanimada.
Todos los recuerdos borrados.
Vidal me llamó con un gesto.
Caminé de regreso al patio.
Vidal comía con ferocidad, de un modo obsesivo, cual si fuera una cobra de impecables modales. Atacando a su comida, cortándola en pedacitos y triturándola, machacándola, hasta convertirla en una masa blanda, antes de ingerirla. Nos sirvieron, guacamole, ostentosamente mezclado junto a la mesa por el camarero, usando un burdo almirez y su maja, ambos de piedra. Una ensalada de plantas silvestres y cebollas escabechadas. Tortillas de maíz caseras, mantequilla recién hecha, filetes de pez espada a la barbacoa, con seis clases de salsa, lomo de cerdo rustido con algún tipo de salsa dulce y picante a la vez. Un Chardonnay y un Pinot Noir, que él se preocupó de informarme que estaban criados en una bodega de Sonoma propiedad de la Magna y que se trataba de una reserva especial, exclusivamente dedicada a su propio consumo.
Un par de veces le vi hacer una mueca tras tragar, y me pregunté cuánto de su placer era gustatorio y cuánto agradecimiento de que su boca aún siguiese funcionando.
Había aceptado una segunda porción de cerdo, antes de darse cuenta de que mi comida permanecía sin tocar.
– ¿No es de su gusto, doctor?
– Preferiría ser informado en vez de comer.
Sonrisa. Corta. Machaca. Una picadora humana.
– ¿Dónde estamos? -pregunté-. ¿En México?
– México es sólo un estado de la mente -me dijo-. Alguien ingenioso se inventó esa frase; aunque que me ahorquen si recuerdo quién fue…, probablemente sería Dorothy Parker. Era ella quien decía todas las cosas ingeniosas, ¿no?
Corta, mastica. Traga.
– ¿Por qué se mató Sharon? -le pregunté.
Bajó su tenedor.
– Eso es un punto final, doctor. Procedamos cronológicamente.
– Proceda.
Bebió vino, hizo una mueca, tosió, siguió comiendo, bebió un poquito más. Yo miré hacia fuera, al desierto, mientras éste se iba oscureciendo hasta un fango marrón. No se oía un solo sonido, ni siquiera se veía un pájaro en el cielo. Quizá los animales supiesen algo.
Finalmente, apartó el plato y golpeó la mesa con el tenedor. Apareció el camarero mexicano, junto con dos obesas mujeres de cabello negro recogido en gruesas trenzas. Vidal les dijo algo en rápido español. La mesa fue limpiada y a cada uno de nosotros se nos sirvió un bol de estaño con un helado verde.
Lo probé. Era empalagosamente dulce.
– De cactus -me informó Vidal-. Es muy tranquilizante.
Se tomó largo rato con el postre. El camarero nos trajo un carajillo de anís. Vidal le dio las gracias, lo despidió, y se limpió los labios con la servilleta.
– Por orden cronológico -le recordé-. ¿Por qué no empezamos con Eulalee y Cable Johnson?
Asintió con la cabeza.
– ¿Qué es lo que sabe de ellos?
– Ella era una de las chicas de las fiestas de Belding; el hermano era un criminal de los del montón. Un par de listillos de pueblo que trataban de dar el gran golpe en Hollywood. Desde luego lo que no eran es unos grandes traficantes de droga.
– Linda… yo siempre la conocí por Linda -me dijo-, era una criatura exquisita. Un diamante en bruto, pero físicamente magnética…, con ese algo intangible que no se puede comprar a ningún precio. En aquellos tiempos, estábamos rodeados por bellezas, pero ella se destacaba entre todas, porque era diferente a las demás…, menos cínica, con una cierta ductilidad.
– ¿Y pasividad?
– Supongo que eso es algo que puede ser contemplado como una tara, por alguien en la línea de trabajo de usted. Yo lo tomaba como prueba de su naturaleza tranquila, y creí que era la mujer adecuada para ayudar a Leland.
– ¿Para ayudarlo a qué?
– A convertirse en un hombre. Leland no comprendía a las mujeres. Cuando estaba entre ellas se quedaba helado, y no podía… hacer lo que hay que hacer. Y era demasiado inteligente como para no darse cuenta de lo irónico que era aquello: tanto dinero y poder, el soltero más apetecible del país, y aún seguía siendo virgen a los cuarenta. No era una persona muy preocupada por lo físico, pero toda olla tiene su punto de ebullición, y la frustración estaba interponiéndose en su trabajo. Yo sabía que él nunca iba a resolver aquello por sí solo. Así que cayó sobre mis hombros el hallarle… una instructora. Le expliqué la situación a Linda. Ella estaba dispuesta a interpretar aquel papel, así que arreglé las cosas para que ambos estuvieran juntos. Doctor Delaware, ella era algo más que una chica de fiestas.
– Favores sexuales a cambio de una remuneración -comenté-. Desde luego, suena a otra cosa.
Se negó a sentirse ofendido.
– Todo el mundo tiene su precio, doctor. Simplemente, estaba haciendo, con treinta años de adelanto, lo que ahora harían algunas consultoras sexuales.
– Pero usted no la eligió por su personalidad -insistí.
– Era hermosa -dijo-. Había más posibilidades de que le estimulase.
– No me refería a eso.
– ¿Oh, no? -Dio un sorbo a su café y dijo-: Está tibio.
Y golpeó la mesa tres veces con la cucharilla. El camarero apareció, saliendo de la oscuridad, con una cafetera recién hecha. Me pregunté qué más habría oculto allá.
Bebió el humeante líquido y puso una cara como si alguien le hubiera vertido ácido garganta abajo. Pasaron varios segundos antes de que pudiera hablar, y cuando lo hizo tuve que inclinarme hacia él para poderlo escuchar.
– ¿Por qué no me dice a dónde quiere llegar?
– A su esterilidad -le contesté-. Usted la eligió porque creyó que era incapaz de tener hijos.
– Es usted un joven muy brillante -me dijo, y luego alzó de nuevo su taza a los labios, y quedó oculto tras una nube de humo-. Leland era un hombre muy remilgado…, eso formaba parte del problema. El que no tuviera que preocuparse acerca de tomar precauciones era un punto a favor de ella. Pero sólo un factor menor, un poco más de lío, algo de lo que nos podríamos haber ocupado de no haber sido así.
– Yo estaba pensando en algo mucho más liado -le dije-. En un heredero nacido sin que existiese una relación legalizada con la madre.
Bebió más café.
– ¿Por qué pensó usted que ella no podía quedar en cinta? -le pregunté.
– Hicimos comprobaciones de los historiales de todas las chicas, y las hicimos someterse a unos exámenes físicos muy completos. Nuestra investigación reveló que Linda se había quedado embarazada varias veces durante su juventud, pero que siempre había tenido un aborto, poco después de la concepción. Nuestros doctores dijeron que era algún tipo de desequilibrio hormonal. Y decidieron que era incapaz de tener hijos.
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