Ramey entró, todo él impoluto sarga negra y blanco almidonado.
– Todo está bien, señora -dijo-. Todo está en orden.
Me miró con airada furia y no tuve duda de quién había llamado a los matones.
Trapp se adelantó y ondeó el revólver.
– Pon esas manos en la nuca.
No me moví lo bastante deprisa como para complacerle y me apretó con violencia el arma contra la nariz.
Hope Blalock jadeó. Ramey fue a su lado.
Trapp puso algo más de peso tras el arma. Mirar al duro metal me hizo bizquear los ojos. En movimiento reflejo, apreté los músculos. Trapp empujó más fuerte.
Royal Hummel le dijo:
– Tranquilo.
Se situó a mi espalda. Oí rascar metal y noté algo frío rodeándome las muñecas.
– ¿No están demasiado apretadas, hijo?
– Perfectas, tío Roy.
– Cierra tu jodida boca -me advirtió Trapp.
Hope Blalock parpadeó.
– Tranquilo C.T. -dijo Hummel y me dio unas palmadas en la parte de atrás de la cabeza. Su toque me molestó más que el de la pistola-. Cierra los ojos, hijo.
Le obedecí. La presión del revólver fue reemplazada por algo apretado y elástico que me rodeaba la cabeza. Y que me vendaba los ojos con tanta fuerza, que no podía abrirlos. Unos fuertes brazos me agarraron por los sobacos. Fui alzado, de modo que sólo las puntas de mis zapatos tocaban el suelo, e impulsado hacia adelante como una cometa por un fuerte viento.
Era una casa muy grande. Me arrastraron durante largo tiempo, antes de que oyera abrirse una puerta y notase aire caliente en la cara.
Trapp se echó a reír.
– ¿Qué? -le preguntó su tío, convirtiendo la sílaba en dos.
– Estaba pensando en cómo hemos cazado a este payaso. Es como en las novelas de crímenes…, «ha sido el mayordomo».
Me registraron, confiscaron mi reloj, llaves y cartera, y me metieron en un coche que olía a nuevo. -Acomódate, hijo -me dijo Hummel, colocándome en el asiento trasero y quitándome las esposas. Cerró la puerta de golpe. Le oí dar la vuelta para ir al frente; luego se puso en marcha el motor… con sordina, como si yo tuviera algodón en los oídos.
Levanté un poco el vendaje de un ojo, e inspeccioné el interior del coche: tenía ventanillas oscurecidas, que sólo dejaban entrar atisbos de luz. Una partición de cristal negro sellaba la parte de atrás del coche. Era una celda tapizada de vinilo gris: un asiento duro como una piedra, alfombrado de nailon, techo de tela. No había luz en el techo, ninguna ornamentación, y tampoco clave alguna de qué clase de coche se trataba. Por el estilo parecía un coche económico, de tamaño medio, hecho en los Estados Unidos: uno de los modelos más baratos de la Ford, Dodge u Oldsmovile, pero con una peculiaridad… no había manijas en las puertas. Ni ceniceros o cinturones de seguridad. Y nada de metal.
Pasé las manos por las puertas, tratando de hallar algún cierre oculto. Nada. Un golpe seco en la partición no obtuvo respuesta. La prisión de San Quintín sobre ruedas.
Comenzamos a movernos. Me quité del todo el vendaje. Era un elástico negro, grueso, sin marcas de ninguna clase. Ya hedía del miedo que había en mi sudor. Oí el golpear de la grava, pero ahogado, como el encendido. El coche estaba aislado de ruidos.
Apreté la cara contra el espejo, pero sólo vi mi reflejo contra el oscurecido cristal. Y no me gustó el aspecto que tenía.
Fuimos tomando velocidad. Lo noté del mismo modo en que uno nota la aceleración en un ascensor: por un tirón de las tripas. Aislado del mundo, sólo podía escuchar a mi propio miedo…, era como si me hallase en una cripta.
Un súbito giro hizo que me deslizara por el asiento. Cuando el coche se estabilizó, le di una patada a la puerta. Luego, le di otra patada, de karate, con mucha fuerza. Nada. Di puñetazos a la ventanilla hasta que me hicieron daño los puños, ataqué a la partición. Ni siquiera noté una vibración.
Supe entonces que estaría allí tanto tiempo como ellos deseasen que estuviese. Noté una constricción en el pecho. Cualquier sonido de la carretera que dejase pasar el aislamiento era tapado por el latir de mi corazón.
Me habían privado sensorialmente; la clave era, pues, recuperar mi orientación. Busqué signos de dirección mentales; la única cosa que me quedaba era el tiempo. Pero no tenía reloj.
Comencé a contar: Mil uno. Mil dos. Me acomodé para la duración del viaje.
Tras unos cuarenta y cinco minutos, el coche se detuvo. Se abrió la puerta trasera izquierda. Hummel se inclinó y atisbo dentro. Usaba gafas de sol de espejo y mantenía un Colt 45 niquelado de cañón largo, paralelo a su pierna.
Tras él había un suelo de cemento. Y una oscuridad teñida de sepia. Olí humos de escape de coches.
Alzó su otra mano hasta la bragueta y se colocó bien el paquete.
– Es hora de cambiar de vehículo, hijo. Te voy a tener que esposar de nuevo. Inclínate hacia delante.
Ninguna mención de que me había quitado el vendaje de los ojos. Lo metí tras el asiento e hice lo que me decía, portándome como un buen prisionero. Esperaba que el mostrarme obediente me comportaría el seguir manteniendo el privilegio de la visión. Pero en el mismo momento en que mis manos estuvieron esposadas, me colocó de nuevo el elástico.
– ¿A dónde vamos? -pregunté. Estúpida pregunta. El estar indefenso te hace decir cosas como ésa.
– De paseo. Vamos, C.T., démonos prisa.
Una puerta se cerró de golpe. La voz de Trapp dijo:
– Movamos a este pavo -lo decía divertido.
Un instante después olí a Aramis, y escuché el zumbido de su susurro a mi oído.
– El jodido mayordomo es el culpable. ¿No te parece divertido, marica?
– Vaya, vaya -comenté-. ¿Qué lenguaje es ése para un cristiano renacido?
Un repentino dolor tras una oreja: un golpe con un dedo.
– Cierra tu jodi…
– C.T. -le dijo Hummel.
– Vale.
Doble agarrada por los sobacos. Sonido de pasos. Los humos de coche se notaban más fuertes.
Un aparcamiento subterráneo.
Veintidós pasos. Alto. Espera. Zumbido mecánico. Engranajes chirriando, algo que se deslizaba, para acabar con un sonido metálico.
La puerta de un ascensor.
Un empujón hacia adelante. La puerta que se desliza para cerrarse. Clic. Subida rápida. Otro empujón. Y un olor a gasolina tan intenso, que casi la podía saborear.
Más cemento. Un sonoro soplido, que se hacía más fuerte. Muy fuerte. La gasolina… No, era algo más intenso. Un olor a aeropuerto. Combustible de reactor. Zuuum zuuuumm. Oleadas de aire frío abriéndose camino por entre el calor.
Hélices. Un lento latir, que iba tomando velocidad. El rotor de un helicóptero.
Me arrastraron hacia delante. Pensé en Seaman Cross, llevado con los ojos tapados a un campo de aterrizaje a menos de una hora de coche de L.A. Y luego trasladado por el aire al domo de Leland Belding. En algún lugar del desierto.
El ruido del rotor se hizo ensordecedor, interrumpiendo mis pensamientos. Soplos de turbulencia me abofeteaban la cara, me pegaban la ropa al cuerpo.
– Ahora hay un escalón -gritó Hummel, aplicando presión bajo mi codo, empujándome, alzándome-. Levanta el pie, hijo. Ahí estás… bien.
Subiendo. Un escalón, dos escalones. Madre, ¿puedo…? Media docena, aún más.
– Sigue andando -me dijo Hummel-. Ahora detente. Un pie hacia adelante. Allá vamos. Buen chico.
La mano en mi cabeza, apretándomela hacia abajo.
– Baja la cabeza, hijo.
Me colocó en un asiento anamórfico y me ató con un cinturón. Una puerta fue cerrada de golpe. Se me taponaron los oídos. El nivel de ruido descendió un punto, pero siguió siendo alto. Oí cháchara de radio, una nueva voz que venía de delante: de hombre, plana como la de los militares, diciéndole algo a Hummel. Éste le respondió. Estaban planificando algo, con las palabras ahogadas por el rotor.
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