Jonathan Kellerman - Compañera Silenciosa

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Un día en una fiesta, el psicólogo infantil Alex Delaware se reencuentra con un viejo amor, Sharon Ransom. Ella solicita su ayuda, pero Alex, demasiado embebido en sus propios asuntos sentimentales, no le hace caso. Dos días más tarde, Sharon se suicida. Alex no puede dejar de sentirse responsable de la desesperada decisión de Sharon.
Y en parte por ello, en parte por resolver los enigmas de aquella relación -la mayoría creados por la oscura personalidad de Sharon- el psicólogo se embarca en una investigación en la que el dinero, el azar de los genes y un pasado trágico configuran el escenario de una prolongada orgía de sexo, dominio y manipulación psicológica al servicio de los menos nobles impulsos del ser humano.

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Aún podía notar el escozor de las esposas en derredor de mis muñecas, y luego pensé en el viaje en helicóptero, en el miedo que había pasado mientras esperaba a Hummel y su carrito de golf, en cómo me habían metido dedos por el ano…

Bonita danza, hijo. Supe que mi ira me debilitaría, si la dejaba apoderarse de mí.

– Seguir adelante… ¿a dónde? -pregunté, sonriendo.

– A nuestra charla.

– ¿Sobre qué tema?

– Por favor, doctor -raspó-, no pierda un tiempo precioso haciéndose el tonto.

– ¿Anda usted corto de tiempo?

– Mucho.

Otra competición de miradas. Sus ojos no se apartaron, pero perdieron el foco, y me di cuenta de que estaba en algún otro lugar.

– Hace treinta años -me dijo-, tuve la oportunidad de ser testigo de una prueba atómica realizada conjuntamente por la Magna Corporation y el Ejército de los EE.UU. Un acontecimiento festivo, con rigurosa invitación, allá en el desierto de Nevada. Pasamos la noche en Las Vegas, tuvimos una fiesta maravillosa, y nos plantamos en el lugar antes de que los cielos se iluminasen. La bomba estalló justo cuando despuntaba el alba…, un amanecer supercargado. Pero algo funcionó mal: un repentino cambio en la dirección del viento, y todos nosotros fuimos expuestos al polvo radioactivo. El Ejército dijo que había poco riesgo de contaminación… y nadie se preocupó mucho de aquello, hasta hace unos quince años, cuando empezaron a aparecer los casos de cáncer. Las tres cuartas partes de los presentes en aquella mañana están muertos. Varios más están terminalmente enfermos. Para mí, es sólo cuestión de tiempo.

Miré su rostro bien alimentado, toda esa dermis como de bronce bruñido y le dije:

– Tiene usted un aspecto más saludable que yo.

– ¿Sueno a saludable?

No le contesté.

– En realidad -dijo-, estoy sano… por el momento. Bajo en colesterol, excelente en lípidos, un corazón tan potente como un alto horno. Unos pequeños nódulos de mi esófago extraídos quirúrgicamente el año pasado, y no hay muestras de que se esté extendiendo.

Se bajó el tejido del jersey de cuello de cisne y me mostró una herida color rosa fuerte con ampollas.

– Tengo la piel delicada, me salen heridas queloides… ¿cree usted que debería molestarme en hacerme la cirugía estética?

– Eso depende de usted.

– Lo he pensado, pero me parece algo así como pretencioso por mi parte. El cáncer volverá. Irónicamente, el tratamiento incluye radiación. Y no es que el tratamiento haya influido demasiado.

Se volvió a poner bien el cuello de la prenda. Se palmeó la nuez.

– ¿Y qué hay de Belding? -pregunté-. ¿También él resultó expuesto?

Sonrió, y negó con la cabeza.

– Leland estaba protegido. Como siempre.

Aún sonriendo, abrió un cajón del escritorio, sacó una pequeña botella rociadora de plástico, y se echó al interior de la garganta algún tipo de nebulización. Tragó profundamente un par de veces, volvió a guardar la botella, se recostó en su sillón, y sonrió más abiertamente.

– ¿De qué quiere usted charlar? -le pregunté.

– De cosas que parecen interesarle a usted. Estoy dispuesto a satisfacer su curiosidad, con la condición de que deje usted de levantar piedras para ver qué hay debajo. Sé que sus intenciones son honorables, pero no se da usted cuenta de lo destructivo que puede llegar a ser.

– No veo cómo puedo añadir nada a la destrucción que ya ha tenido lugar.

– Doctor Delaware, deseo abandonar este mundo sabiendo que se ha hecho todo lo posible para proteger a ciertas personas.

– ¿Tales como su hermana? ¿Y no es esa protección, precisamente, lo que ha causado todos los problemas, señor Vidal?

– No, eso es incorrecto… pero, claro, usted sólo ha visto una parte del todo.

– ¿Y me va a mostrar usted ese todo?

– Sí. -Tos-. Pero tiene que darme su palabra de que dejará de husmear, que permitirá que, por fin, las cosas descansen.

– ¿Y por qué fingimos que tengo elección? -le repliqué-. Si no le doy lo que usted quiere, siempre puede aplastarme como a un bicho. Del mismo modo en que aplastó a Seaman Cross, Eulalee y Cable Johnson, Donald Neurath, los Kruse.

Estaba divertido.

– ¿Cree usted que yo he destruido a toda esa gente?

– Usted, la Magna… ¿qué diferencia hay?

– ¡Ah… la gran empresa estadounidense, vista como la nueva reencarnación de Satanás!

– Sólo esta empresa en particular.

Su risa era débil y siseante.

– Doctor, aunque tuviera algún interés en… aplastarle a usted, no lo haría. Ha adquirido usted una cierta… aura de gracia.

– ¿Cómo?

– Oh, sí. Hubo alguien que lo quería a usted mucho. Una persona encantadora y amable… por quien ambos sentíamos afecto.

No el bastante afecto como para impedirle borrar su identidad.

– Vi a ese alguien hablándole en aquella fiesta -le dije-. Deseaba algo de usted. ¿Qué era?

Los pálidos ojos se cerraron. Se apretó las sienes con los dedos.

– De Holmby Hills a Willow Glen -dije-. Quinientos dólares al mes, en un sobre sin marca alguna. No suena como si usted le tuviera mucho afecto.

Abrió los ojos.

– ¿Quinientos? ¿Eso es lo que le dijo Helen?

Lanzó otra risa silbante, rodó su silla hacia atrás, puso los pies sobre su escritorio. Vestía pantalones negros de pana, zapatos castaños de piel de cordero, con calcetines de cuadros escoceses. Las suelas de sus zapatos estaban pulimentadas, sin marcas, como si jamás hubieran tocado el suelo.

– De acuerdo -dijo-. Basta ya de rodeos. Dígame lo que usted cree que sabe… y yo corregiré sus errores.

– Lo que quiere decir que así averiguará hasta qué punto puedo causarles problemas y luego actuará en consecuencia.

– Comprendo el motivo por el cual usted puede verlo así, doctor. Pero lo que realmente deseo es ofrecerle algo de educación preventiva… dándole a usted una visión completa, para que así no tenga ya ninguna necesidad de causar problemas.

Silencio.

– Si mi oferta no le atrae, haré que lo lleven inmediatamente de vuelta a casa.

– ¿Qué posibilidades tengo de llegar allí con vida?

– Un ciento por ciento. A menos que Dios decida otra cosa.

– O Dios haciéndose pasar por la Magna Corporation.

Se echó a reír.

– De eso me he de acordar. Entonces, doctor, ¿qué hacemos? Usted elige.

Estaba a su merced. El seguirle la corriente significaba enterarse de más cosas. Y ganar tiempo. Así que le dije:

– Adelante. Edúqueme señor Vidal.

– Excelente. Hagámoslo como caballeros, mientras cenamos. -Apretó algo en la parte delantera de su escritorio. La pared con la colección de armas hizo una media rotación, revelando un estrecho pasadizo con una puerta mosquitera que se abría al exterior.

Salimos a un largo patio cubierto, sostenido por columnas de madera de color gris marrón y pavimentado con baldosas mexicanas color óxido. Unas buganvilias arreladas en macetas de barro reptaban en derredor de las columnas y llegaban hasta el techo, en donde se desparramaban. Cestas de mimbre con colas de burro y plantas jade colgaban de las vigas. Una gran mesa redonda estaba cubierta con tela de damasco azul cielo y preparada para dos: platos de arcilla, cubertería de plata labrada, copas de cristal tallado y un centro de hierbas secas y flores. Había estado seguro de lo que yo iba a elegir.

Un camarero mexicano apareció de la nada y me sostuvo la silla. Pasé junto a él, seguí más allá, cruzando el patio, y salí al aire libre. La posición del sol me decía que se aproximaba el crepúsculo, pero el calor era más propio del mediodía.

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