De un modo u otro, Sherry iba a triunfar.
Ahora no había sonrisa.
Recordé lo que él me había dicho acerca de las marcas de agujas, y le pregunté:
– ¿Y cuándo empezó con las drogas?
– Cuando tenía trece años, Paul le recetó tranquilizantes.
– Él no era doctor en medicina general. No podía recetar.
Se encogió de hombros.
– En efecto, pero el caso es que le consiguió esas drogas: tranquilizantes con receta.
– ¿Y qué me dice de las drogas ilegales?
– No sé. Supongo que también las tomaba, ¿por qué no? ¡Nada podía impedirle hacer lo que se le antojaba!
– Y durante este período, ¿cuán a menudo la veía Kruse?
– Cuando ella decidía acudir a su consulta. Claro que él me cobraba la visita, fuese o no.
– ¿Y cuál era el programa oficial?
– Sin cambios: cuatro sesiones por semana.
– ¿Alguna vez le preguntó usted cómo iban las cosas? ¿Por qué tras años de tratamiento no había mejorado?
– Era… él era un hombre difícil. Y, cuando finalmente le planteé esa cuestión, se irritó muchísimo, me dijo que ella estaba permanentemente dañada, que jamás sería normal, que necesitaría tratamientos toda la vida sólo para mantenerse. Y que todo era culpa mía… que había esperado demasiado a llevarla a su consulta, que no podía esperar el meter un viejo trasto con ruedas en un taller y que lo que saliese de él fuera un Rolls-Royce. Y luego empezaba de nuevo, presionándome para que fuese a hacerme evaluar. Como Sherry iba de mal en peor, al final pudo hacerme vacilar… y acepté visitarme con él.
– ¿Y de qué la hizo hablar?
– De las habituales estupideces. Quería saber cosas acerca de mi niñez, lo que soñaba por las noches, por qué me había casado con Henry. Cómo me hacían sentir las cosas. Siempre hablaba con una voz monótona y baja, y en su despacho tenía cosas brillantes: juguetitos que se movían de aquí para allá. Yo sabía lo que estaba intentando hacer: quería hipnotizarme. Todo el mundo, en Palm Beach, sabía que él hacía este tipo de cosas. Lo hacía en fiestas, lo hacía en el baile de la Planificación Familiar… hacía que la gente graznase como patos, para diversión de los demás. Yo decidí no ceder. Era difícil: su voz era como leche caliente. Pero luché: le dije que no veía cómo nada de aquello tenía algo que ver con Sherry. Él siguió presionándome. Finalmente logré farfullar que estaba perdiendo el tiempo, que ella ni siquiera era hija mía, que era el producto de los malos genes de alguna ramera. Eso hizo que dejase de musitar y me mirase de un modo raro.
Suspiró y cerró los ojos.
– Quise que la tierra se me tragase: tratando de resistirle le había dicho demasiado, le había dado justo lo que necesitaba para sangrarme hasta la última gota.
– ¿Nunca le había dicho que ella era adoptada?
– Nunca se lo había dicho a nadie. Nunca, desde el día en que… la conseguí.
– ¿Y cómo reaccionó él a ese descubrimiento?
– Partió la pipa en dos. Dio un puñetazo contra la mesa. Me agarró por los hombros y me agitó violentamente. Me dijo que le había hecho perder todos esos años y que había causado graves daños a Sherry. Me dijo que ella no me importaba, que era una madre terrible, una persona muy egoísta… que mis comunicaciones eran perversas. ¡Que mis secreteos la habían hecho a ella lo que era! ¡Y siguió así, atacándome! Yo estaba inundada en lágrimas, traté de irme de su consulta, pero él se colocó en la puerta, impidiéndome salir, sin dejar de lanzarme insultos. Le amenacé con gritar. Sonrió y me dijo que adelante que lo hiciese, y que al día siguiente todo Palm Beach lo sabría. Y lo sabría Sherry. En el mismo momento en que yo saliese por la puerta, él la llamaría y le diría cómo la había engañado yo. Esto me hundió, por completo. Supe que sería la gota que colmaría el vaso entre nosotras. Le supliqué que no se lo contase, le supliqué que tuviera piedad. Él sonrió, regresó tras de su escritorio, encendió otra pipa. Se quedó allí, chupándola y mirándome como si yo fuera una basura. Yo gemía como un bebé. Finalmente, me dijo que reconsideraría lo que hacía, con la condición de que desde entonces, fuese honesta con él… completamente abierta. Y yo… yo se lo conté todo.
– ¿Qué fue, exactamente, lo que le contó?
– Que el padre era alguien desconocido, que la madre era una furcia que se había creído ser una actriz. Que había muerto poco después de que naciese la pequeña.
– ¿Siguió sin hablarle de Sharon?
– No. No.
– ¿No le preocupaba que Sherry le hablase de ella?
– ¿Y cómo iba a hablarle de algo que no sabía? Ya no la tenía en mente… de eso es algo de lo que estoy segura, porque jamás la mencionó, y cuando estaba enfadada bien que se ocupaba de echarme en cara todo lo demás.
– ¿Y si hubiese hojeado un viejo Libro Azul?
Negó con la cabeza.
– A Sherry no le gustaban los libros, no leía… nunca aprendió a leer correctamente. Fue algún tipo de bloqueo, que los tutores no pudieron superar.
– Pero, de todos modos, Kruse lo descubrió. ¿Cómo?
– No tengo ni idea.
Pero yo sí la tenía: encontrándose a su antigua paciente en una Jornada de Carreras de una universidad. Y averiguando que no era su antigua paciente, sino una copia de papel carbón, una copia de espejo.
– Me sangró durante años -prosiguió ella-. Espero que esté abrasándose en el fuego eterno.
– ¿Y por qué no le arregló ese asunto su hermano Billy?
– No… no lo sé. Se lo conté a Billy, y siempre me dijo que tuviera paciencia.
Me dio la espalda. Le serví más martini, pero no se lo bebió, se limitó a aferrar con más fuerza el vaso y enderezar su postura. Sus ojos se cerraron y su respiración se hizo más profunda. Tenía la tolerancia del alcohólico habitual, pero no pasaría mucho antes de que se quedase traspuesta. Estaba pensando mi siguiente pregunta para que causase el máximo impacto, cuando se abrió la puerta.
Dos hombres entraron en el solárium. El primero era Cyril Trapp con camisa de polo blanca, bien planchados tejanos de marca, zapatos de piel cara y una chaqueta negra Members'Only. El estilo casual de California, que era estropeado por la tensión en su rostro manchado de blanco y por el revólver de acero azulado que llevaba en su mano derecha.
El segundo hombre mantenía sus manos en los bolsillos mientras examinaba la habitación con el ojo experto de un detective profesional. Mayor que el otro, a mediados de los sesenta, alto y ancho, con grandes huesos almohadillados por prieta grasa. Vestía un traje tipo Oeste, color gamuza, camisa de seda marrón, corbata de tiras sujeta por un prendedor que era un gran topacio ahumado, botas de piel de lagarto color mantequilla de cacahuete y un sombrero de vaquero de paja. El tono de su piel hacía juego con el de las botas. Unos quince kilos más pesado que Trapp, pero con la misma mandíbula de hacha y delgados labios. Sus ojos se clavaron en mí. Su mirada era la de un naturalista estudiando algún espécimen raro, pero repugnante.
– Señor Hummel -dije-. ¿Qué tal van las cosas por Las Vegas?
No me contestó, simplemente movió los labios en el modo en que lo hacen los que usan dentadura postiza.
– ¡Cállate! -me dijo Trapp, apuntándome a la cara con la pistola-. Pon las manos en la nuca y no te muevas.
– ¿Amigos suyos? -le pregunté a Hope Blalock, quien negó con la cabeza. Sus ojos echaban chispas por el miedo.
– Estamos aquí para ayudarla, señora -dijo Hummel. Su voz era el bajo profundo de los malos de película, estropeada por el tabaco y la bebida, y por el aire del desierto.
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