Jack Higgins - El Aguila Emprende El Vuelo

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Liam Devlin se enfrenta a un reto casi imposible: rescatar al hombre que intentó matar a Churchill. 1943. El coronel Kurt Steiner ha sobrevivido a su arriesgado golpe de mano contra Churchill. Prisionero en un lugar secreto, se ha convertido en un rehén incómodo para los británicos… y en una baza apetecible para sectores de la jerarquía nazi.Hay que rescatar a Steiner, y sólo Liam Devlin puede hacerlo. Éste urdirá un plan sutil, imaginativo y muy peligroso. De principio a fin, el éxito de la operación penderá de un hilo, tan extremadamente fino que cualquier cosa puede romperlo.

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– Demasiado tarde, amigo mío. Como ya le he dicho antes, a estas alturas ya es demasiado tarde para evitar lo que nos espera.

– ¿Y qué dirá Himmler cuando se entere de que nos ha dejado marchar a todos?

– Oh, ya he pensado en eso. Un tirador tan excelente como usted no debería tener ninguna dificultad para meterme una bala en el hombro. Pero, eso sí, que sea en el izquierdo, y que sólo afecte a la carne, claro.

– ¡Jesús, mira que es usted un viejo zorro!

Schellenberg se alejó y luego se volvió hacia él. Devlin sacó la mano del bolsillo, sosteniendo la Walther. El arma tosió una vez y Schellenberg se tambaleó, llevándose la mano derecha al hombro herido. Había sangre entre sus dedos, pero él sonrió.

– Adiós, señor Devlin.

El irlandés subió al aparato y bajó la carlinga. Asa giró el avión y el Lysander rugió a lo largo de la playa, despegando. Schellenberg lo observó cobrar velocidad y perderse en el mar. Al cabo de un rato se volvió y, sosteniéndose todavía el hombro con la mano, se dirigió al camino que conducía de regreso a la base.

Lough Conn, en el condado de Mayo, no lejos de la bahía de Killala, en la costa oeste de Irlanda, tiene más de quince kilómetros de longitud. Aquella noche, cuando la luz del ocaso se desvanecía y la oscuridad iba descendiendo de las montañas, su superficie era como un gran cristal negro.

Michael Murphy se dedicaba a sus tareas agrícolas en el extremo sur del lough , pero aquel día se lo había pasado pescando y bebiendo poteen hasta que, en palabras de su vieja abuela, ya ni siquiera sabía dónde estaba. Empezó a llover con una repentina ráfaga de viento y él llevó las manos a los remos empezando a canturrear suavemente.

Escuchó un rugido,, sintió una ráfaga de aire y algo que más tarde sólo pudo describir como un enorme pájaro negro pasó a toda velocidad sobre su cabeza y poco después se desvaneció entre las sombras, al otro extremo del lough.

Asa efectuó un amerizaje perfecto sobre las tranquilas aguas, a pocos cientos de metros de la orilla, dejando caer el timón de cola en el último momento. Se deslizaron sobre la superficie hasta que se detuvieron y se quedaron allí. El agua empezó a entrar. Abrió la carlinga y sacó la bolsa inflable, que se hinchó en seguida.

– ¿Qué profundidad hay aquí? -le preguntó a Devlin.

– Unos setenta metros.

– Entonces, eso será suficiente agua para esconder el avión. Pobre y encantador aparato. Bien, pongámonos en marcha.

Saltó a la balsa, seguido por Steiner y Devlin. Se alejaron remando y luego se detuvieron y miraron hacia atrás. El Lysander hundió el morro bajo las aguas. Por un momento, sólo se vio la cola del avión, con la esvástica de la Luftwaffe. Después, eso también desapareció por debajo de la superficie del agua.

– Supongo que no había más remedio -dijo Asa.

Siguieron remando hacia la orilla, que ya estaba a oscuras.

– ¿Qué hacemos ahora, señor Devlin? -preguntó Steiner.

– Nos espera una larga caminata, pero disponemos de toda la noche para hacerla. Mi tía abuela Eileen O'Brien tiene una vieja granja situada por encima de la bahía de Killala. Allí no encontraremos más que amigos.

– ¿Y luego qué? -preguntó Asa.

– Eso sólo Dios lo sabe, hijo mío. Ya veremos -le dijo Liam Devlin.

La balsa tocó fondo en una pequeña playa. Devlin fue el primero en desembarcar, con el agua llegándole a la altura de la rodilla. Luego, arrastró la balsa hacia la orilla.

– Cead mile failte -dijo, tendiéndole una mano a Kurt Steiner.

– ¿Y qué significa eso? -quiso saber el alemán.

– Es irlandés -contestó Liam Devlin sonriéndole-. El idioma de los reyes. Significa cien mil bienvenidas.

Belfast

1975

16

Eran casi las cuatro de la madrugada. Devlin se levantó y abrió la puerta de la sacristía. Ahora, la ciudad estaba en calma, aunque se percibía el olor acre a humo. Empezaba a llover. Se estremeció y encendió un cigarrillo.

– No hay nada como una mala noche en Belfast.

– Dígame algo -le pregunté-. ¿Volvió a tener tratos alguna otra vez con Dougal Munro?

– Oh, sí -me contestó-. Varias veces con el transcurso de los años. Al viejo Dougal le gustaba la buena pesca.

Como siempre, me resultó difícil tomármelo en serio, así que lo volví a intentar.

– Está bien, ¿qué sucedió después? ¿Cómo se las arregló Dougal Munro para mantenerlo todo en secreto?

– Bueno, debe recordar que sólo Munro y Cárter sabían quién era realmente Steiner. Para el pobre teniente Benson, la hermana María Palmer y el padre Martin no era más que un prisionero de guerra, un oficial de la Luftwaffe.

– Pero ¿y Michael Ryan y su sobrina? ¿Y los Shaw?

– La Luftwaffe empezó a bombardear de nuevo Londres a principios de aquel año, en lo que se conoció como el pequeño blitz. Eso fue algo muy conveniente para la inteligencia británica.

– ¿Porqué?

– Porque las incursiones aéreas produjeron muertos, gentes como sir Maxwell Shaw y su hermana Lavinia, muertos en Londres durante un ataque de la Luftwaffe en enero del cuarenta y cuatro. Mire The Times de ese mes. Allí encontrará una esquela mortuoria.

– ¿Y Michael Ryan y Mary? ¿Y Jack y Eric Carver?

– Ellos no aparecieron en The Times, aunque terminaron en el mismo sitio, un crematorio del norte de Londres, convertidos en un par de kilos de cenizas grises, y sin necesidad de ser sometidos a autopsia. Todos ellos incluidos en las listas de víctimas de los bombardeos.

– Nada cambia -dije-. ¿Y qué fue de los demás?

– Canaris no duró mucho más tiempo. Algo más tarde, en ese mismo año, perdió el favor del Führer. Luego, en julio, se produjo el atentado contra la vida de Hitler. Canaris fue detenido, entre otros. Lo mataron durante la última semana de la guerra. Siempre se ha especulado sobre si Rommel estuvo involucrado o no en el atentado, pero el Führer creyó que lo estaba. No pudo soportar la idea de tener que revelar que el héroe del pueblo era un traidor a la causa nazi, de modo que a Rommel se le permitió la alternativa de suicidarse, con la promesa de que no se haría nada contra su familia.

– Qué bastardos fueron todos -dije.

– Todos sabemos lo que le ocurrió al Führer, enjaulado en su búnker hasta el final. Himmler intentó escapar. Se afeitó el bigote, y hasta se puso un parche en un ojo. Eso no le sirvió de nada. Cuando le atraparon, se tomó una cápsula de cianuro.

– ¿Y Schellenberg?

– Ése sí que fue un hombre, el viejo Walter. Al regresar, consiguió engañar a Himmler. Le dijo que nosotros le habíamos dominado. La herida le ayudó a corroborar su versión. Se convirtió en jefe de los servicios secretos combinados antes del fin de la guerra. Sobrevivió a todos. Cuando se llevaron a cabo los juicios por crímenes de guerra, lo único de lo que pudieron acusarle fue de haber sido miembro de una organización ilegal, las SS. En el juicio aparecieron toda clase de testigos que declararon en su favor, y entre ellos hubo incluso judíos. Sólo estuvo un par de años en prisión y luego lo dejaron en libertad. Murió en Italia en el cincuenta y uno…, de cáncer.

– Y eso es todo -dije yo.

Él asintió con un gesto.

– Nosotros salvamos la vida de Hider, ¿hicimos lo correcto? -Se encogió de hombros-. En aquellos momentos pareció tratarse de una buena idea, pero me imagino muy bien por qué han impuesto cien años de secreto sobre ese expediente.

Abrió la puerta de nuevo y echó un vistazo al exterior.

– ¿Y qué ocurrió después? -seguí preguntando yo-. Quiero decir, con usted, con Steiner y con Asa Vaughan. Sé que usted fue profesor en una universidad estadounidense después de la guerra, pero ¿qué ocurrió mientras tanto?

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