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Jack Higgins: El Aguila Emprende El Vuelo

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Jack Higgins El Aguila Emprende El Vuelo

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Liam Devlin se enfrenta a un reto casi imposible: rescatar al hombre que intentó matar a Churchill. 1943. El coronel Kurt Steiner ha sobrevivido a su arriesgado golpe de mano contra Churchill. Prisionero en un lugar secreto, se ha convertido en un rehén incómodo para los británicos… y en una baza apetecible para sectores de la jerarquía nazi.Hay que rescatar a Steiner, y sólo Liam Devlin puede hacerlo. Éste urdirá un plan sutil, imaginativo y muy peligroso. De principio a fin, el éxito de la operación penderá de un hilo, tan extremadamente fino que cualquier cosa puede romperlo.

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Jack Higgins El Aguila Emprende El Vuelo Prefacio A la una de la - фото 1

Jack Higgins

El Aguila Emprende El Vuelo

***
Prefacio A la una de la madrugada del sábado 6 de noviembre de 1943 Heinrich - фото 2

Prefacio

A la una de la madrugada del sábado 6 de noviembre de 1943, Heinrich Himmler, Reichsführer de las SS y jefe de la policía del Estado, recibió un sencillo mensaje: «El águila ha aterrizado. ». Eso significaba que una pequeña fuerza de paracaidistas alemanes, bajo el mando del Oberstleutnant Kurt Steiner, y ayudados por Liam Devlin, un pistolero del IRA, se encontraban en ese momento a salvo en Inglaterra, preparados para secuestrar al primer ministro británico, Winston Churchill, de la casa de campo situada en Norfolk donde se hallaba pasando un tranquilo fin de semana junto al mar. Al final de ese mismo día, y gracias a un enfrentamiento sangriento en el pueblo de Studley Constable, entre rangers estadounidenses y los alemanes, la misión terminó en un fracaso y Liam Devlin fue, aparentemente, el único superviviente. En cuanto a Kurt Steiner…

Londres-Belfast 1975

1

Había un Ángel de la Muerte situado en un rincón, con los brazos extendidos sobre un ornamentado mausoleo. Recuerdo eso muy bien porque alguien estaba practicando al órgano y la luz penetraba en el camposanto en franjas coloreadas a través de las vidrieras de colores. La iglesia no era especialmente antigua; había sido construida durante un período álgido de prosperidad victoriana, al igual que las casas altas que la rodeaban. Era la plaza de St. Martin. Una buena dirección, en otros tiempos. Ahora no era más que una zona destartalada y atrasada en Belsize Park, aunque eso sí, tranquila; un lugar por donde una mujer sola podía atreverse a caminar hasta la tienda de la esquina a medianoche con plena seguridad, y donde la gente sólo se metía en sus propios asuntos.

El piso situado en el número trece se hallaba al nivel de la calle. Mi agente me lo había prestado, tras obtenerlo de un primo que se había marchado seis meses a Nueva York. Era un tanto anticuado, pero cómodo, y a mí me venía muy bien. Yo estaba terminando una nueva novela y la mayoría de los días necesitaba acudir a la sala de lectura del Museo Británico.

Aquella tarde de noviembre, la tarde en que todo empezó, estaba lloviendo mucho. Poco después de las seis crucé las puertas de hierro y seguí el camino a través del bosque de monumentos góticos y lápidas. Tenía empapadas las hombreras de la gabardina, a pesar del paraguas, aunque eso no me importaba demasiado. A mí siempre me ha gustado la lluvia, la ciudad al anochecer, las calles húmedas perdiéndose en la oscuridad invernal, con la peculiar sensación de libertad que parecen contener. Y ese día las cosas habían salido bien en cuanto al trabajo, cuyo final estaba definitivamente próximo.

Ahora, el Ángel de la Muerte estaba más cercano, medio envuelto en sombras, a la media luz procedente de la iglesia, con los dos ayudantes de mármol montando guardia ante las puertas de bronce del mausoleo. Todo estaba como siempre, sólo que esta noche podría haber jurado que había una tercera figura que surgía de entre la oscuridad y avanzaba hacia mí.

Por un momento, sentí un escalofrío de verdadero miedo y luego, cuando la figura surgió a la luz, vi a una mujer joven, bastante pequeña, que llevaba una boina negra y una gabardina empapada. Sostenía un maletín en una mano. Su rostro era pálido, los ojos, oscuros, y la mirada era, de algún modo, ansiosa.

– ¿El señor Higgins? Es usted Jack Higgins, ¿verdad?

Era estadounidense, eso me pareció evidente. Respiré profundamente para tranquilizar mis nervios.

– En efecto. ¿Qué puedo hacer por usted?

– Tengo que hablar con usted, señor Higgins. ¿Podemos ir a alguna parte?

Vacilé, receloso, por toda clase de razones evidentes, de permitir que aquella situación llegara más lejos; y, sin embargo, me pareció que en aquella mujer había algo fuera de lo común. Algo a lo que uno no podía resistirse.

– Mi piso está situado al otro lado de la plaza -dije.

– Lo sé -asintió ella. Al ver que yo seguía vacilando, añadió-: No lo lamentará, créame. Tengo para usted una información de vital importancia.

– ¿Acerca de qué? -pregunté.

– De lo que ocurrió en realidad después de lo de Studley Constable. Oh, hay muchas cosas que usted no sabe.

Y eso fue más que suficiente. La tomé por el brazo y dije:

– Muy bien, protejámonos de esta condenada lluvia antes de que nos ahogue, y así podrá decirme a qué demonios viene todo esto.

El interior de la casa había cambiado muy poco y, desde luego, no había hecho nada en mi piso, donde el inquilino había vivido rodeado por una decoración victoriana, con muchos muebles de caoba, cortinas de terciopelo rojo en la ventana salediza y una especie de papel pintado chino, de colores dorado y verde, con profusión de pájaros. A excepción de los radiadores de la calefacción central, la única concesión a la vida moderna era una especie de fuego de gas en la chimenea que la hacía aparecer como si unos leños ardieran en una cesta de acero inoxidable.

– Es agradable -dijo la mujer volviéndose a mirarme. Pareció más pequeña de lo que había imaginado. Extendió la mano derecha de forma extraña, sosteniendo con firmeza el maletín con la otra mano-. Cohén -se presentó-. Ruth Cohén.

– Permítame esa gabardina -le dije-. La colocaré delante de uno de los radiadores.

– Gracias.

Trató de desatarse el cinturón con una sola mano y yo me eché a reír y le tomé el maletín.

– Permítame -dije, dejándolo sobre la mesa. Al hacerlo, vi sus iniciales grabadas en negro. La única diferencia era que, al final, decía: «Dra. en Fil.»-. ¿Doctora en filosofía? -pregunté.

Ella me sonrió ligeramente, al tiempo que se quitaba la gabardina.

«-Harvard, historia moderna.

– Eso es interesante -dije-. Prepararé algo de té, ¿o prefiere tomar café?

– Diez meses de curso para posgraduados en la universidad de Londres, señor Higgins. Definitivamente, prefiero el té.

Me dirigí a la cocina, donde puse a hervir el agua y preparé una bandeja. Encendí un cigarrillo mientras esperaba y, al volverme, la vi apoyada en el marco de la puerta, con los brazos cruzados.

– ¿Cuál fue el tema de su testó de doctorado? -le pregunté.

– Ciertos aspectos del Tercer Reich en la Segunda Guerra Mundial.

– Interesante, Cohén…, ¿es usted judía? -pregunté, volviéndome para preparar el té.

– Mi padre fue un judío alemán. Sobrevivió a Auschwitz y consiguió llegar a Estados Unidos, pero murió un año después de nacer yo.

No se me ocurrió decir otra cosa que el habitual- mente inadecuado:

– Lo siento.

Ella se me quedó mirando, inexpresiva, durante un momento, luego se volvió y regresó al salón. Yo la seguí con la bandeja, que dejé sobre una pequeña mesa de café, situada junto al fuego, y nos sentamos el uno frente al otro, en sendos sillones.

– Lo que explica su interés por el Tercer Reich -le dije, mientras le servía el té.

Ella frunció el ceño y aceptó la taza que le ofrecí.

– Sólo soy historiadora. No tengo ningún agravio que vengar. Mi obsesión particular es el Abwehr, el servicio alemán de inteligencia militar. Deseo descubrir por qué fueron tan buenos, y por qué fueron tan malos al mismo tiempo.

– ¿El almirante Wilhelm Canaris y sus alegres hombres? -pregunté, encogiéndome de hombros-. Yo diría que nunca puso verdadero empeño en su trabajo, aunque eso es algo que nunca sabremos, puesto que las SS lo ahorcaron en el campo de concentración de Flossenburg, en abril del cuarenta y cinco.

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