Carver se volvió y disparó contra ella, más como una acción refleja al escuchar el ruido de la bandeja al caer. Maxwell Shaw emitió un grito de rabia y se lanzó contra él. Carver volvió a disparar, alcanzándole dos veces casi a quemarropa.
Asa se había arrodillado junto a Lavinia. Levantó la mirada y dijo:
– Ha muerto.
– Se lo advertí, ¿verdad? -dijo Carver con el rostro contorsionado.
– Desde luego que lo hizo, señor Carver -le dijo Kurt Steiner.
Introdujo la mano en la bolsa abierta de Devlin, que estaba sobre la mesa, encontró la culata de la Walther con silenciador, la extrajo con un movimiento suave y disparó una sola vez. La bala alcanzó a Carver en el centro de la cabeza y se derrumbó de espaldas sobre el sillón.
– ¡Jack! -gritó Eric. – -Al avanzar un paso hacia su hermano, Devlin le sujetó por la muñeca y se la retorció, hasta que dejó caer el revólver al suelo. Luego, Eric retrocedió.
– Mataste a esa muchacha, ¿era eso lo que ibas a decirme antes? -preguntó Devlin.
Se inclinó hacia el suelo y tomó la escopeta de Maxwell Shaw, que éste había dejado antes junto al sillón. Eric estaba aterrorizado.
– Fue un accidente. Ella quería escapar y se cayó por la barandilla.
Las cortinas de las puertas cristaleras se agitaron por el viento y él salió a la terraza.
– Pero ¿qué fue lo que la hizo echar a correr? Ésa es la cuestión -dijo Devlin apartando las puertas de un manotazo.
– ¡No! -gritó Eric.
Devlin apretó los dos gatillos al mismo tiempo. El impacto levantó el cuerpo de Eric por encima de la balaustrada.
En Chernay ya eran casi las dos de la madrugada y Schellenberg estaba dormitando en la silla, en un rincón de la sala de radio, cuando Leber le llamó.
– Una llamada de Halcón, general.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Schellenberg acudiendo en seguida a su lado.
– Otra comprobación del estado del tiempo. Le he dicho lo mal que están las cosas aquí.
– ¿Y…?
– Un momento, general, vuelve a transmitir. -Escuchó con atención y levantó la mirada hacia él-. Dice que no está preparado para seguir esperando. Que se marcha ahora.
– Entonces dígale que buena suerte -asintió Schellenberg.
Se dirigió a la puerta, la abrió y salió. La niebla seguía llegando desde el mar, despiadadamente. Se subió el cuello del abrigo y empezó a caminar sin rumbo fijó a lo largo de la pista de aterrizaje.
Aproximadamente al mismo tiempo, Horst Berger estaba sentado junto a la ventana, en la habitación que le habían destinado en Belle Ile. Incapaz de conciliar el sueño, con la perspectiva de lo que su cedería al día siguiente como algo demasiado trascendental en su mente, estaba allí sentado, en la oscuridad, con la ventana abierta, escuchando la caída de la lluvia a través de la niebla. Se escuchó un golpe en la puerta, ésta se abrió y la luz entró en la habitación. En el rectángulo de luz apareció la sombra recortada de uno de los centinelas de servicio de las SS.
– ¿Sturmbannführer? -llamó con suavidad.
– Estoy aquí. ¿Qué sucede?
– El Reichsführer quiere verle. Le está esperando en sus habitaciones.
– Iré en cinco minutos -le dijo Berger y el hombre salió.
Cuando Berger llamó a la puerta y entró, Himmler estaba de pie en el salón de sus habitaciones, junto al fuego encendido en la chimenea y vistiendo su uniforme completo.
– Ah, es usted -dijo el Reichsführer, volviéndose hacia él.
– ¿.Reichsführer?
– Evidentemente, el Führer no puede dormir. Ha enviado a buscarme y me ha pedido que venga usted conmigo.
– ¿Cree el Reichsführer que esto tiene alguna importancia?
– No lo creo -contestó Himmler-. La salud del Führer ya hace algún tiempo que constituye un problema. Su incapacidad para dormir no es más que uno de sus muchos síntomas. Ha terminado por depender completamente, hasta un grado insólito, de las sustancias que le receta su médico personal, el profesor Morell. Desgraciadamente, desde el punto de vista del Führer, claro, Morell permanece en Berlín, mientras que él está aquí
– ¿Morell es entonces de una importancia tan vital? -preguntó Berger.
– Hay quienes le considerarían como un charlatán -dijo Himmler-. Por otro lado, el Führer no puede ser considerado como un paciente fácil.
– Comprendo, Reichsführer , pero ¿por qué se ha solicitado mi presencia?
– ¿Quién sabe? Será por algún capricho. -Himmler consultó su reloj-. Tenemos que estar en su suite dentro de quince minutos. Y con el Führer, el tiempo lo es todo, Berger. No podemos llegar ni un minuto más tarde, ni un minuto antes. Ahí, sobre la mesa, hay café recién hecho. Puede servirse una taza antes de que nos marchemos.
En el cobertizo de Shaw Place, todos esperaron mientras Devlin enviaba su mensaje por la radio. Se quitó los auriculares, apagó la radio y se volvió a Steiner y a Asa, que estaban allí de pie y, en medio de ambos, Dougal Munro, con las manos todavía atadas.
– Ya está -dijo Devlin-. Le he comunicado a Schellenberg que nos marchamos.
– Entonces, saquemos el avión -dijo Asa.
Munro permaneció junto a la pared mientras los tres empujaban el Lysander, sacándolo a la niebla. Lo hicieron rodar un poco, alejándolo del cobertizo. Asa levantó la carlinga y se puso el casco.
– ¿Qué hacemos con nuestro amigo del cobertizo? -preguntó Steiner.
– Él se queda -contestó Devlin.
– ¿Está seguro? -preguntó Steiner volviéndose a mirarle.
– Coronel, es usted un hombre agradable, expuesto a los caprichos de la guerra, y resulta que yo estoy de su lado en estos momentos, pero eso es una cuestión personal. No tengo la menor intención de entregar a la inteligencia alemana al jefe de la sección D del SOE. Y ahora ya pueden subir al avión y ponerlo en marcha. Volveré con ustedes dentro de un momento.
Al entrar en el cobertizo, Munro estaba medio sentado sobre la mesa, junto a la radio, forcejeando con la cuerda que le sujetaba las muñecas. Se detuvo en cuanto Devlin entró. El irlandés se sacó una pequeña navaja de bolsillo y abrió la hoja.
– A ver, brigadier, permítame.
Le cortó las cuerdas y le liberó. Munro se frotó las muñecas.
– ¿Qué significa esto?
– No se le habrá ocurrido pensar que yo iba a entregarle a usted a esos nazis bastardos, ¿verdad? Hubo un ligero problema durante un tiempo, debido a que Shaw le permitió verlo todo, pero ahora ya no queda nadie. Mi buen amigo Michael Ryan y su sobrina Mary, en Cable Wharf; los Shaw, aquí. Todos han muerto. Nadie puede salir perjudicado.
– Que Dios me ayude, Devlin. Nunca podré comprenderle.
– ¿Y por qué iba a comprenderme usted, brigadier, cuando ni siquiera yo mismo me comprendo la mayor parte de las veces? -Se escuchó el ruido del motor del Lysander al ponerse en marcha y Devlin se llevó un cigarrillo a los labios-. Ahora tenemos que marcharnos. Podría usted alertar a la RAF, pero ellos necesitarían tener una suerte de mil demonios para encontrarnos con esta niebla.
– Eso es cierto -asintió Munro.
Devlin encendió el cigarrillo.
– Por otro lado, también es posible que piense que a Walter Schellenberg se le ha ocurrido la idea correcta.
– Resulta extraño -comentó Munro-. En esta guerra ha habido momentos en que hubiera saltado de alegría ante la idea de que alguien pudiese asesinar a Hitler.
– En cierta ocasión, un gran hombre dijo que los hombres sensibles cambian a medida que pasa el tiempo. -Devlin se dirigió a la puerta-. Adiós, brigadier. No espero que volvamos a vernos.
– Le aseguro que desearía estar seguro de eso -dijo Munro.
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