– Qué maravilloso, Nell -dijo inclinándose para acariciar a la perra entre las orejas, al tiempo que la niebla volvía a espesarse y el viento amainaba.
Lo peor de todo, como no tardó en descubrir Devlin, fue salir de Londres, avanzando a marcha lenta en una hilera de tráfico que se movía a treinta o cuarenta kilómetros por hora.
– Esto es una verdadera pena -le comentó a Steiner.
– Supongo que llegaremos tarde a la cita, ¿verdad? -preguntó el coronel.
– Estaba previsto despegar a medianoche. Todavía no vamos tan mal.
– Será mejor que no se haga ilusiones con este tráfico, señor Devlin -dijo Munro desde atrás.
Devlin ignoró el comentario y continuó la lenta marcha. Una vez que hubieron conseguido cruzar Greenwich, el tráfico disminuyó mucho y pudo acelerar la marcha. Encendió un cigarrillo con una sola mano.
– Ahora ya vamos bien.
– Pues yo no cantaría victoria tan pronto -dijo Munro.
– Es usted un gran hombre para las frases hechas, brigadier -replicó Devlin-. ¿Qué le parece otro refrán? Quien ríe el último, ríe mejor.
Y, tras decir esto, aumentó la velocidad.
Los hermanos Carver, en el Humber, se encontraron exactamente con el mismo problema para salir de Londres y, además, Eric se equivocó al salir del centro de Greenwich y giró en dirección errónea. Antes de que se dieran cuenta habían recorrido cinco kilómetros en dirección contraria. Fue Jack el que lo advirtió, sacando el libro de mapas y comprobando la carretera que seguían.
– Es condenadamente sencillo. De Greenwich a Maidstone, y de Maidstone a Ashford. Desde allí tomas la carretera a Rye y a mitad de camino giramos hacia Charbury.
– Pero en estos tiempos apenas si queda en pie una señal de tráfico, lo sabes muy bien, Jack -dijo Eric.
– Sí, claro, estamos en guerra, ¿verdad? Así que continuemos nuestro camino.
Jack Carver volvió a reclinarse en el asiento, buscando una buena posición, y cerró los ojos, disponiéndose a descabezar un sueñecito.
Tanto en la Luftwaffe como en la RAF había una escuela de pensamiento según la cual se recomendaba aproximarse a una costa enemiga por debajo del alcance de las pantallas de radar, siempre y cuando se tratara de misiones importantes. Asa recordó haberlo intentado así con su viejo escuadrón, durante la guerra ruso-finesa, apareciendo desde el mar, a baja altura, para pillar a los rojos por sorpresa. Todo eso estaba muy bien para las maniobras de manual, pero nadie había contado con la presencia de la marina rusa. Eso les había costado cinco aviones.
Así pues, siguió un curso hacia Dungeness, lo que le permitió avanzar en línea recta a lo largo del canal. Tuvo que afrontar fuertes vientos cruzados, y eso le retrasó un poco, pero fue un vuelo bastante monótono y todo lo que tuvo que hacer fue comprobar el curso para no sufrir graves desplazamientos. Se mantuvo a ocho mil pies de altura durante la mayor parte del trayecto, bastante por encima de los bancos de niebla, permaneciendo alerta por si detectaba la presencia de otros aviones.
Cuando se produjo lo que temía pilló por sorpresa hasta a un piloto experimentado como él. El Spitfire que surgió de la niebla giró y se situó a estribor, adaptándose a su velocidad. Desde allí, la visibilidad era buena gracias a la luna creciente y Asa pudo ver con claridad al piloto del Spitfire, sentado en la carlinga, con el casco y los anteojos puestos. El estadounidense levantó una mano y le saludó.
Una voz alegre sonó como un crujido en su radio.
– Hola, Lysander, ¿en qué andas metido?
– Lo siento -contestó Asa-. Escuadrón de servicios especiales operando desde Tempsford.
– Eres yanqui, ¿verdad?
– Sí, pero en la RAF -le dijo Asa.
– Lo vi en la película, amigo. Terrible. Lleva cuidado.
El Spitfíre giró hacia el este, cobró velocidad y desapareció en la distancia.
– Eso es lo que sucede por vivir correctamente, amigo, que se confía en todo el mundo -comentó Asa en voz baja.
Picó hacia la niebla hasta que el altímetro le indicó que se hallaba a mil pies de altura. Luego giró hacia Dungeness y las marismas de Romney.
Shaw ya había comido e ingerido una cantidad considerable de whisky. Estaba derrumbado sobre la silla, junto al fuego encendido en la chimenea del salón, con la escopeta en el suelo, cuando Lavinia entró.
– Oh, Max -exclamó-. ¿Qué voy a hacer contigo?
Él se agitó un poco al notar la mano de ella sobre su hombro. Levantó la mirada hacia su hermana.
– Hola, muchacha. ¿Va todo bien?
Ella se dirigió hacia las puertas de cristal y abrió las ventanas. La niebla seguía siendo muy espesa. Cerró las cortinas y regresó junto a su hermano.
– Voy a ir al cobertizo, Max. Ahora ya debe de estar cerca. Me refiero al avión.
– Muy bien, muchacha.
Shaw se cruzó de brazos y giró la cabeza, volviendo a cerrar los ojos, y ella abandonó todo intento por mantenerle despierto. Se dirigió al estudio y bajó apresuradamente las antenas de la radio, colocándolo todo en la caja. Al abrir la puerta delantera de la casa, Nell se escabulló, junto a ella, y ambos se dirigieron hacia el prado sur.
Permaneció junto al cobertizo, aguardando y escuchando. No se oía nada; la niebla parecía envolverlo todo. Entró y encendió la luz. Junto a la puerta había un banco de trabajo. Colocó la radio sobre él y volvió a extender las antenas, fijándolas a la pared y sujetándolas en viejos clavos oxidados. Se colocó los auriculares, encendió la frecuencia de voz tal como Devlin le había enseñado y escuchó inmediatamente la voz de Asa Vaughan.
– Halcón, ¿me recibe? Repito, ¿me recibe?
Eran las once cuarenta y cinco y el Lysander sólo estaba a unos ocho kilómetros de distancia. Lavinia se quedó de pie a la entrada del cobertizo, mirando hacia arriba, sosteniendo los auriculares con una mano contra la oreja izquierda. No se escuchó ningún otro sonido procedente del avión.
– Le recibo, Lysander. Le recibo.
– ¿Cuáles son las condiciones en su nido? – pregunto la voz de Asa acompañada por crujidos de estática.
– Niebla espesa. Visibilidad, cincuenta metros. Ráfagas ocasionales de viento. Calculo una fuerza de cuatro a cinco. Sólo aclara la situación de forma intermitente.
– ¿Ha colocado sus marcadores? -preguntó él.
Ella lo había olvidado por completo.
– Oh, Dios mío, no. Déme unos minutos.
Se quitó los auriculares, tomó la bolsa con las lámparas de bicicleta y echó a correr hacia el prado. Situó tres de las lámparas en forma de L invertida, con el cruce en el extremo por donde soplaba el viento. Encendió las lámparas de modo que los rayos se dirigieran hacia el cielo. Luego echó a correr hacia un punto situado a unos doscientos metros a lo largo del prado, seguida de cerca por Nell, y allí colocó otras tres lámparas.
Estaba jadeando con fuerza cuando regresó al cobertizo y tomó los auriculares y el micrófono.
– Aquí Halcón. Marcadores colocados.
Se quedó junto a la puerta del cobertizo, mirando hacia arriba. Pudo escuchar con claridad el sonido del motor del Lysander. Pareció pasar a pocos cientos de metros de distancia, para luego alejarse.
– Aquí Halcón – llamó-. Le escucho. Ha pasado directamente por encima.
– No puedo ver nada -replicó Asa-. Esto no está bien.
En ese momento, sir Maxwell Shaw apareció, surgiendo de la oscuridad. No llevaba puesto ni impermeable, ni sombrero, y estaba bastante borracho, ya que habló atropellada y entrecortadamente.
– Ah, estás ahí, muchacha, ¿va todo bien?
– No, las cosas no van bien.
– Seguiré volando en círculos -dijo Asa-. Por si acaso cambian las condiciones.
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