Jack Higgins - El Aguila Emprende El Vuelo

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El Aguila Emprende El Vuelo: краткое содержание, описание и аннотация

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Liam Devlin se enfrenta a un reto casi imposible: rescatar al hombre que intentó matar a Churchill. 1943. El coronel Kurt Steiner ha sobrevivido a su arriesgado golpe de mano contra Churchill. Prisionero en un lugar secreto, se ha convertido en un rehén incómodo para los británicos… y en una baza apetecible para sectores de la jerarquía nazi.Hay que rescatar a Steiner, y sólo Liam Devlin puede hacerlo. Éste urdirá un plan sutil, imaginativo y muy peligroso. De principio a fin, el éxito de la operación penderá de un hilo, tan extremadamente fino que cualquier cosa puede romperlo.

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– ¿Cree que eso funcionará? -preguntó Schellenberg.

– ¿Incertidumbre por su parte y a estas alturas, general?

– No, en realidad, no. Mire, los aliados han dejado una cosa bien clara. No negociarán la paz. Exigen rendición incondicional. Eso es lo último que podría permitirse Himmler.

– Sí, y eso significa que uno dé estos días se encontrará con la soga que le está esperando.

– Y quizá también a mí. Después de todo, soy un general de las SS -dijo Schellenberg.

– No se preocupe, Walter -dijo Devlin con una sonrisa-. Si terminan encerrándole en una prisión iré a buscarle y lo liberaré. Y ahora, pongámonos en marcha.

El mariscal de campo Erwin Rommel y el almirante Canaris habían salido de Rennes a las cinco de la mañana en una limusina Mercedes conducida, por razones de seguridad, por el ayudante de Rommel, el mayor Cari Ritter. Su única escolta eran dos motociclistas de la policía militar, que abrían paso siguiendo las curvas de las estrechas carreteras francesas con las primeras horas del amanecer.

– Es evidente que la única razón por la que nos ha convocado a una hora tan ridícula ha sido para tenernos en desventaja -dijo Canaris.

– Al Führer le encanta tenernos a todos en desventaja, almirante -dijo Rommel-. Creía que ya había aprendido usted eso hacía tiempo.

– Me pregunto qué andará tramando -dijo Canaris-. Sabemos que va a confirmarle a usted en su nombramiento como comandante del grupo de ejércitos B, pero podría haberle pedido que volara a Berlín para eso.

– Exactamente -asintió Rommel-. Además de que hay teléfonos. No, creo que se trata del asunto de Normandía.

– Seguramente podremos hacerle comprender el sentido que hay detrás de eso -dijo Canaris-. El informe que le hemos presentado es bastante concluyente.

– Sí, pero, desgraciadamente, el Führer favorece la idea del paso de Calais, lo mismo que su astrólogo.

– ¿Y que tío Heini? -sugirió Canaris.

– Himmler siempre se muestra de acuerdo con el Führer, y eso lo sabe usted tan bien como yo. -En lo alto, a través de un hueco en la lluvia, vieron Belle Ile-. Impresionante -añadió Rommel.

– Sí, es una vista muy wagneriana -admitió Canaris secamente-. Es como el castillo situado en el fin del mundo. Eso es algo que debe de gustarle al Führer. Él y Himmler deben de estar disfrutando.

– ¿Se ha preguntado alguna vez cómo ocurrió, almirante? ¿Cómo hemos llegado a permitir que esa clase de monstruos llegaran a controlar los destinos de millones de personas? -preguntó Erwin Rommel.

– Sí, eso es algo que me pregunto cada uno de los días de mi vida -contestó Canaris.

El Mercedes tomó una curva, saliendo de la carretera principal, y empezó a subir hacia el castillo, con los motociclistas delante.

15

Eran poco más de las seis y el capitán Erich Kramer, al mando del decimosegundo destacamento de paracaidistas, estacionado en St. Aubin, estaba tomando café en su despacho cuando escuchó el motor de un vehículo que acababa de entrar en el patio de la granja. Se acercó a la ventana y vio un Kubeltvagen, con el toldo de lona puesto para protegerse de la lluvia. Asa fue el primero en bajar del vehículo, seguido por Schellenberg y Devlin.

Kramer los reconoció al instante, recordando su última visita, y frunció el ceño.

– ¿Y qué demonios querrán ahora? -se preguntó en voz baja.

Fue entonces cuando Kurt Steiner bajó del vehículo. Como no tenía gorra, le había tomado prestada al sargento de vuelo Leber una de la Luftwaffe. Era una gorra de tela, habitualmente conocida como schiff, que constituía una afectación para muchos de los miembros antiguos del regimiento paracaidista. Permaneció allí de pie, bajo la lluvia, con su chaqueta de vuelo azulgrisácea y las insignias de color amarillo en el cuello, pantalones de salto y botas. Kramer observó la Cruz de Caballero con hojas de roble, el águila plateada y dorada de los paracaidistas, las insignias de participación en la campaña de Creta y en el Afrika Korps. Le reconoció, desde luego. Era una leyenda para todos los miembros del regimiento paracaidista.

– Oh, Dios mío -murmuró. Tomó su gorra y abrió la puerta, abotonándose la chaqueta-. Coronel Steiner…, señor. -Hizo entrechocar sus talones y saludó, ignorando a los demás-. No puede imaginarse el honor que esto representa.

– Es un placer. El capitán Kramer, ¿verdad? -Steiner observó las insignias de Kramer, con la cinta por la guerra de invierno-. ¿De modo que somos viejos camaradas?

– Sí, coronel.

Algunos paracaidistas habían salido de la cantina, sintiendo curiosidad por los recién llegados. Al ver a Steiner, todos se pusieron firmes.

– Descansen, muchachos -dijo el coronel. Luego, volviéndose a Kramer, le preguntó-: ¿De qué fuerza dispone aquí?

– Sólo treinta y cinco hombres, coronel.

– Bien -le dijo Steiner-. Voy a necesitarles a todos, incluido usted, claro, de modo que protejámonos un poco de esta lluvia y le explicaré la situación.

Los treinta y cinco hombres del duodécimo destacamento de paracaidistas formó en cuatro hileras bajo la lluvia, en el patio de la granja. Llevaban puestos los cascos de acero peculiares del regimiento paracaidista, los pantalones bombachos de salto, y la mayoría de ellos portaban pistolas ametralladoras Schmeisser colgadas en cruz sobre el pecho. Permanecieron firmes y rígidos, mientras Steiner se dirigía a ellos, acompañado a un lado por Kramer, mientras Schellenberg, Devlin y Asa Vaughan permanecían detrás.

Steiner no se molestó en preámbulos y fue directamente al grano.

– Muy bien, muchachos. El Führer encontrará la muerte dentro de muy poco a manos de elementos traidores de las SS. Nuestro trabajo consiste en impedirlo. ¿Alguna pregunta?

Nadie dijo una sola palabra, y sólo se escuchó el sonido de la lluvia al caer. Steiner se volvió hacia Kramer.

– Que se preparen, capitán.

– Zu Befehl, Herr Oberst -saludó Kramer.

Steiner se volvió hacia los otros.

– ¿Dispondrán de tiempo suficiente con quince minutos? -preguntó.

– Y luego llegará usted como una columna de panzers -elijo Schellenberg-. Tendremos que darnos prisa.

El y Asa subieron al Kugelwagen. Devlin, con el sombrero negro ladeado sobre una oreja y la trinchera militar robada del Club del Ejército y la Marina, en Londres, que ya estaba empapada, le dijo a Steiner:

– En cierto modo, da la impresión de que ya hemos pasado antes por esto.

– Lo sé y vuelve a plantearse la misma y vieja pregunta: ¿jugamos nosotros el juego, o es el juego el que nos maneja?

– Confiemos en que tengamos mejor suerte que la última vez, coronel.

Devlin le sonrió, subió al asiento trasero del vehículo y éste partió, con Asa al volante.

En el chateau de Belle Ile, Rommel, Canaris y el mayor Ritter subieron los escalones que conducían a la entrada principal. Uno de los dos guardias de las SS abrió la puerta y entraron. Parecía haber guardias por todas partes.

– Esto casi parece una convención de fin de semana de las SS -le comentó Rommel a Canaris mientras se desabrochaba el abrigo-, como solían hacer en Baviera en los viejos tiempos.

Berger bajó en ese momento la escalera y avanzó hacia ellos.

– Herr almirante.,., herr mariscal de campo, es un gran placer. Soy el Sturmbannführer Berger, responsable de la seguridad.

– Mayor -dijo Rommel con una leve inclinación de cabeza.

– El Führer ya está esperando en el comedor. Ha pedido que nadie lleve armas en su presencia.

Rommel y Ritter se quitaron las pistolas que llevaban al cinto.

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