Al llegar al pie de los escalones que conducían a la puerta principal aparecieron más guardias de las SS, procedentes del cuerpo de guardia situado a la derecha. Steiner se sacó la granada de mano de la bota y la arrojó hacia el centro del grupo, luego saltó del vehículo y empezó a subir los escalones. Detrás de él, los paracaidistas saltaron de los transportes y le siguieron al asalto, disparando a través del patio contra los guardias de las SS que seguían apareciendo.
– ¿Se atreve usted a acercarse a mí de ese modo, empuñando un arma??-preguntó Hitler mirando a Berger con ojos enfurecidos.
– Lamento mucho tener que decírselo, mi Führer, pero ha llegado su hora. La suya, la del mariscal de campo Rommel y la del almirante. -Berger sacudió la cabeza con un gesto de pesar-» Ya no podemos permitir la presencia de ninguno de ustedes.
– No puede usted matarme, estúpido -le dijo Hitler-. Eso es imposible,
– ¿De veras? -preguntó Berger-. ¿Y por qué lo cree así?
– Porque no es mi destino el morir aquí -le con testó Hitler con serenidad-. Porque Dios está de mi lado.
Desde alguna parte, en la distancia, llegó hasta ellos el sonido de unos disparos. Berger medio se giró para mirar hacia la puerta y el mayor Ritter se puso en pie de un salto, le arrojó el maletín que tenía sobre la mesa y echó a correr hacia la puerta.
– ¡Guardias! -gritó.
Uno de los guardias de las SS disparó su Schmeisser, alcanzándole varias veces en la espalda.
– Señor Devlin -dijo Schellenberg en voz baja.
La mano de Devlin encontró la culata de la Walther con silenciador, que llevaba metida en la cintura, a la espalda. Su primera bala alcanzó en la sien al hombre que acababa de matar a Ritter; la segunda alcanzó al otro SS en el corazón. Berger se lanzó de un salto hacia él, con la boca abierta, emitiendo un terrible grito de rabia; la tercera bala de Devlin le alcanzó justo entre los ojos.
Devlin se le acercó y lo miró, sosteniendo aún la Walther.
– No quisiste hacerme caso, hijo, pero ya te dije que necesitabas buscarte una clase de trabajo diferente.
Detrás de él, las puertas se abrieron de golpe y Kurt Steiner irrumpió en la sala a la cabeza de sus hombres.
Cuando Schellenberg llamó y entró en la habitación de Himmler, encontró al Reichsführer de pie ante la ventana. Comprendió en seguida que Himmler estaba dispuesto a defenderse con argumentos descarados.
– Ah, ya está aquí, general. Ha sido una situación de lo más desgraciada. Se refleja terriblemente en todos los que formamos parte de las SS. Gracias a Dios, el Führer considera la abominable traición de Berger como un acto individual.
– Afortunadamente para todos nosotros, Reichsführer.
– ¿Y la llamada anónima que recibió usted? -preguntó Himmler, sentándose-. ¿No tiene ninguna idea de quién pudo tratarse?
– Me temo que no…
– Es una pena. Sin embargo… -Himmler miró su reloj-. El Führer quiere marcharse al mediodía y yo debo volar con él de regreso a Berlín. Canaris vendrá con nosotros. En cuanto a Rommel, ya se ha marchado.
– Comprendo -dijo Schellenberg.
– Antes de marcharse, el Führer quiere verle a usted y a los otros tres. Creo que tiene la intención de condecorarles.
– ¿Condecorarnos? -preguntó Schellenberg.
– El Führer nunca va a ningún sitio sin llevar condecoraciones consigo, mi general. Vaya a donde vaya, siempre guarda una buena reserva en su maleta personal. Cree en la necesidad de recompensar los servicios leales, y yo también.
– Reichsführer.
Schellenberg se volvió hacia la puerta y Himmler añadió:
– Hubiera sido mejor para todos nosotros que este desgraciado asunto no hubiese ocurrido nunca. ¿Me comprende, general? Rommel y Canaris tendrán cerradas las bocas, y en cuanto a esos paracaidistas, será fácil manejarlos. Un traslado al frente ruso dará buena cuenta de ellos.
– Comprendo, Reichsführer -dijo Schellenberg con recelo.
– Lo que, desde luego, nos deja con Steiner, el Háuptsturmführer Vaughan y ese hombre, Devlin. Tengo la sensación de que todos ellos podrían resultar un inconveniente, con lo que estoy seguro estará usted de acuerdo.
– Si el Reichsführer está sugiriendo… -empezó a decir Schellenberg.
– Nada -le interrumpió Himmler-. No estoy sugiriendo nada. Simplemente, dejo la cuestión a su buen criterio.
Era poco antes del mediodía cuando Schellenberg, Steiner, Asa y Devlin esperaban en la biblioteca del castillo. Se abrió la puerta y entró el Führer, seguido por Canaris y Himmler, que llevaba una pequeña cartera de cuero.
– Caballeros -dijo Hitler.
Los tres oficiales se pusieron firmes y Devlin, que había estado sentado junto a la ventana, se puso en pie de mala gana. Hitler hizo un gesto de asentimiento hacia Himmler, quien abrió una caja que estaba llena de condecoraciones.
– Para usted, general Schellenberg, la Cruz Alemana en oro, y también para usted, Háuptsturmführer Vaughan. -Les puso las condecoraciones sobre las guerreras y se volvió a Steiner-. Usted, coronel Steiner, ya tiene la Cruz de Caballero con hojas de roble. Ahora le concedo las espadas.
– Gracias, mi Führer – contestó Kurt Steiner con un considerable tono de ironía en su voz.
– En cuanto a usted, señor Devlin -dijo el Führer, volviéndose hacia el irlandés-. La Cruz de Hierro de primera clase.
A Devlin no se le ocurrió nada que decir, aunque reprimió un alocado deseo por echarse a reír en el momento en que el Führer le colocó la medalla sobre la chaqueta.
– Cuentan ustedes con mi gratitud, caballeros, y con la gratitud del pueblo alemán -les dijo Hitler.
Luego se dio media vuelta y salió, seguido de cerca por Himmler. Canaris se quedó un momento junto a la puerta.
– Ha sido una mañana de lo más instructiva, pero yo, en su lugar, llevaría cuidado a partir de ahora, Walter.
La puerta se cerró.
– ¿Y ahora, qué? -preguntó Devlin.
– El Führer regresará inmediatamente a Berlín -dijo Schellenberg-. Canaris y Himmler le acompañarán.
– ¿Y qué pasará con nosotros? -preguntó Asa Vaughan.
– En ese aspecto tenemos un pequeño problema. El Reichsführer ha dejado bien claro que no quiere a ninguno de los tres en Berlín. En realidad, no los quiere en ninguna parte.
– Comprendo -dijo Steiner-. ¿Se supone que debe usted encargarse de nosotros?
– Algo así.
– El viejo cabrón -exclamó Devlin.
– Claro que hay un Lysander esperando en la playa, en Chernay -dijo Schellenberg-. Leber ya habrá revisado el motor y lo habrá repostado.
– Pero ¿a dónde demonios podemos ir? -preguntó Asa Vaughan-. Acabamos de salir de Inglaterra por los pelos y Alemania es, desde luego, un lugar demasiado caliente para nosotros.
Schellenberg le dirigió una mirada interrogativa a Devlin, y el irlandés se echó a reír al comprender.
– ¿Ha estado alguna vez en Irlanda? -le preguntó a Vaughan.
Hacía frío en la playa y la marea estaba bastante más alta que aquella mañana, pero aún quedaba un amplio espacio para despegar.
– Lo he comprobado todo -informó el sargento de vuelo Leber a Asa-. No debería tener ningún problema, Háuptsturmführer.
– Y ahora, sargento de vuelo, puede usted regresar al campo de aterrizaje -dijo Schellenberg-. Yo le seguiré más tarde.
Leber saludó y se alejó. Schellenberg estrechó las manos de Steiner y Asa.
– Caballeros, les deseo buena suerte. -Ambos subieron al Lysander, y él se volvió hacia Devlin-. Es usted un hombre verdaderamente notable.
– Véngase con nosotros, Walter -le dijo Devlin-. Aquí ya no tiene nada que hacer.
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