LA ÚNICA LUZ, EN LA GRAN HABITACIÓN DE LA ENORME CASA de la playa, era el brillo de la espaciosa cocina situada a uno de los lados, como una cueva iluminada en la creciente penumbra. Amatheon y Adair se encontraban en medio de ese resplandor dominados por el pánico. Medían algo más del metro ochenta; las modernas camisetas dejaban ver sus amplios hombros y sus desnudos brazos, perfectamente musculados gracias a siglos de entrenamiento con las armas. El pelo castaño claro de Adair, casi de color miel, estaba atado y trenzado en un complicado nudo entre sus omóplatos; suelto, le llegaría hasta los tobillos. El pelo de Amatheon era de un profundo rojo cobre, y tan rizado, que la cola de caballo que le llegaba hasta las rodillas parecía estar hecha de espuma roja cuando se agachó para abrir el horno que pitaba. Llevaban faldas escocesas en vez de pantalones, y no se tenía la oportunidad de ver muy a menudo a guerreros inmortales de más de metro ochenta, aterrorizados por una cocina, con cacerolas en las manos y el horno abierto mientras miraban su contenido totalmente desconcertados. Era un tipo de pánico muy especial y encantador.
Galen me dejó en el suelo suavemente, pero con rapidez, caminando a zancadas hacia la cocina para salvar la comida de manos de sus bienintencionados aunque inútiles pinches. Lo cierto era que, aunque no se estaban retorciendo las manos, su lenguaje corporal decía bien a las claras, que si hubieran podido escaparse sin que los tacharan de cobardes, lo habrían hecho.
Galen entró en la refriega con toda tranquilidad y pleno control. Le gustaba cocinar , y se llevaba bien con los utensilios modernos porque había visitado el mundo exterior a menudo durante toda su vida. Los otros dos hombres sólo hacía un mes que habían salido del mundo de las hadas. Galen tomó la cacerola de manos de Adair y la volvió a poner sobre el fogón pero a un fuego más bajo. Consiguió un paño de cocina y esquivando la cascada de pelo de Amatheon comenzó a sacar los pasteles del horno. En poco tiempo todo estaba bajo control.
Amatheon y Adair se quedaron junto al resplandor de la cocina con aspecto abatido y aliviado.
– Por favor, no nos vuelvas a dejar a cargo de la comida -dijo Adair.
– Puedo cocinar en una fogata si hay que hacerlo -comentó Amatheon-, pero hacerlo en estos artilugios modernos es demasiado complicado.
– ¿Cualquiera de vosotros sería capaz de asar unos filetes a la parrilla? -preguntó Galen.
Se miraron el uno al otro.
– ¿Quieres decir sobre una hoguera? -preguntó Amatheon.
– Sí, con unas rejillas sobre el fuego donde apoyar la carne, pero con llamas de verdad y al aire libre.
Los dos asintieron.
– Eso podemos hacerlo -parecieron aliviados al decirlo, aunque Adair, rápidamente, añadió… -Pero Amatheon es mejor cocinero que yo.
Galen sacó una bandeja de la nevera, le quitó el plástico que la envolvía, y se la dio a Amatheon.
– Los filetes ya están en adobo. Todo lo que tienes que hacer es preguntarle a cada uno cómo le gusta la carne.
– ¿Cómo que cómo le gusta? -preguntó él.
– Vuelta y vuelta, poco hecha, hecha, o como una suela de zapato -aclaró Galen, intentando muy sabiamente explicárselo de una forma escueta a los hombres. La última vez que cualquiera de ellos había estado fuera del mundo feérico fue cuando Enrique era el Rey de Inglaterra. Y realmente fue una muy breve incursión en el mundo humano antes de volver a la única vida que habían conocido. Habían sufrido un mes de cocinas modernas y sin tener criados que les hicieran el trabajo pesado. Lo estaban haciendo mejor que algunos de los otros quiénes eran totalmente nuevos en el mundo humano. Mistral era, desafortunadamente, el que peor lo llevaba para adaptarse a la América moderna. Ya que él era uno de los padres de mis bebés, eso era un problema, pero no estaba aquí esta noche, aunque no le gustaba salir del recinto amurallado de la casa de Holmby Hills [14], a la que llamábamos hogar. Amatheon, Adair, y muchos de los otros guardias lo llevaban mejor, lo que resultaba menos frustrante para el resto de nosotros, lo cual era fantástico.
Hafwyn se unió a Galen en la cocina. Su larga trenza rubia se movía contra su espalda al ritmo de sus pasos. Comenzó a recoger cosas que él le pasaba, y a alcanzarle otras, como si ya tuviera práctica en hacerlo. ¿Hafwyn también había estado ayudando en la cocina? Como sanadora, no tenía el deber de hacer guardia, y como sanadora pensábamos que no era buena idea que se dedicara a algo más que no fuera la sanación. Pero como ella curaba imponiendo las manos, ningún hospital o médico la admitiría. La sanación mágica todavía estaba considerada como un fraude en los Estados Unidos. Demasiados charlatanes durante los siglos anteriores habían conseguido que la ley no dejara demasiado campo de acción a los auténticos sanadores.
Rhys estaba todavía junto a mí en la penumbra de la enorme sala de estar, pero Doyle y Frost habían atravesado la habitación hasta llegar al comedor, con su enorme mesa de madera clara que relucía a la luz de la luna. Destacaban contra la gigantesca cristalera que se asomaba directamente sobre el océano. Había una tercera silueta de pie, unos treinta centímetros más alta que ellos. Barinthus medía alrededor de dos metros diez y era el sidhe más alto con el que yo me había encontrado alguna vez. Se inclinaba hacia los hombres más bajos, y sin oír ni una palabra, yo sabía que ellos le estaban pasando el parte de todos los acontecimientos del día. Barinthus había sido el mejor amigo de mi padre y su consejero. La reina le había temido tanto por ser un hacedor de reyes como un posible rival al trono. Sólo le habían permitido unirse a la Corte Oscura después de hacerle jurar que nunca intentaría gobernarla. Pero ya no estábamos en la Corte Oscura, y por primera vez yo estaba viendo lo que mi tía Andais podría haber visto. Los hombres le informaban y le pedían consejo. Incluso Doyle y Frost lo hacían. Era como si le rodeara un aura de mando que ninguna corona, título, o linaje le podría conferir. Simplemente era el núcleo central, alrededor del cuál, la gente se reunía. Ni siquiera estaba segura de que los otros sidhes fueran conscientes de lo que hacían.
Barinthus llevaba el pelo suelto, largo hasta los tobillos, derramándose a su alrededor como una cortina de agua, ya que en su pelo se reflejaba cada matiz que el océano podía ofrecer, desde el azul más oscuro al tropical azul turquesa, pasando por un color gris tormenta y todos los tonos posibles entre medio. No podías apreciar el extraordinario juego de colores con la poca luz que llegaba a través de los ventanales sólo iluminados por el resplandor de la luna, pero incluso en la semioscuridad y la escasa luz disponible se podía ver cómo su pelo se movía y ondulaba, dando la sensación de estar hecho de agua en movimiento. Realmente cubría todo su cuerpo, de forma que poco podía decir de la ropa que llevaba.
Vivía en la casa de la playa para estar cerca del océano, y parecía que cuanto más tiempo pasaba junto a él, más poderoso y seguro de sí mismo se volvía. En un tiempo pasado fue Mannan Mac Lir, y todavía había en él un dios del mar intentando aflorar. Era como si el océano le hubiera devuelto los poderes que el mundo de las hadas le había arrebatado, al contrario que la mayoría de los sidhe, que los habían perdido al abandonar el mundo feérico.
Rhys me rodeó los hombros con un brazo y susurró…
– Incluso Doyle le trata como a un superior.
Asentí.
– ¿Crees que Doyle se da cuenta?
Rhys me besó en la mejilla, consiguiendo controlar su poder para que el beso resultara agradable y no avasallador.
– Creo que no.
Me giré y le miré; sólo era unos quince centímetros más alto que yo, así que teníamos un contacto visual casi directo.
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