Fidelma dio un respingo cuando Eadulf le apretó, de pronto, el hombro. Se dio la vuelta con intención de reñirle por asustarla, cuando vio que tenía un dedo sobre los labios. Eadulf señaló con la cabeza hacia las escaleras.
Con toda claridad, oyeron a alguien moviéndose por la habitación de abajo.
Fidelma se incorporó.
– Preparaos -lo avisó.
Oyeron pasos subiendo las escaleras. Primero se asomó la punta de una espada y luego vieron la cabeza. Era Donndubháin.
El joven presunto heredero de Cashel los miró con sorpresa.
– ¿Qué estáis haciendo? -les preguntó, tras asimilar la inesperada presencia, y luego subió los últimos escalones envainado la espada-. Me había parecido oír…
Se quedó estupefacto al ver el cuerpo de Samradán.
– ¿Qué ha pasado?
Fidelma tardó un poco en responder.
– ¿Qué hacéis aquí? -le preguntó a continuación.
– Pasaba por aquí. Con toda la gente que ha acudido a Cashel para la vista, me ha parecido que debía supervisar a los centinelas que hemos apostado en la ciudad. Desde el callejón de atrás he visto luz. Luego he reparado en que la puerta de atrás estaba abierta y después en unas siluetas moviéndose. El perro parecía dormido. Al ver que pasaba algo raro, he entrado. Desde abajo he oído movimiento en la planta de arriba. Y aquí estáis -explicó, y miró con indiferencia el cuerpo de Samradán-. ¿Lo habéis matado vosotros?
– ¡Claro que no! -le espetó Eadulf-. Hemos visto a Fin…
– Al igual que vos, hemos visto al perro y luego, la puerta abierta -lo interrumpió Fidelma, mintiendo con naturalidad-. Nosotros acabamos de llegar.
– ¿Ha sido un robo?
Fidelma señaló el portamonedas de cuero que continuaba atado al cinturón del mercader Samradán.
Donndubháin se inclinó sobre éste y lo abrió. Sacó un puñado de monedas de plata.
– Entonces no ha sido un robo -murmuró para sí-. Quizá tenga algo que ver con el intento de asesinato del rey, pero, ¿qué grado de implicación podría tener Samradán?
– Aquí no parece haber nada que lo esclarezca -dijo Fidelma.
Eadulf no comprendía por qué estaba siendo tan parca en información.
Fidelma descendió a la planta baja.
Eadulf y Donndubháin la siguieron.
– Si no os importa, dejaremos este asunto en vuestras manos -le pidió Fidelma-. Eadulf y yo volveremos al palacio.
– Alertaré a los centinelas -le comunicó el presunto heredero, mostrando su conformidad.
Se dirigió a la puerta de atrás, donde tenía el caballo y, al salir, se detuvo en el umbral como si le hubiera asaltado un pensamiento.
– ¿Habéis mirado en las cuadras que Samradán tiene ahí detrás? Quizá sí se trate de un robo. Tal vez tenga algo que ver con lo que guardara ahí dentro.
– Creía que Samradán guardaba todas las mercancías en el almacén de la plaza del mercado -dijo Fidelma.
– No sé si todo lo guardaba allí o no, pero al otro lado del arroyo hay un establo que es suyo -les explicó, señalando la oscura silueta de un edificio detrás de la casa.
– En tal caso, lo mejor será ir allí por si podemos averiguar algo -accedió Fidelma.
Donndubháin bajó una lámpara y usó el fuego para encenderla.
Había dejado el caballo atado junto a la puerta trasera del patio. Los tres pasaron junto al perro, que yacía aún bajo los efectos del veneno al lado del poste. Había un pequeño cercado por el que pasaba un arroyo que abastecía de agua la casa. Más allá se alzaba un edificio oscuro, no muy grande.
– No sabía que este granero fuera de Samradán -murmuró Fidelma al acercarse al edificio.
Donndubháin, que iba delante, les abrió la puerta.
Dentro había dos cuadras con un caballo en cada una.
– No sabía que Samradán tuviera tantos caballos -musitó Donndubháin-. Pero esto no son caballos de trabajo… son purasangres.
Fidelma ya había hecho una primera observación de la cuadra, y lo cierto era que, aparte de los caballos y las guarniciones, el olor acre del cuero, con el del heno y la cebada, aturdía de tan intenso.
Fidelma se acercó al animal de mayor tamaño, una hermosa yegua zaina. En el hombro y la ijada el animal tenía unas viejas heridas cicatrizadas, lo cual indicaba que habían servido de caballo de guerra. Se inclinó para darle unas palmaditas en el hocico. A continuación, abrió la puerta de la cuadra y entró. La yegua estaba tranquila y le permitía pasar las manos por el pelo, que estaba caliente y sudado. Luego se agachó a mirar los cascos.
– No es la clase de animal propia de un simple mercader -observó Donndubháin.
– Es un caballo hecho para la guerra, o eso parece -coincidió Fidelma-. A diferencia del otro.
Fidelma dirigió toda la atención al segundo caballo.
– Cierto que es una yegua fuerte y bien criada, y aunque no es un caballo de batalla resulta de buena montura -analizó para luego darle unas palmaditas y volver junto a Eadulf y Donndubháin.
Éste se hallaba examinando una silla y una brida que había cerca.
– Mirad, Fidelma -la llamó-, esta guarnición es de un guerrero. Mirad, es evidente.
Eadulf también se puso a examinar la silla, muy bien equipada y ornamentada.
– El príncipe tiene razón -murmuró-. Aquí…
De la silla colgaba un saquito alargado. Tenía forma de carcaj, pero no lo era. Era el saco donde un guerrero llevaría un juego de flechas de repuesto. Eadulf desató las cuerdas y sacó una flecha.
– ¿No es esto…? -empezó a decir.
Fidelma la cogió para verla mejor.
– Así es, las flechas tienen las marcas de Cnoc Áine. Las mismas flechas que nuestro amigo asesino, el arquero, utilizó. Son las flechas que hace Nion el herrero.
– Y mirad esto… -les indicó Donndubháin, mostrándoles un símbolo de plata entre los ornamentos de la silla de montar.
– Bueno -dijo Eadulf con optimismo-. ¿Eso no es un jabalí, el símbolo del príncipe de los Uí Fidgente?
– ¡Entonces teníamos razón! -exclamó Donndubháin-. ¿Recordáis que supusimos que los asesinos habrían venido a caballo y que habrían dejado a los animales en el bosque que queda detrás del almacén de Samradán? ¿Y que suponíamos que una tercera persona se los habría llevado al saber que habían matado a los asesinos? Pues éstos serán la prueba de que Samradán estaba involucrado.
– Sin embargo, hacía por lo menos una semana que Samradán se encontraba en Imleach -señaló Fidelma.
– Bueno, siempre pudo haber ordenado a uno de sus hombres que trajera aquí a los caballos, a un cómplice -sugirió su primo, por un momento alicaído.
– Hay muchas cosas que debemos tener en cuenta -dijo Fidelma-. Desde luego, la aparición de estos arneses parece que aporta la pieza definitiva del rompecabezas. ¿Hay algo en esa alforja? -les preguntó, señalando a la bolsa de cuero que colgaba de la silla.
Donndubháin desató las correas y la abrió. Empezó a sacar algunas prendas de vestir.
– Ahí no hay más que ropa -dijo Eadulf, decepcionado.
– No hay nada que nos dé ninguna pista, salvo el emblema de los Uí Fidgente, que ya dice mucho -comentó Donndubháin-, y nos basta.
Fidelma cogió la bolsa y miró dentro, palpando el interior con la mano, antes de devolvérsela.
– Eso parece.
Salieron del establo y se dirigieron sin prisa a la puerta del patio, para luego detenerse junto al caballo de Donndubháin.
– Bueno, pondré a los centinelas sobre aviso de este asesinato -dijo Donndubháin, desatando el caballo-. ¿Queréis esperar a que monte la guardia y venga luego para que os acompañe hasta el palacio?
– No -rechazó Fidelma-. Volveremos por nuestra cuenta. No queda lejos. No os preocupéis, Donndubháin, estaremos seguros.
Читать дальше