Peter Tremayne - El Monje Desaparecido

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La abadía de Imleach, al suroeste del reino irlandés de Muman, se está convirtiendo en un serio rival de Armagh como centro de la fe, gracias sobre todo a las reliquias que conserva. Por ello, las sospechas se dirigen sólo en una dirección cuando se producen simultáneamente dos enigmáticas desapariciones que tal vez estén vinculadas: por un lado, el monje más veterano de la abadía parece haber sido raptado, pero, por si fuera poco, las preciadas reliquias, de gran valor simbólico tanto religioso como político, han sido robadas, lo cual puede tener consecuencias muy indeseables.
Se trata sin duda de una investigación muy delicada, pues un error en la identificación de los culpables puede ser desastrosa, y además nadie consigue hallar la más mínima pista. Hasta que llegan a la abadía sor Fidelma y su inseparable Eadulf.
Paso a paso, con cautela, Fidelma va descubriendo una de las más siniestras conspiraciones con la que jamás se ha enfrentado, en la que intervienen hombres que parecen no detenerse ante nada, ni siquiera ante el asesinato más despiadado, para alcanzar sus objetivos. Sin duda, la novela más terrorífica y emocionante (de momento) de una serie espléndida.

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– ¡Samradán! Ese malvado…

Hizo una pausa y, extrañado, les preguntó:

– ¿Cuánto sabéis de esta intriga?

– Hemos visto al hermano Mochta, que nos ha hablado de vuestra implicación en, digamos, su desaparición. Imagino que os habíais adentrado en los túneles secretos para ver al hermano Mochta, cuando os cruzasteis con Samradán.

El hermano Bardán asintió rápidamente y explicó:

– Iba a buscar al hermano para acompañarlo junto al príncipe de Cnoc Áine, que había prometido protegernos.

– ¿De modo que habíais informado a mi primo Finguine del paradero de Mochta y las Santas Reliquias?

– No exactamente. Vi a Finguine en el ángelus de medianoche, le dije que sabía dónde se ocultaba el hermano Mochta con las Santas Reliquias y le esclarecí que se debía a que el hermano temía por la seguridad del relicario y por su propia vida.

– ¿Le dijisteis que se ocultaba en una cueva?

– Sí, pero no le dije en cuál. Prometí a Finguine que iría a buscar al hermano Mochta y que lo llevaría a un lugar concreto a la mañana siguiente.

– Yo os vi hablando con Finguine en la capilla aquella noche -recordó Eadulf.

– ¿Qué acordasteis exactamente? -preguntó Fidelma.

– Acordamos que Finguine se encargaría de proteger las Reliquias y de escoltar a Mochta hasta Cashel.

Eso explicaba la presencia de Finguine y sus hombres en el bosque, pero, ¿por qué le acompañaba Solam?

– ¿Os dijo algo Finguine sobre hacer partícipe a Solam de este secreto? -inquirió al monje.

– ¿Solam? ¿El dálaigh de los Uí Fidgente? Hice lo posible por despistarlo.

– Pero le hablasteis del crucifijo.

– Él ya lo sabía y, de no haber sido así, igualmente se habría enterado.

– Y para desorientarnos, identificasteis falsamente el antebrazo amputado asegurando que era del hermano Mochta, ¿cierto?

– Yo sabía que vos y Solam andabais buscando a Mochta. Al hermano y a mí nos hacía falta tiempo para pensar qué íbamos a hacer. Y no sabíamos en quién podíamos confiar. Cuando le expliqué el asunto a Finguine, lo comprendió.

– ¿Y antes confiasteis en Finguine que en mí?

El hermano Bardán no sabía dónde mirar.

– No os mortifiquéis, Bardán. Mochta me explicó por qué no acudisteis a mí. Es ridículo, pero creo que es compresible. Veo que ahora sí confiáis en mí.

– Samradán y sus hombres dijeron lo suficiente para convencerme de que habíamos cometido un error al no confiar en vos.

– ¡Samradán! Sí, contadnos cómo terminasteis encerrado aquí -se interesó Eadulf.

– Con el objeto de cumplir mi compromiso con Finguine me levanté de buena mañana. Raudo, me adentré en el túnel para ir en busca del hermano Mochta y poder llevarlo al encuentro con Finguine. Entonces llegué a una cámara con dos pasadizos.

– La conocemos -lo interrumpió Fidelma-. Proseguid.

El hermano Bardán puso gesto de perplejidad.

– ¿La conocéis…? -quiso preguntar, pero se contuvo, pues ya tendría tiempo de hacer preguntas-. Bueno, cuando llegué allí oí un ruido procedente del otro túnel. Recuerdo haberme dirigido hacia allí dentro. Temía por la seguridad de Mochta y se me ocurrió que podrían haberlo descubierto… y nada más. Creo que me asestaron un golpe en la cabeza y perdí el conocimiento, porque aún me duele mucho.

– Habéis mencionado a Samradán… -lo animó a seguir Fidelma.

– Así es. Al recobrar el conocimiento estaba atado y amordazado, tal cual me habéis hallado, pero metido en la parte posterior de un carro, bajo una tela de lona. Daba sacudidas al avanzar por un camino con baches. Recuerdo haber oído la voz de Samradán. La conozco bastante bien por las veces que ha estado en la abadía.

– Continuad -apremió Eadulf.

– Tras otro lapso inconsciente, me recuperé otra vez. Tras cierto tiempo, los carreros se detuvieron, creo que después del mediodía. Se habían parado a comer. Fue entonces cuando oí que os maldecían con saña, a vos y al hermano sajón, por interferir y trastocar sus planes. Luego oí algo extraño.

– ¿Extraño en qué sentido? -lo animó Fidelma, al ver que vacilaba.

– Oí cascos de caballos que se aproximaban, y sin duda llegaron hasta donde estaban Samradán y sus hombres. Alguien, seguramente el cabecilla de los jinetes, saludó al mercader por su nombre. No reconocí su voz, pero puedo asegurar que no era de Muman, pues tenía un acento con un leve matiz del norte.

»Lo cierto es que, tras el intercambio de saludos, oí que alguien toqueteaba la lona. Me quedé tumbado con los ojos cerrados. Una mano me sacudió, pero yo seguí respirando profundamente, sin reaccionar. Una voz dijo entonces: "Aún está inconsciente. Podemos hablar sin temor alguno". Volvieron a taparme con la lona y seguí escuchándoles.

– ¿Qué dijeron?

– Samradán empezó a lamentarse de que hubieran destruido la forja del herrero en el ataque porque tendría que hallar una nueva forma de extraer la plata del mineral. No tengo ni idea de qué hablaba. El hombre al que se dirigía simplemente soltó una carcajada. Dijo que no había podido evitarse. Las actividades ilegales de Samradán no eran asunto suyo ni del comarb. Samradán protestó y dijo que contaban con la aprobación del rígdomna y que actuaba bajo su protección.

El otro arguyó que, para él, Samradán no era más que un mensajero entre el rígdomna y el comarb.

Fidelma se inclinó hacia él para preguntarle con mucho interés:

– ¿Los dos mencionaron al rígdomna?

– Sí. El hombre dijo que lo que hiciera Samradán no era asunto suyo, que él cumplía órdenes, que sólo respondía ante el poder del comarb… . Entonces se apartaron a una distancia desde la que ya no les oía…

Fidelma contuvo un gemido de desazón.

– ¿Y estáis seguro de que se mencionó el título de comarb? - insistió.

Al hermano Bardán no le ofendió la pregunta, se limitó a contestar con calma:

– ¿Creéis que desconozco la importancia de ese título? Sólo hay dos comarb en los cinco reinos: el comarb de Ailbe y el comarb de Patricio.

Eadulf soltó un leve silbido, pues acababa de entender por qué Fidelma estaba tan tensa.

– ¿Qué sucedió luego? -preguntó Fidelma acto seguido-. ¿Oísteis algo más?

– Poco después oí marcharse a los jinetes. Tras un breve instante, alguien apartó la lona. Era Samradán. No tuve tiempo de fingir mi inconsciencia. Samradán me quitó la mordaza y me amenazó con volver a ponérmela si decía algo. Luego me dio algo de comer y de beber y, en cuanto hube terminado, me puso otra vez la mordaza. Estoy seguro de que creyó que acababa de recuperarme y que nada había oído acerca de la conversación con los jinetes. Volvió a cubrirme con la lona y, no mucho más tarde, reanudamos la marcha.

»Fue un viaje horrible. Noté que empezaba a caer la noche. Todo estaba a oscuras. Los carros se detuvieron. Tuve un sueño intranquilo. No había actividad. De vez en cuando me despertaba y me parecía oír voces. Percibí unos movimientos y, en un momento dado, me pareció oír vuestra voz, sor Fidelma.

Fidelma sonrió con amargura.

– Y así fue. Os detuvisteis en una posada del Pozo de Ara y pasasteis allí la noche hasta el amanecer. Luego Samradán y sus carros llegaron a Cashel. Creo que anoche estuve a escasos metros de vos.

El hermano Bardán miró a Fidelma con curiosidad.

– ¿Qué ha sucedido? -preguntó-. ¿Cómo me habéis encontrado?

– Antes, seguid con la historia, hermano Bardán -le instó Fidelma.

– Bueno, es como habéis dicho. Cuando nos detuvimos definitivamente, estábamos en un gran almacén. Me sacaron del carro y me metieron en esta suerte de sótano, y aquí he permanecido, en absoluta oscuridad, hasta que habéis dado conmigo.

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