Tras montarse en el caballo y alejarse trotando en medio de la oscuridad, ellos regresaron tranquilamente a la casa para pasar por su interior y salir a la calle principal, donde había alguna que otra persona, además de juerguistas tardíos que se afanaban por salir de tabernas y posadas y regresar al hogar. Nadie les increpó, ni se enfrentó con ellos, de camino a los elevados muros del palacio.
– Bueno -se atrevió a decir Eadulf-, ahora los caballos disipan cualquier posible duda de la implicación de Samradán. Habrán estado allí desde el día del asesinato.
– No. Hace menos de media hora que los han dejado ahí -lo contradijo Fidelma, convencida-. Todavía estaban sudados por el esfuerzo de haber sido traídos, de dondequiera que estuvieran escondidos, a ese almacén.
Eadulf la miró, boquiabierto. Más se asombró todavía al oírla soltar una risilla. Fidelma se detuvo junto a la luz de una taberna para mostrarle algo.
Eadulf acercó la cabeza para verlo mejor. Era una minúscula moneda de plata.
– La he encontrado en una esquina de la alforja. Lo habíais pasado por alto.
– ¿Qué es? -preguntó Eadulf.
– Una moneda de Ailech, capital de los reyes de los Uí Néill del norte. Se llama píss.
– ¿Qué significa?
– Mi querido Eadulf -le dijo, y él no había percibido tanta satisfacción en su voz desde hacía varios días-, esta noche se me ha revelado la verdad sobre todo este asunto. Dijo una vez mi mentor, el brehon Morann: «Si descartamos lo imposible, la respuesta residirá en lo que quede, por improbable que sea». Ya sé quién está detrás del asesinato y la conspiración. Pese a los intentos por confundirme con pistas falsas y, debo confesarlo, pese a haberme despistado hasta esta noche, ¡acabo de ver al zorro!
La Gran Sala de Cashel estaba abarrotada cuando Fidelma entró con Eadulf. Todos se habían vestido con formalidad para la ocasión. Incluso Eadulf se había puesto su mejor atuendo y había traído el bordón, que ahora usaba para realzar su posición. Todo un ejercicio de egocentrismo por su parte.
Eadulf sonrió a Fidelma al separarse de ella para sentarse junto a los que habían acudido al tribunal como meros observadores. En los tribunales irlandeses se concedía una gran importancia al protocolo, y ahora Eadulf entendía muchas cosas que antes constituían un misterio para él.
Fidelma cruzó la sala hasta el centro, donde tomó asiento junto a Solam, el dálaigh de los Uí Fidgente, que estaba sentado al lado de su príncipe, Donennach. Los litigantes siempre se sentaban con sus abogados en el airecht airnaide, el tribunal de espera.
Delante de ellos había tres sillas colocadas tras una mesa larga y baja, donde se apilaban diversos textos jurídicos. Formaban el lugar reservado a los brehons, o jueces, que constituían el airecht, es decir, el tribunal propiamente dicho. Tras las sillas de los jueces, sobre una plataforma que presidía la sala, se hallaba Colgú sentado en la silla oficial de madera labrada, y a su lado derecho, Ségdae, el cual no estaba allí como abad sino como obispo y comarb de Ailbe, el Primer Apóstol de la Fe en Muman. A su izquierda estaba el ollamh de Colgú, Cerball, su bardo principal y consejero. Eran los tres hombres más ilustres del reino y se les conocía como el cúl-airecht, el tribunal del fondo, encargado de supervisar el adecuado ejercicio de la justicia.
A la derecha del lugar que ocupaba el rey se sentaba en unos bancos el táeb-airecht, o tribunal lateral, constituido por escribas e historiadores cuya labor consistía en dejar constancia de los acontecimientos. Junto a ellos se sentaban los reyes menores y los nobles, con el tanist Donndubháin, Finguine de Cnoc Áine y otros a la cabeza, los cuales debían asistir al juicio para verificar que la defensa del reino fuera correcta y se ciñese a la ley.
A la izquierda del rey estaba el airecht fo leithe, el tribunal aparte, donde se reunía a todos los posibles testigos. Entre otros, allí estaba el hermano Mochta. Eadulf se sorprendió al saber que Solam había nombrado al monje testigo principal contra Muman. Aunque lo más sorprendente fue ver allí, bajo vigilancia, el relicario de Ailbe. El hermano Madagan también formaba parte del airecht fo leithe, a la espera de ser llamado a declarar, así como el hermano Bardán, Nion el bó-aire de Imleach, Gionga y Capa.
Eadulf reparó en que la presencia de Mochta y el relicario no habían sorprendido a Fidelma, que, tras tomar asiento, guardaba silencio con las manos plegadas sobre el regazo y la vista al frente, sin mirar nada en concreto. Eadulf estaba algo molesto con ella, pues, tras revelarle que creía tener la respuesta al misterio, se había negado en redondo a explicarle nada más. Se sentía desdichado. A lo largo de las últimas semanas la había notado más irritable que de costumbre, menos abierta a hacerle confidencias. Había llegado a considerarse un «amigo del alma», un anam-chara que todos los religiosos de Éireann tenían para hablar de problemas seculares y espirituales. De modo que se sentía desdichado cuando no le confiaba las cosas.
El gentilhombre de Colgú se adelantó y, con el báculo oficial, dio tres golpes al suelo para llamar al tribunal al orden, sacando a Eadulf de sus tristes cavilaciones.
De acuerdo con el protocolo, el brehon de Cashel, Dathal, fue el primero de los jueces en entrar, porque el juicio se celebraba en Cashel. Dathal era conocido por el apodo de «el ágil», que aludía a su rapidez mental en asuntos legales. No era joven, pero aún no tenía el pelo canoso. Tenía unos ojos oscuros y perspicaces que se movían con rapidez, sin perder detalle; cuando miraba a los ojos, parecía penetrar en lo más hondo del alma ajena. Era delgado, enjuto y de piel casi cetrina. Se enfadaba con facilidad y los majaderos no eran de su agrado, sobre todo cuando se trataba de abogados defendiendo un caso ante él. Dathal se dirigió sin demora hasta el banco de los jueces y tomó asiento a la derecha.
Fachtna, el brehon de los Uí Fidgente, no tardó en tomar asiento en el lado izquierdo. Era algo mayor que Dathal. También era alto y de aspecto escuálido. Mostraba unas facciones huesudas, donde la carne se pegaba firmemente, por lo que parecía más una calavera que una cara. Tenía la piel apergaminada y una línea rosada y oblicua sobre cada pómulo. Los ojos eran grises e inquietos, y los labios una fina abertura roja. Era canoso y llevaba el pelo con raya en medio peinado hacia atrás y atado con una cinta. Ofrecía el aspecto de una persona a la que le habría ido bien un buen ágape.
Por último, entró el brehon Rumann de Fearna, que ocupaba el asiento central. De hecho, no sólo iba a presidir el tribunal de jueces, sino que se encargaría de tomar las decisiones, pues todos los reunidos en la Gran Sala consideraban que, seguramente, el juicio de los brehons de Cashel y el juicio de los Uí Fidgente serían tendenciosos por querer reflejar el deseo de sus respectivos príncipes.
El brehon Rumann se dirigió hacia su lugar, si bien no parecía un juez en absoluto. Era bajo, y de figura y rostro rollizos. Sobre la nuca le caía una melena rizada y plateada. La carne de sus rasgos benignos era como la piel fresca y rosada de un niño recién lavado. Sus labios eran rojos y carnosos como si los hubiera realzado con zumo de moras. Tenía los ojos castaños, mas poseían tal brillo, que a primera vista parecían de un color pálido. Le rodeaba un aura de genialidad. Pese a la presencia de sus compañeros, él era quien dominaba la escena. Proyectaba un aire de tranquila autoridad que imponía silencio.
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