Peter Tremayne - El Monje Desaparecido

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La abadía de Imleach, al suroeste del reino irlandés de Muman, se está convirtiendo en un serio rival de Armagh como centro de la fe, gracias sobre todo a las reliquias que conserva. Por ello, las sospechas se dirigen sólo en una dirección cuando se producen simultáneamente dos enigmáticas desapariciones que tal vez estén vinculadas: por un lado, el monje más veterano de la abadía parece haber sido raptado, pero, por si fuera poco, las preciadas reliquias, de gran valor simbólico tanto religioso como político, han sido robadas, lo cual puede tener consecuencias muy indeseables.
Se trata sin duda de una investigación muy delicada, pues un error en la identificación de los culpables puede ser desastrosa, y además nadie consigue hallar la más mínima pista. Hasta que llegan a la abadía sor Fidelma y su inseparable Eadulf.
Paso a paso, con cautela, Fidelma va descubriendo una de las más siniestras conspiraciones con la que jamás se ha enfrentado, en la que intervienen hombres que parecen no detenerse ante nada, ni siquiera ante el asesinato más despiadado, para alcanzar sus objetivos. Sin duda, la novela más terrorífica y emocionante (de momento) de una serie espléndida.

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– Vuestros amigos la han quemado y han matado a la posadera -le soltó con desdén uno de los hombres de Finguine.

Los ojos del dálaigh centellearon al decir:

– Guardaros de seguir acusando a los Uí Fidgente. ¡También he oído que estamos bajo sospecha por haber intentado matar al rey de Muman!

Fidelma lo miró con igual gravedad y luego dijo:

– Estos edificios no se incendiaron de forma espontánea, Solam. El gran tejo, símbolo de nuestra tierra, no se derribó solo. Como aquellos a cuyos cuerpos se dará una sepultura conjunta tampoco se suicidaron. ¿Queréis ir a mirarlos con detenimiento?

Solam hizo una mueca de repugnancia.

– Los Uí Fidgente no son responsables de las acciones de bandidos y renegados. ¿Qué pruebas tenéis para acusarnos de estos actos?

Finguine fue quien respondió.

– Acompañadme -le ordenó en un tono grave, sin dar otra posibilidad a Solam.

Finguine se dirigió hacia la tumba recién excavada, donde las mujeres todavía lloraban y daban palmas para manifestar la pena. Algunos guerreros todavía estaban cavando una tumba. Interrumpieron la tarea cuando Finguine llegó con el abogado de los Uí Fidgente, que tiraba del burro con un guerrero a cada lado. Fidelma y Eadulf iban detrás.

Finguine se acercó a uno de los cuerpos, algo apartado de los demás y que, en vez de estar envuelto con la mortaja habitual, lo tapaba una gualdrapa vieja. El príncipe apartó un extremo de ésta con la punta de la espada sin dejar de mirar a Solam.

Bajo la gualdrapa yacía el cadáver del atacante al que habían matado.

– ¿Lo reconocéis?

Solam examinó el cuerpo con detenimiento y luego movió la cabeza para indicar que no sabía quién era.

– Bien decís la verdad, o bien sois un buen mentiroso -observó Finguine sin contemplaciones.

Volvió a tapar la cara del muerto con la punta de la espada.

– Os aconsejaría que prosiguierais el viaje a Cashel de inmediato -añadió.

Solam estaba demostrando ser un hombrecillo vehemente e impulsivo, y su carácter irascible se reflejaba en su irritación. No obstante, además parecía ser tozudo.

– ¡Es absurdo! Entro en este pueblo y me atacan, me injurian, me acusan injustamente y luego, cuando requiero hospitalidad (que además me corresponde por derecho) me piden que prosiga mi camino. Desde luego, me estáis dando buenos argumentos para mi defensa en Cashel.

Fidelma decidió intervenir.

– Sin la existencia de pruebas que demuestren la implicación de los Uí Fidgente en el ataque, primo, Solam tiene razón -se aventuró a decir-. No podemos demostrar quiénes nos atacaron. Por tanto, Solam tiene derecho a pedir y recibir hospitalidad y a descansar aquí de camino a Cashel.

Solam levantó el mentón con desafío.

– Me alegra ver que en estas tierras todavía hay alguien con sentido común -observó con mordacidad.

El primo de Fidelma expresó su renuencia, soltando un bufido largo y suspicaz.

– Muy bien. Solam puede pedir hospitalidad, pero dado que los atacantes destruyeron la única posada del pueblo, no se me ocurre dónde puede recibirla.

– En la abadía, claro está -afirmó Solam.

– No sois clérigo.

– No importa. Cualquiera puede acogerse a las normas de hospitalidad -intervino Fidelma-. Id a la abadía, Solam, y recibiréis amparo.

Solam sonrió con cierta suficiencia y se dirigió a la abadía. Luego frunció el ceño y se volvió hacia ellos: las circunstancias le hicieron moderar su obstinación.

– No esperaréis que vuelva a pasar por el pueblo sin protección, ¿no? -preguntó casi de mala manera.

Fidelma miró a Finguine. No le hizo falta decir nada para que su primo leyera en su expresión lo que ella esperaba.

El príncipe de Cnoc Áine apuntó con el dedo a uno de los guerreros.

– Escoltad al dálaigh hasta las puertas de la abadía y luego volved aquí conmigo.

El hombre torció el gesto, pero al ver el del príncipe, se encogió de hombros.

Cuando Solam se hubo marchado, Finguine movió la cabeza advirtiendo a Fidelma:

– Espero que sepáis lo que estáis haciendo. Cuanto más tiempo pase este hombre aquí, mayor peligro correrá. Son muchos los que han perdido a familiares en el ataque.

– Pero, ¿y si los Uí Fidgente no son los responsables? -planteó Fidelma.

– ¿De verdad creéis que Solam ha llegado esta mañana por casualidad?

– No tenemos motivos para pensar lo contrario… por el momento -respondió.

– Yo creo que sí -comentó Finguine-. ¿Por qué iba a pasar por Imleach alguien que se dirige a Cashel, procedente del país de los Uí Fidgente? Queda demasiado hacia el sur del camino que va de su tierra a Cashel.

Fidelma le sonrió y dijo:

– Eso ya lo he tenido en cuenta. Pero la astucia es superior a la fuerza. Si Solam está aquí para perpetrar algún acto de traición, observémosle y veamos adónde nos conduce. De este modo quizá podamos colocar un cepo para cazar al lobo.

– Más vale tener al lobo por las orejas, que dejarlo suelto entre las ovejas -dijo a su vez Finguine.

– No lo dejaremos suelto; atadlo con una cuerda larga y sabréis adónde quiere ir. No os preocupéis; yo tampoco creo que su llegada sea casual.

Finguine abrió la boca para hablar, pero Fidelma ya se alejaba.

Perplejo, Eadulf avivó el paso tras ella.

– No puedo sacar nada en claro. Si los Uí Fidgente fueron los atacantes de anoche, ¿para qué iba a querer este tal Solam venir aquí por la mañana?

– La especulación sin conocimiento es baldía -respondió Fidelma sin más.

Regresamos a la calle principal.

– Bueno, ¿dónde hemos visto al hermano Bardán?

Eadulf se reprendió a sí mismo en silencio. Con la confusión causada por la llegada de Solam, había olvidado la razón por la que habían ido hasta el pueblo.

– No le he visto -respondió.

Fidelma movió la cabeza para amonestarlo burlonamente.

– Cuando mi primo y sus dos hombres han salido de una casa, ¿no habéis visto que el hermano Bardán iba detrás?

Eadulf movió la cabeza a modo de disculpa.

– ¿No le habéis visto? -insistió Fidelma.

– Sólo me he fijado en la casa de donde ha salido vuestro primo. Ésa de ahí, al otro lado de la calle.

Cruzaron en aquella dirección. Era una casa de una sola planta. El tejado de paja estaba intacto, aunque los edificios adyacentes no habían corrido la misma suerte: la paja de una estaba chamuscada y la de la otra, totalmente quemada. Pero la de en medio había tenido suerte.

Fidelma llamó a la puerta. Al principio no obtuvo respuesta, pero luego oyeron unos pasos arrastrados.

La puerta se abrió y apareció Nion, el herrero y bó-aire del pueblo. Aún iba con la capa larga sujeta con el broche solar de plata y granates. Miró extrañado a Fidelma.

– ¿Qué puedo hacer por vos, señora?

La pierna vendada le obligaba a descansar el cuerpo con torpeza contra la jamba de la puerta, apoyándose en ella con una mano.

Fidelma le sonrió amablemente.

– Podéis sentaros para no tener que apoyar peso sobre la pierna herida, Nion. Luego hablaremos.

Aunque reacio, Nion se vio obligado a entrar en la casa a petición de Fidelma. Eadulf los siguió adentro, cerrando la puerta al pasar. Nion se acercó cojeando a un taburete para sentarse y miró a Fidelma con desconcierto.

– ¿Es vuestra casa? -le preguntó, mirando a su alrededor.

En el interior había una única sala con un gran fuego al fondo. Una escalera conducía a un desván, donde estaban los dormitorios.

– Sí. La forja es mi lugar de trabajo.

– Creía que dormíais en la parte de atrás de la forja -observó Eadulf con suspicacia.

– Dije que estaba durmiendo en la forja cuando empezó el asalto. Últimamente estoy trabajando hasta tarde; a veces lo hago. Esta casa me corresponde como bó-aire.

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