Peter Tremayne - El Monje Desaparecido

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La abadía de Imleach, al suroeste del reino irlandés de Muman, se está convirtiendo en un serio rival de Armagh como centro de la fe, gracias sobre todo a las reliquias que conserva. Por ello, las sospechas se dirigen sólo en una dirección cuando se producen simultáneamente dos enigmáticas desapariciones que tal vez estén vinculadas: por un lado, el monje más veterano de la abadía parece haber sido raptado, pero, por si fuera poco, las preciadas reliquias, de gran valor simbólico tanto religioso como político, han sido robadas, lo cual puede tener consecuencias muy indeseables.
Se trata sin duda de una investigación muy delicada, pues un error en la identificación de los culpables puede ser desastrosa, y además nadie consigue hallar la más mínima pista. Hasta que llegan a la abadía sor Fidelma y su inseparable Eadulf.
Paso a paso, con cautela, Fidelma va descubriendo una de las más siniestras conspiraciones con la que jamás se ha enfrentado, en la que intervienen hombres que parecen no detenerse ante nada, ni siquiera ante el asesinato más despiadado, para alcanzar sus objetivos. Sin duda, la novela más terrorífica y emocionante (de momento) de una serie espléndida.

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Chasqueando la lengua con desagrado, Fidelma se le acercó para quitarle el yelmo. El hombre rondaría los treinta y tantos. Tenía la piel curtida, indicativo claro de la dura vida que seguramente llevaba. Le atravesaba la frente la marca pálida de la antigua cicatriz de una herida de espada. Tenía una nariz protuberante, y la gordura de sus facciones inclinó a Fidelma a pensar que era dado a comer y beber en exceso.

– Juntadle las manos y los pies.

Eadulf hizo lo que le pidió, mientras ella observaba el cuerpo, esperando dar con algo que pudiera identificarlo. Ahora que lo veía como cadáver, se confirmaba la primera impresión de ser un guerrero profesional. Aun así, la cota de malla era vieja y aquí y allá había partes en que el óxido corroía los eslabones.

Ayudó a Eadulf a retirar el cinturón en el que aquél había llevado las armas. Luego le quitaron la cota y el jubón de piel. Debajo llevaba una camisa de hilo teñido y una falda escocesa.

Observó que quien lo había matado clavó una daga a través de una junta de la malla, por debajo de la caja torácica. Debía de haber sido una muerte instantánea. Siguiendo sus órdenes, Eadulf empezó a quitarle la camisa y la ropa interior.

El cuerpo estaba exento de marcas que lo identificaran; solamente tenía cicatrices que confirmaban que había sido guerrero profesional toda la vida.

– Y no muy buen guerrero, por cierto -respondió Fidelma cuando Eadulf hizo el comentario al respecto.

– ¿Cómo lo sabéis?

– Le hirieron en demasiadas ocasiones. Si queréis un buen guerrero, buscad al hombre que causó las heridas, no al que las recibió.

Eadulf aceptó aquella sabia observación en silencio.

– Lo extraño es que no lleve un portamonedas con él -señaló Fidelma un rato después.

Eadulf frunció el ceño, tratando de comprender qué quería decir con aquello.

– Ah -dijo, iluminándose su rostro-. ¿Os referís a que, si era un guerrero profesional, un mercenario, habría esperado que se le pagara por sus servicios?

– Exactamente. Así que, ¿dónde habrá dejado el portamonedas?

– Lo habrá dejado en su casa.

– ¿Y si hubiera estado lejos de casa? -preguntó Fidelma.

Eadulf se encogió de hombros sin saber qué responder.

– Podría haberlo dejado en algún sitio y pasar a recogerlo después del asalto -prosiguió-, pero sería un movimiento arriesgado. No; la mayoría de profesionales llevan el dinero encima -dijo y, de pronto, se le iluminó la cara-. Quizá tenía alforjas. Casi se me olvida que también tenemos su caballo.

Miró hacia donde el hermano Bardán ultimaba su tarea y le preguntó:

– ¿Qué pensáis hacer con el cuerpo de este hombre?

– Por mí que se quede ahí y se pudra -respondió el boticario en un tono intransigente.

– Pudrir, se va a pudrir, desde luego -afirmó Fidelma-. Pero debéis decidir si queréis que se pudra aquí o en otra parte.

El hermano Bardán resopló.

– No será enterrado en el suelo de esta abadía, entre hermanos, junto a… -vaciló, señalando con desánimo el cuerpo del hermano Daig-. Mandaré llamar a Nion para que se lleve el cuerpo al camposanto del pueblo.

– Muy bien -dijo Fidelma, volviéndose hacia Eadulf, y a continuación añadió en voz baja-: Vayamos a la cuadra a examinar el caballo y el arnés del guerrero.

Eadulf cogió la espada del hombre cuando se disponían a salir.

– ¿Habéis examinado la espada? -preguntó a Fidelma.

Ésta movió la cabeza en señal de negación y la tomó. Medía algo menos de noventa centímetros de largo; el extremo del filo se ensanchaba casi con la forma de una hoja y se estrechaba al llegar a la empuñadura, que estaba unida con seis remaches.

– Esta espada no es la propia de un hombre pobre -dijo Eadulf frunciendo el ceño-. Estoy seguro de haber visto hace poco una espada parecida.

– Y así es -confirmó Fidelma en un tono irónico-. Es del mismo estilo que la espada de nuestro asesino. ¿Os acordáis? Es una claideb dét.

– ¿Una espada de marfil? -tradujo literalmente-. Creía que estaba hecha de metal como las demás.

Fidelma sonrió pacientemente, señalándole el puño.

– La empuñadura está hecha con dientes labrados de animales. Que yo recuerde, sólo hay un lugar en Éireann donde los herreros dediquen tiempo a semejantes adornos. Pero no recuerdo dónde. Es un tipo de ornamentación muy característico.

– ¿Queréis decir que podría indicar la procedencia de este hombre?

– No necesariamente -respondió Fidelma-. Sólo nos revelaría el lugar donde se fabricó. Pero, a propósito de coincidencias, seguro que no es casualidad que tanto el asesino como este guerrero llevaran un arma tan distintiva.

Eadulf pensó en aquella posibilidad y asintió con la cabeza.

– ¿Cómo decíais que se llamaba? ¿ Claideb dét? -preguntó, examinando la espada con otros ojos.

Macheram belluinis ornatam dolatis dentibus - explicó ella en latín-. Una espada ornamentada con dientes tallados de animal. Quedáosla, Eadulf. Puede que sea importante.

Fidelma realizó un último examen del cuerpo y la ropa del guerrero.

– No -dijo al fin-, aquí no hay nada que nos dé alguna pista más para identificarlo. Sólo sabemos que este hombre no era un aficionado cualquiera, sino más bien un profesional al servicio de un príncipe, o sencillamente un bandido que perpetraba asaltos por el país en busca de botines. La mayor parte de su ropa podría venir de cualquier rincón de los cinco reinos, salvo…

– Salvo esta espada -interrumpió Eadulf.

– Salvo esta espada -repitió ella-. Pero eso no me vale de nada si no recuerdo a qué pueblo pertenece esta forma tan particular de decorar empuñaduras.

Se volvió hacia la entrada del depósito de cadáveres y, mirando al hermano Bardán, dijo:

– He terminado de examinar el cuerpo del guerrero.

El boticario asintió y contestó, cortante:

– No os preocupéis. Ya nos desharemos de él.

Al salir, Eadulf hizo una mueca de desaprobación, diciendo:

– Veo que el hermano Bardán no se toma en serio lo que la Fe nos enseña sobre el perdón a los enemigos. «Sed más bien unos para otros bondadosos, compasivos, y perdonaos los unos a los otros, como Dios os ha perdonado en Cristo.» Quizás alguien debería recordarle lo que dice la Biblia.

– Efesios, capítulo cuatro -dijo Fidelma, identificando la cita-. Creo que el hermano Bardán es de los que prefieren dejar en manos divinas el perdón a los enemigos y reservarse su indulgencia. Pero no olvidemos que es un hombre, con todas las debilidades de su condición. Apreciaba mucho a Daig.

Entonces Eadulf comprendió la insinuación de Fidelma y no dijo nada más.

Al pasar otra vez por el claustro se encontraron al abad Ségdae sentado a la sombra, alicaído. Todavía llevaba la cabeza vendada y estaba oliendo un manojo de hierbas. Levantó la vista al ver que se acercaban y esbozó una débil sonrisa.

– El hermano Bardán dice que el aroma de estas hierbas me aliviará el dolor de cabeza.

– ¿Está sanando la herida, Ségdae? -preguntó Fidelma con interés, pues le tenía mucho cariño al abad, un amigo de la familia desde hacía décadas.

– Me han dicho que la magulladura tiene mal aspecto, pero por suerte la pedrada no incidió en la zona profunda de la piel. Tengo un chichón y un fuerte dolor de cabeza. Pero nada más.

– Debéis cuidaros, Ségdae.

El abad sonrió débilmente.

– Ya soy viejo, Fidelma. Quizá tendría que relevarme alguien más joven. En los anales quedará constancia de que durante los años en que fui comarb de Ailbe permití que robaran las Santas Reliquias y que cortaran el tejo sagrado de Imleach. En fin, que permití la deshonra de los Eóghanacht.

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