El guerrero se disponía a contestarle, cuando Finguine le hizo una seña para que se marchara.
– Es un buen hombre, prima -lo defendió Finguine-. No está bien visto poner en duda la decisión de un guerrero.
– Sigo pensando que ha tomado una decisión equivocada. Si creía que se dirigían hacia el norte, debería haber seguido su intuición -dijo y, mirando al árbol caído, añadió-: Allá donde miro sólo encuentro suposiciones, conjeturas. Quiero algo más que un mero grabado en un tronco. Cualquiera es capaz de dibujar un símbolo tan conocido.
Finguine parecía sorprendido.
– ¿Queréis decir con ello que pasaréis por alto esta prueba?
– No. Yo nunca paso por alto pruebas. Pero una prueba de este tipo merece considerarse con detenimiento, y no que se reaccione sin más. Quiero algo más que un dibujo que podría haberse hecho a conciencia para hacernos creer que se trata de una jactanciosa aclamación de los atacantes.
– ¿Y si examinamos el cuerpo del guerrero? -se atrevió a proponer Eadulf-. Como habéis dicho, puede que nos dé alguna pista en cuanto a su identidad.
Dejaron a Finguine, que se quedó para analizar los daños causados en el pueblo, y regresaron a la abadía. De pronto Eadulf le preguntó:
– Vos no creéis que todas estas cosas sean coincidencias, ¿verdad?
– ¿Que no están relacionadas? -preguntó Fidelma, considerando seriamente la sugerencia.
– A veces se dan coincidencias.
– El motivo que nos llevó a emprender este viaje a Imleach fue el intento de asesinato en Cashel. Eso nos hizo ir a la abadía. Cuando llegamos, el hermano Mochta, conservador de las Santas Reliquias de Ailbe, había desaparecido junto con esas reliquias, una de ellas estaba en manos de uno de los asesinos, y se cree que éste era el hermano Mochta, salvo por la contradicción de la tonsura. El ataque a la abadía y el pueblo, y la destrucción del tejo sagrado de los Eóghanacht podría ser una coincidencia, pero parece improbable que lo sea.
– No veo ninguna relación -protestó Eadulf sin advertir la sonrisita que asomaba en los labios de Fidelma.
– En tal caso, consideremos las posibles relaciones -propuso-. El descubrimiento de las Reliquias en manos del asesino. El hecho de que el asesino fuera un religioso y de que su descripción se ajusta con la del hermano Mochta, incluso hasta el detalle del tatuaje de un pájaro determinado en el antebrazo. Todo esto son hechos, no coincidencias.
– ¿Y cómo se explica el misterio de la tonsura? -preguntó Eadulf en tono de fastidio.
Se habían detenido en medio del patio enclaustrado de la abadía.
– ¿Y qué me decís de que el otro asesino, el llamado arquero, Saigteóir, pasara supuestamente unos días aquí, en Imleach? Le compró las flechas a Nion, el herrero del pueblo. ¿Por qué mataron al carrero de Samradán cuando iba a revelar que el arquero también se había encontrado aquí con el hermano Mochta y con otro hombre al que llamó rígdomna, el título de un príncipe. Éstos son hechos.
– Cierto, pero hay otro hecho que no tiene sentido -ofreció Eadulf-. El hecho de que la línea temporal no coincide. Eso es lo que carece de sentido. ¿Cómo es posible que vieran al hermano Mochta en Imleach, en vísperas, con una tonsura de san Juan y menos de doce horas después en Cashel con indicios de haber llevado la tonsura de san Pedro, apuntando esta última el pelo de varias semanas?
Fidelma movió la mano como si apartara la objeción.
– ¿Y qué me decís del hecho de que el mercader de Cashel, Samradán, sobre cuyo almacén se intentó el asesinato, esté aquí, en Imleach? Precisamente fue un carrero suyo quien nos habló del arquero, razón por la cual perdió la vida. ¿Eso es también una coincidencia?
– Puede que sí. No lo sé. Tenemos que hablar con Samradán.
Fidelma sonrió.
– En eso estamos de acuerdo.
– Sigo pensando que acaso estemos relacionando hechos que no tengan nada que ver -persistió Eadulf.
Fidelma contuvo la risa. Le encantaba que Eadulf resumiera las cosas, ya que así la ayudaba a evaluar mejor la situación. No eran pocas las veces en que lo usaba como abogado del diablo para poner en orden sus propias ideas, pero no se lo podía decir a Eadulf.
– Creo que podemos estar seguros de una cosa -concluyó Eadulf-, de que Nion, el herrero, está en lo cierto. Poco sé de ese pueblo al que llamáis los Uí Fidgente, pero todos parecen estar de acuerdo en que están detrás de este ataque. No es posible que todos estén equivocados.
– Eadulf, si en vez de pruebas presentara sospechas ante un tribunal, todos los Uí Fidgente serían condenados al cabo de una hora. Pero las leyes no funcionan así. Hacen falta pruebas, y pruebas debemos obtener o, de lo contrario, declarar inocentes a los Uí Fidgente.
En aquel momento el hermano Tomar cruzaba el patio.
– ¿Sabéis dónde está Samradán el mercader? -le preguntó Fidelma.
El hermano Tomar enseguida movió la cabeza para expresar que no lo había visto. Según le habían dicho, era el mozo de cuadras de la abadía. Era un joven de origen campesino y modales toscos, que prefería la compañía de los animales a la de las personas.
– Se ha ido de la abadía.
El hermano Tomar se disponía a reanudar la marcha cuando Fidelma lo detuvo.
– ¿Que se ha ido, decís? -le preguntó-. ¿Adónde, al pueblo?
– No. Se ha ido con sus carros.
– ¿Han salido ilesos sus carreros? Me ha parecido ver la posada de Cred reducida a cenizas.
El hermano Tomar respondió en un tono taciturno.
– Eso me ha parecido oír decir a uno de ellos. Por lo visto, sólo dos de los carreros han podido escapar de la matanza, porque Samradán llegó con tres y se ha ido del pueblo con tres. Han llegado a la abadía, cada uno en un carro, y Samradán se ha ido con ellos. Han partido por el camino que lleva al norte.
– Al norte -murmuró Fidelma.
– Samradán ya os dijo que se dirigía al norte -le recordó Eadulf.
– Cierto -admitió Fidelma-. Al norte.
El hermano Tomar esperó unos segundos y, dudando, dijo:
– Eso es, hermana. Le he oído dar indicaciones a los carreros diciéndoles que fueran al vado del río Muerto.
Fidelma dio las gracias al mozo, y fueron en busca del boticario.
Resultó que el hermano Bardán estaba solo en el depósito de cadáveres de la abadía cuando ellos llegaron. El boticario y embalsamador estaba dando los últimos toques a la mortaja de su difunto amigo, el joven hermano Daig. Tenía los ojos rojos y restos de lágrimas en las mejillas.
Levantó la cabeza con rabia en la mirada.
– ¿A qué habéis venido aquí? -les preguntó, crispado.
– Calmaos, hermano -le pidió Fidelma en un tono tranquilizador-. Sé que el pobre hermano Daig y vos estabais muy unidos. No hemos venido a importunaros en este momento de dolor, sino a examinar el cuerpo del atacante.
Con una seña de fastidio, el hermano Bardán les indicó el fondo de la sala.
– El cuerpo yace en esa mesa del rincón. No pienso prepararlo para enterrarlo. No merece un oficio cristiano.
– Estáis en vuestro derecho -concedió Fidelma sin inmutarse, pues el boticario tenía una actitud hostil, como si quisiera incitarla a discutir-. ¿Dónde está el cuerpo de Cred? ¿Está aquí, también?
– Su cuerpo ya ha sido preparado, y sus familiares se lo han llevado al cementerio del pueblo. Me han dicho que en el ataque mataron a mucha gente que debe ser enterrada hoy.
Fidelma se dirigió adónde yacía el cuerpo del guerrero muerto, haciendo una seña a Eadulf para que la siguiera.
No le habían desatado siquiera las manos ni las piernas. El yelmo todavía cubría la cabeza del guerrero, y la visera le tapaba la parte superior de la cara.
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