Peter Tremayne - El Monje Desaparecido

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La abadía de Imleach, al suroeste del reino irlandés de Muman, se está convirtiendo en un serio rival de Armagh como centro de la fe, gracias sobre todo a las reliquias que conserva. Por ello, las sospechas se dirigen sólo en una dirección cuando se producen simultáneamente dos enigmáticas desapariciones que tal vez estén vinculadas: por un lado, el monje más veterano de la abadía parece haber sido raptado, pero, por si fuera poco, las preciadas reliquias, de gran valor simbólico tanto religioso como político, han sido robadas, lo cual puede tener consecuencias muy indeseables.
Se trata sin duda de una investigación muy delicada, pues un error en la identificación de los culpables puede ser desastrosa, y además nadie consigue hallar la más mínima pista. Hasta que llegan a la abadía sor Fidelma y su inseparable Eadulf.
Paso a paso, con cautela, Fidelma va descubriendo una de las más siniestras conspiraciones con la que jamás se ha enfrentado, en la que intervienen hombres que parecen no detenerse ante nada, ni siquiera ante el asesinato más despiadado, para alcanzar sus objetivos. Sin duda, la novela más terrorífica y emocionante (de momento) de una serie espléndida.

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– ¿No reconocisteis a los atacantes? ¿No sabéis quiénes eran o de dónde venían? -insistió Finguine.

– Llegaron a caballo por el norte, y por el norte se marcharon -dijo, y escupió en el suelo-. No hace falta preguntar quiénes eran.

– Pero no estáis seguro de quiénes eran, ¿cierto? -insistió Fidelma.

– ¿Qué iban a ser sino Dal gCais? ¿Quién sino esos asesinos de los Uí Fidgente perpetraría un ataque de tal envergadura a Imleach y destruiría el gran tejo?

– Pero no estáis seguro -repitió.

El herrero entornó los ojos sin disimular la ira que sentía.

– La próxima vez que me encuentre con un Uí Fidgente, no me harán falta pruebas para matarlo. Y si me equivoco, estoy dispuesto a ir al infierno sólo por el placer de llevarme a un Uí Fidgente conmigo. Mirad qué le han hecho a mi pueblo -se lamentó, extendiendo el brazo para mostrar las ruinas humeantes.

Finguine miró a su prima con gravedad en el gesto.

– Lo cierto es que ésta es la impresión de la mayoría. De hecho, ¿quién puede haber causado este daño aparte de los Uí Fidgente?

Fidelma se apartó de la forja con él y con Eadulf para que Nion no la oyera.

– Precisamente eso es lo que tengo que averiguar -dijo-. Si han sido los Uí Fidgente, que así sea. Pero debemos asegurarnos, pues Donennach de los Uí Fidgente se halla en estos momentos en Cashel para negociar un tratado con mi hermano. Él y mi hermano han sido heridos en un intento de asesinato. En pocos días habrá una vista en la que tendremos que demostrar la duplicidad de los Uí Fidgente, o ser declarados culpables ante los cinco reinos de Éireann. No quiero hipótesis. Quiero pruebas de que están implicados.

Finguine se mostró comprensivo.

– Es una lástima que alguien se haya tomado la venganza por su mano matando a un rehén. Podríamos haber averiguado algo.

– Si es que la venganza ha sido el móvil para apuñalarlo en el pecho y eliminarlo tan pronto y con tal sigilo -dijo Fidelma, absorta, como si sopesara la cuestión.

Finguine y Eadulf la miraron, asombrados.

– No sé si he entendido bien lo que estáis insinuando -dijo con cierta duda el príncipe de Cnoc Áine.

– Creo que la insinuación es bastante clara -respondió.

– ¿Creéis que lo mataron para impedirle que revelara la identidad de los atacantes? -preguntó Eadulf, que había captado de inmediato la insinuación.

Por la expresión de Fidelma supo que iba bien encaminado.

Eadulf hizo rápidamente sus conjeturas y luego dijo:

– Pero eso significaría… sin duda, que uno de los monjes de la abadía está conchabado con los atacantes.

Fidelma asintió, dado el tono de incredulidad de Eadulf.

– O alguien que estuviera dentro de la abadía -precisó ella-. ¿Es tan difícil de creer? Todos los hilos de este misterio conducen a la abadía.

Eadulf levantó una mano y se tiró de la oreja con gesto pensativo.

– Si mal no recuerdo, dejamos al guerrero atado y entramos en la torre. ¿Seguía vivo cuando bajamos, después de oír la llegada de Finguine? No daría fe de ello.

– Yo tampoco -coincidió Fidelma-. ¿Lo mataron estando nosotros en la torre o cuando abrimos las puertas para recibir a Finguine?

– Bueno, si hubiera muerto cuando estábamos en la torre, en ese momento aún había varios hermanos en el patio, junto a las puertas. Estaban los encargados de llevar los cuerpos de Cred y del hermano Daig al depósito de cadáveres y los que acompañaron al hermano Madagan a su habitación.

Fidelma reflexionó en voz alta:

– Cuando bajamos para abrir las puertas, el hermano Tomar estaba allí con el abad Ségdae, y cerca de pie había otros dos hermanos. Corrimos a abrir las puertas para recibir a Finguine. Alguien podría haber apuñalado al guerrero fácilmente en ese momento.

– Tiempo hubo de sobra para matarlo, y cualquiera de los monjes puede haber sido el responsable -suspiró Eadulf.

– Eso no me sirve de mucho, prima, para identificar a los atacantes -interrumpió Finguine-. Un muerto no cuenta cuentos.

Fidelma se quedó mirando a su primo unos instantes y luego le sonrió para objetar con solemnidad:

– A veces un muerto puede revelar muchas cosas. Dado que el guerrero muerto es la única prueba de la que disponemos contra los atacantes, creo que deberíamos ir a examinar su cuerpo y sus pertenencias. Puede que en él demos con alguna pista.

Se dirigían hacia la abadía, cuando uno de los hombres de Finguine, que había estado examinando el árbol caído, cruzó la plaza corriendo hacia ellos y susurró con avidez al oído del príncipe. Finguine se volvió a Eadulf y Fidelma con una sonrisa triunfante.

– Creo que ya tenemos la confirmación que hacía falta para atribuir la culpa -anunció con satisfacción-. Venid.

Siguieron al hombre hasta el tejo. Aquél se hizo a un lado y señaló una parte del árbol que no se había quemado, algo grabado en el tronco caído. Era un símbolo, un rudimentario jabalí grabado en la madera.

– El emblema del príncipe de los Uí Fidgente -dijo Finguine sin más, pues no era necesaria explicación alguna.

Fidelma miró el grabado unos momentos.

– Resulta interesante que, durante un asalto sigiloso como el de anoche, alguien se molestara tanto en dejarnos claro quiénes nos habían atacado.

En ese momento se oyó un limpio toque de trompeta.

Eran los hombres de Finguine, que regresaban después de ir tras los atacantes. Entraron en el pueblo cabalgando, con los caballos polvorientos y cansados. El jefe del grupo vio a Finguine y se acercó, montado. Moviendo la cabeza con un gesto de disgusto, bajó de la silla.

– Nada -bramó con enfado-. Los hemos perdido.

Finguine torció el gesto.

– ¿Que los habéis perdido? ¿Cómo?

– Han cruzado el río y les hemos perdido la pista.

– ¿En qué dirección iban cuando los habéis perdido de vista? -preguntó el príncipe de Cnoc Áine.

– Hacia el norte, desviándose hacia las montañas, diría. Pero les hemos perdido la pista en el río Muerto. Desde allí podrían haber cambiado de trayectoria hacia cualquier parte. Imagino que seguirían hacia el norte.

– ¿No recorristeis la orilla norte para ver dónde habían dejado el río? -exigió Finguine.

– Cabalgamos más de kilómetro y medio para seguirles el rastro, pero fue en vano. El suelo era muy pedregoso -explicó el hombre en un tono que parecía ofendido por el reproche del príncipe.

– No ha sido mi intención poner en duda vuestra habilidad -le aseguró Finguine-. Id, comed algo y descansad.

Cuando el guerrero se disponía a regresar con sus hombres, el antiguo tejo atrajo su atención.

– Esto es una mala señal, Finguine. Es un mal augurio -aseguró a media voz.

Los labios del príncipe de Cnoc Áine formaron una línea fina.

– Esto sólo significa que quienes lo hicieron pagarán sus culpas -soltó.

– Un momento -pidió Fidelma al guerrero cuando empezó a mover al caballo-. ¿Qué os hace pensar que siguieron hacia el norte tras salir del río Muerto?

El hombre miró hacia atrás. Primero vaciló y luego se encogió de hombros.

– ¿Para qué iba alguien a cabalgar derecho hacia el norte como si el Diablo le pisara los talones, y luego cambiar de rumbo al llegar al río? Sin duda, tenían prisa en llegar sanos y salvos a su territorio.

– Quizá sólo iban hacia el río a sabiendas de que es un buen lugar donde despistar a cualquier perseguidor -sugirió Eadulf, mirando a Fidelma.

El guerrero le lanzó una mirada desdeñosa.

– Yo no daré sermones, hermano, si vos no guiáis guerreros en la batalla. Insisto en que se dirigían al norte.

– En tal caso, quizá vos también habríais tenido que seguir cabalgando hacia el norte -sugirió Fidelma con indiferencia.

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