El administrador reflexionó unos instantes y luego preguntó:
– ¿Como por ejemplo?
– Decís que recordáis el momento en que se os arrastró al patio.
– Así es. Recuerdo el lamento de algunos hermanos por el joven Daig. Y es que sólo tenía diecisiete años.
– Cerca, en el suelo, atado, también estaba el guerrero capturado.
El hermano Madagan parpadeó varias veces con la mirada encendida.
– Sor Scothnat me ha dicho que lo habían capturado vivo. Si entonces hubiera sabido lo que ahora sé, me habría levantado y lo habría matado yo mismo -dijo sin poder ocultar la intensidad en el tono, pero luego vaciló un instante y se calmó-. ¿Me censuráis por pensarlo? ¿Acaso un hermano de la Fe no debe expresar sentimientos naturales como el odio y la rabia? Pero es que el hermano Daig era un alma tan bondadosa; jamás habría hecho daño a nadie. Su alma no albergaba violencia ninguna, y aquel animal lo mató. Yo no rezaré por su alma, sor Fidelma.
Se hizo un breve silencio.
– No os pediré que lo hagáis -dijo Fidelma con gravedad-. Lo que os pido es que tratéis de recordar, hermano Madagan. ¿Os acordáis del momento en que se os llevó a vuestra habitación?
El hermano Madagan se frotó la barbilla.
– Vagamente. El boticario vino a examinarnos a los dos, creo. Se inclinó sobre mí. Yo todavía estaba recobrando la conciencia. Vio que había recibido un golpe en la cabeza y que no era una herida abierta, y pidió a dos hermanos jóvenes que me acompañaran a mi aposento y me limpiaran y vendaran la cabeza.
– ¿El boticario? -preguntó Eadulf, inclinándose con interés sobre la mesa.
– El hermano Bardán. No tenemos otro boticario.
– ¿Qué ocurrió después?
– Me llevaron a mi celda, como les ordenó.
– ¿Examinó a los demás antes que a vos? ¿U os examinó antes que a nadie? -preguntó Fidelma.
– Según recuerdo… no olvidéis que estaba medio inconsciente… creo que primero examinó al hermano Daig. Estaba muy afectado por su muerte. Eran muy amigos. Hasta que el hermano Tomar no le dijo que debía mirar por los vivos, no me examinó. Mientras lo hacía, otros dos hermanos retiraban el cuerpo de Cred, y otros dos, el del hermano Daig -dijo, haciendo una mueca-. Creo que lo último que recuerdo es haber oído al mercader quejándose y discutiendo con el hermano Bardán.
– ¿El mercader? ¿Samradán? -preguntó Fidelma al instante-. ¿Se hallaba en el patio en ese momento? Se suponía que estaba en el sótano de la capilla, escondido con las mujeres del monasterio.
– No. Recuerdo con toda claridad que estaba en el patio y que discutía con el hermano Bardán. Le estaba exigiendo algo. Creo que le exigía protección. Ahora me acuerdo: el hermano Bardán le gritaba que debía arreglárselas solo porque había muertos y moribundos. Me temo que el mercader es un hombre demasiado egoísta.
– ¿Que se las arreglara, porque había muertos y moribundos? ¿Eso dijo Bardán?
– Sí, eso dijo. Me habéis refrescado la memoria, Fidelma.
– ¿Vos fuisteis el último en ser retirado del patio?
– A excepción del atacante -afirmó el hermano Madagan.
– Bueno, me alegra saber que os estáis recuperando, hermano Madagan -dijo Fidelma, poniéndose de pie, a lo cual el hermano Madagan siguió su ejemplo con vacilación.
– Sor Scothnat dice que el ataque fue perpetrado por los Uí Fidgente. ¿Es cierto?
– No lo sabemos todavía -puntualizó Fidelma-. Por el momento, la sospecha recae sobre ellos.
El hermano Madagan suspiró.
– Debemos sospechar de nuestros enemigos. Es nuestra única defensa contra la traición.
– La suspicacia engendra suspicacia, hermano Madagan -discrepó Fidelma-. Si permitís que la suspicacia se adueñe de vuestro corazón, no habrá cabida para la confianza.
– Quizá tengáis razón -dijo el hermano Madagan-. Sin embargo, podemos confiar en Dios…, pero debemos atar bien a nuestro caballo de noche. Sólo lo pregunto porque acaba de llegar un Uí Fidgente, y no me gusta nada. Dice ser un dálaigh.
– Ya lo sé. Es lo que dice ser, hermano Madagan. Se llama Solam y está de paso hacia Cashel para representar al príncipe ante los brehons. Yo represento a la parte contraria.
– ¿Ah, sí? -se sorprendió el hermano Madagan, que hizo asomo de decir algo más, pero se limitó a sonreír y a marcharse casi bruscamente.
Eadulf miró a Fidelma para comentarle:
– El hermano Bardán y Samradán estaban en el patio con el guerrero. Yo apostaría a que fue el hermano Bardán. Creo que es el principal sospechoso. Queda claro que lo movió la venganza por su amigo, el hermano Daig.
Fidelma consideró la posibilidad.
– Tal vez -dijo-. Pero tengo una duda. Podría ser que mataran al guerrero para evitar que revelara quién le había enviado a él y a sus compañeros. Además, no olvidéis que ha desaparecido el contenido de la alforja del guerrero que está en las cuadras. ¿Para qué querría el hermano Bardán el contenido de la alforja si mató por venganza al guerrero?
Eadulf soltó un quejido, pues se había olvidado del motivo principal por el que habían ido en busca del hermano en cuestión.
– Más vale que encontremos al hermano Bardán -dijo-. No le he visto ni en la misa ni en la comida.
Le sorprendió oír a Fidelma decir:
– Por el momento no hace falta interrogarle. Ya sabemos dónde estaba cuando apuñalaron al guerrero. Sabemos que tenía el tiempo y la ocasión. Pero no me acaba de encajar con todo lo que ha sucedido hasta ahora. ¿Estáis seguro de no haber visto al hermano Bardán en el refectorio?
– No, no le he visto.
– No debemos quitarle el ojo de encima, pero sin alarmarlo.
– Nadie ha dicho ni media palabra sobre el hallazgo de los restos del carrero de Samradán -añadió Eadulf con un escalofrío involuntario.
Fidelma arrugó la nariz con un gesto de repelús.
– A veces nunca se encuentra a la gente atacada por lobos. Rezaré por el reposo de esa pobre alma.
Entraron en el claustro. Se disponían a cruzar el patio hacia la casa de huéspedes, cuando Eadulf tiró de Fidelma para ocultarse en la penumbra.
Abrió la boca para quejarse, pero Eadulf se llevó un dedo a los labios para indicarle silencio. Éste señaló con la cabeza el pasillo enclaustrado al otro lado del patio, hacia donde ella miró.
Allí estaba la figura menuda y pálida de Solam, el dálaigh de los Uí Fidgente. Hablaba animadamente haciendo aspavientos. Parecía entusiasmado. Fidelma no veía bien con quién hablaba, ya que el interlocutor estaba detrás de una de las columnas del claustro. Indudablemente, se trataba de un clérigo por lo único que alcanzaban a ver, la silueta de alguien con un hábito.
– Nuestro querido jurista parece algo agitado -murmuró Eadulf.
– ¿Por qué será? -se preguntó Fidelma-. ¿Podemos acercarnos sin que nos vean?
– No creo.
– Probémoslo.
Empezaron a caminar despacio y en sigilo por un lado de la galería que rodeaba el patio, antes de girar en la siguiente. Desde allí oían la voz de Solam, pero no percibían qué decía.
Entonces calló, como si hubiera interrumpido su discurso.
– Creo que nos han visto -susurró Eadulf.
– Caminad como si no les hubierais visto -propuso Fidelma a media voz, y aceleró un poco el paso.
Cuando llegaron al pasillo donde estaban aquéllos, las dos figuras se habían desvanecido. Solam sólo podía haber entrado por una de las puertas laterales que daban a la casa de huéspedes. En cuanto al otro, oían el golpeteo del cuero de las sandalias contra las losas, al paso apresurado del que las llevaba. Eadulf se adelantó a toda prisa y se asomó por los arcos de piedra para mirar al otro lado del patio. Oyeron el golpe de una puerta al cerrarse.
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