El hermano Cillín se echó a reír.
– Quien se conoce y vence sus problemas puede conseguir muchas cosas en la vida. Yo espero que no sea demasiado tarde y que Draigen no sea tan arrogante como para no comprender esto.
– ¿Insistiréis en que obedezca? No es una persona que acepte fácilmente las indicaciones.
– Está ese asunto de incitar a sor Lerben a cometer asesinato, que me habéis explicado. Podía haber habido un crimen si no intercedéis para proteger a sor Berrach. Voy a plantear a Draigen que tiene que elegir, u obedecer con humildad o responder por su comportamiento ante un consejo eclesiástico en Ros Ailithir.
– En ese caso, estoy segura de que irá. Draigen es engreída, pero su arrogancia oculta una vida destruida antes de empezar. El engreimiento es sólo la armadura que se ha puesto para protegerse de la vida.
El hermano Cillín la miró con ironía.
– ¿Queréis que sienta lástima por ella? ¿Seguro que esa vanidad es su consuelo?
– Sería triste si no sintiéramos lástima por las desgracias de la vida.
– Yo sentiría más lástima por su hija, sor Lerben. La ha condenado su madre y ha sufrido las acciones de su padre. ¿Qué esperanzas hay?
– Eso será cosa vuestra, Cillín -replicó Fidelma-. Vuestra mano ha de guiar ahora los pasos de esta gente.
– Es una responsabilidad muy grande -admitió el monje-. Yo preferiría peregrinar entre los bárbaros que no han oído la palabra de Cristo a intentar resolver conflictos como éstos, de la mente y las almas. Enviaré a sor Lerben a Ard Fhearta un tiempo, para que aprenda de sus mayores.
– Pobre Lerben. Estaba orgullosa de ser rechtaire aquí.
– Tiene que aprender mucho antes de poder guiar a otros o tener autoridad. -El hermano Cillín tendió su mano-. Vade in pace, Fidelma de Kildare.
– Vale, Cillín de Mullach.
Fidelma se reunió con Eadulf en el patio de la abadía.
– ¿Y ahora? -preguntó el monje sajón, ansioso.
– ¿Ahora? Yo no tengo ninguna gana de quedarme en este lugar triste. Me vuelvo a Cashel.
– Entonces haremos el viaje juntos -dijo Eadulf contento-. ¿Acaso no soy el emisario de Teodoro de Canterbury a vuestro hermano en Cashel?
En el muelle encontraron a Ross, que los estaba esperando. Fidelma vio que sor Brónach estaba en un lado con sor Berrach, apoyándose en el bastón. Era evidente que Brónach y Berrach estaban esperando para hablar con ella. Fidelma murmuró una excusa a Eadulf y Ross, se dirigió hacia ellas y les dirigió un saludo.
– No queríamos que os marcharais sin poder hablar con vos -empezó a decir dudosa sor Brónach-. Os quería agradecer…
– No tenéis que agradecerme nada -protestó Fidelma.
– También quería disculparme -continuó con rostro solemne la religiosa-. Yo creía que sospechabais de mí…
– Mi profesión me lleva a sospechar de todo el mundo, hermana, ¿pero no se dice que vincit omnia veritas, la verdad siempre vence?
Sor Berrach resopló sonoramente y señaló hacia la abadía.
– ¿Vuestra frase en latín no tendría que ser la de Terencio: Veritas odium parit?
Fidelma se mostró divertida.
– ¿La verdad provoca odio?- Miró hacia la abadía. La abadesa estaba discutiendo acaloradamente con el hermano Cillín-. Ah, sí. Me temo que ésa es la naturaleza de la verdad, porque mucha gente pretende ocultarla. Pero el mayor de los odios surge cuando la persona se ha ocultado la verdad a sí misma.
Sor Berrach inclinó la cabeza, aceptando aquella muestra de sabiduría.
– Quisiera daros las gracias, Fidelma. Si no hubiera sido por vos, también a mí me hubieran acusado. El prejuicio me hubiera condenado.
– Heráclito dice que los perros ladran a la gente que no conocen. Desde luego, el prejuicio es hijo de la ignorancia. La gente suele odiar a los otros porque no los conoce. No os puedo culpar, pero vos misma contribuisteis en alguna medida a esa ignorancia al desempeñar el papel que los otros os daban, en lugar de manteneros firme. Os hacíais pasar por una simplona, hacíais ver que tartamudeabais, hacíais ver que carecíais de educación y os encerrabais a leer en horas en que nadie os observaba.
– No podemos eliminar el prejuicio -replicó sor Berrach, defendiéndose.
– El conocimiento es la única cosa que nos hace humanos y no simplemente animales. Sor Comnat tendrá que buscar una nueva ayudante para la biblioteca. Si tuviera conocimiento de vuestra habilidad con los libros, sor Berrach, estoy segura de que os ofrecería ese puesto.
Sor Berrach respondió con una amplia sonrisa.
– Entonces me preocuparé de que lo tenga.
Fidelma asintió con la cabeza y luego lanzó una mirada a Brónach.
– Vuestra madre debería estar orgullosa de su hija, sor Berrach.
El rostro solemne de sor Brónach se sobrecogió.
– ¿También sabéis eso? -se sorprendió.
– Por si no hubierais demostrado vuestra maternidad por la manera en que vigiláis a Berrach y la ayudáis, las historias que me contasteis ambas me fueron suficientes. Vos me dijisteis que vuestra madre era Suanach. Me dijisteis que erais miembro de esta comunidad, y que no estabais de acuerdo con la adhesión de vuestra madre a los antiguos usos. Vinisteis a esta comunidad, conocisteis a alguien y tuvisteis una hija. Pensasteis que no podríais cuidar de vuestra pequeña aquí y la llevasteis a vuestra madre para que la educara. ¿Por qué veíais tan difícil criar a un hijo en esta comunidad? Porque la niña tenía problemas físicos que necesitaban atención constante.
Sor Brónach estaba pálida, pero levantó la cabeza, desafiante.
– Así es -admitió-. No me digáis más.
Berrach se colgaba del brazo de su madre.
– Yo lo sé desde hace tiempo. Tenéis razón, hermana. Mi padre no ayudó a Brónach a cuidar de mí. Sólo mi abuela la ayudó hasta que tuve tres años. Estaba al cuidado de otra niña entonces, una niña que era mayor que yo. Esa niña estaba llena de malicia y de celos, y en un ataque de rabia mató a mi abuela, y me dejó casi desamparada. Entonces Brónach desafió los deseos de mi padre y me trajo de vuelta a la comunidad y me crió; con mis deformidades.
Sor Brónach hizo una mueca.
– La condición fue que yo nunca revelaría la identidad del padre. Eso lo he cumplido. A Berrach no le gustaría saberlo.
– Yo soy feliz ignorándolo -aseguró Berrach-. No es una gran pérdida.
– Lo que es una ironía es que la niña que mató a mi madre pudiera ingresar en la comunidad, y además llegar a convertirse en nuestra abadesa.
– No se quedará aquí mucho tiempo. Tampoco sor Lerben -les aseguró Fidelma.
Sor Berrach se adelantó entonces y le cogió la mano a Fidelma.
– ¿Pero no le explicaréis a nadie esta historia?
– A nadie -tranquilizó Fidelma a la joven-. Vuestro secreto está enterrado y olvidado, por lo que a mí respecta.
Sor Brónach se secó una lágrima.
– Gracias, hermana.
Fidelma tendió sus manos y cogió las de Brónach y Berrach.
– Cuidad una de la otra, hermanas, en el futuro como habéis hecho en el pasado.
La vela de lona crujió en el mástil al ajustarse. Ross observaba con atención a sus marineros, que se arremolinaban para sujetarla. Un viento invernal soplaba en la bahía y transportaba copos de nieve. El cielo estaba casi negro y el aire era húmedo y helado. Sin embargo, a Ross no le inquietaba hacerse a la mar, a pesar de que incluso en la bahía las aguas estaban revueltas y el barc se balanceaba de un lado a otro de forma peligrosa. Las velas ya estaban en su sitio, Odar se encontraba al timón, y el barco empezó a avanzar muy rápido.
Sor Fidelma y el hermano Eadulf estaban en la cubierta de popa con Ross. Los dos religiosos se agarraban a las barandillas, y tenían celos de la facilidad con la que Ross permanecía junto al timón, con los pies separados, haciendo equilibrios. El fornido marino se giró hacia ellos casi como disculpándose.
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