Fidelma recordó las heridas en la espalda del cadáver del pozo. Ya no necesitaba nada más para identificarlo.
– Hace diez días -continuó sor Comnat-, al final de la jornada de trabajo, no regresó a la choza donde nos ponían los grilletes para pasar la noche. Luego me enteré de que mientras estaba cuidando de algunos de los enfermos, al parecer, había desaparecido, se había escapado al bosque. Hubo una ola de entusiasmo. Sin embargo, yo creo que había recibido ayuda para escapar, pues me había dicho que se había hecho amiga de un joven de los Uí Fidgenti que estaba dispuesto a auxiliarla.
– Eso implicaría que él tenía alguna autoridad entre ellos -observó Fidelma con cautela-. ¿No os advirtió de que iba a intentar escapar?
– Una especie de aviso, creo.
– ¿Una especie de aviso?
– Sí. Cuando se fue aquella mañana me sonrió y me dijo algo como que iba a cazar jabalíes. No recuerdo exactamente lo que dijo. No tenía sentido.
– ¿Jabalí? -preguntó Fidelma perpleja.
– En cualquier caso, no regresó. Me dijeron que los guardias ni siquiera se molestaron en enviar a una patrulla en su busca. Cada día recé por que tuviera éxito en su huida, aunque corrió el rumor de que probablemente había perecido en las montañas. Sin embargo, yo tenía esperanzas. Yo esperaba que llegara un grupo a rescatarnos. -La mujer hizo una pausa y luego continuó-. Luego, ay de mí, llegaron más prisioneros, galos, y también este monje sajón, Eadulf, que habla tan bien nuestra lengua.
– Lo que dice sor Comnat tiene sentido con lo que me sucedió a mí -añadió Eadulf-. La captura del barco galo con la tormenta a bordo, eso es. Creo que eso eran armas que Gulban había comprado en nombre de los Uí Fidgenti.
– ¿Armas para ayudar a Eoganán a derrocar a Cashel? -preguntó Ross con los ojos bien abiertos.
– Son buenas armas de asedio -confirmó Eadulf.
– Una veintena de esos terribles artefactos de destrucción, junto con guerreros francos expertos en su uso -murmuró Ross- sembrarían el terror en Cashel. Ya entiendo. Esas armas no se han visto ni usado nunca en los cinco reinos. Nuestros guerreros luchan cara a cara, con espada, lanza y escudo. Pero con esas armas Eoganán o Gulban pensaban obtener una gran ventaja.
– ¿Realmente los francos y su tormenta supondrían tal ventaja? -preguntó Eadulf-. Esas armas son bien conocidas entre los reinos sajones y francos y en todas partes.
– Yo llevo años comerciando -contestó Ross con solemnidad-, pero cuando el rey de Cashel lo ha requerido, he respondido. Era todavía joven cuando luché en la batalla de Carn Conaill durante la fiesta de Pentecostés. No creo que lo recordéis, Fidelma. ¿No? Fue cuando Guaire Aidne de Connacht intentó derrocar al Rey Supremo, Dairmait Mac Aedo Sláine. Naturalmente, Cúan, hijo de Almalgaid, el rey de Cashel, estaba al frente de las tropas de Muman, apoyando al Rey Supremo. Pero su tocayo Cúan, hijo de Conall, príncipe de los Uí Fidgenti, apoyaba a Guaire. Los Uí Fidgenti eran perversos incluso entonces, siempre en busca de un atajo para llegar al poder. Aquella fue una batalla sangrienta. Ambos Cúanes fueron asesinados. Pero Guaire huyó del campo de batalla y el Rey Supremo fue el vencedor. Aquélla fue mi primera batalla sangrienta. Gracias a Dios, fue también la última.
Fidelma intentaba conservar la paciencia.
– ¿Qué tiene esto que ver con la tormenta? -dijo amenazante.
– Muy fácil -contestó Ross-. He visto matanzas. Conozco el daño que pueden llegar a hacer tales máquinas. Podrían morir centenares de guerreros y Cashel no podría defenderse. Se podrían abrir brechas en las fortificaciones de Cashel. El alcance destructivo de esas máquinas es, como dice el sajón, de más de quinientas yardas. Lo sé por lo que he oído cuando comerciaba con la Galia; tales máquinas de guerra hacían a los romanos casi invencibles.
Fidelma los miró a todos con aspecto sombrío.
– Por eso la importación de tales armas había de mantenerse en secreto. Gulban y Eoganán de los Uí Fidgenti planean utilizarlas como un arma secreta, sin duda para encabezar un ataque sorpresa contra Cashel.
– Todo empieza a tener sentido ahora -suspiró Eadulf-. Y explica por qué, en cuanto las armas y los francos habían desembarcado, los hombres de ese Gulban apresaron el barco galo y su tripulación, y a mí también, el único pasajero. Era una manera de evitar que cualquier noticia del cargamento saliera de este lugar. En mal día cogí yo ese barco.
– Decidme cómo escapó el capitán galo -le invitó a seguir Fidelma repentinamente.
– ¿Cómo lo sabéis? -inquirió Eadulf-. Ahora os lo iba a explicar.
– De nuevo forma parte de una larga historia pero basta decir que descubrimos el barco galo.
– Yo hablé con alguna gente que había visto a un prisionero galo a bordo -explicó Ross-. Me dijeron que había escapado y el barco había desaparecido mientras los guerreros de los Uí Fidgenti estaban en tierra.
Fidelma le hizo señal de callar.
– Dejad que Eadulf explique su historia.
– Muy bien -empezó a decir Eadulf-. Hace pocos días, el capitán y dos de sus marineros consiguieron escapar de las minas. Se hicieron con una barquita y se dirigieron hacia una isla alejada de la costa…
– Dóirse -interrumpió Ross.
– El mercante galo todavía estaba en el puerto. Algunos de los guardias salieron en su persecución con la nave. Izaron las velas y persiguieron a la pequeña embarcación. Regresaron al día siguiente pero sin el barco ni los tres galos.
– ¿Sabéis lo que pasó?
Eadulf se encogió de hombros.
– Se cuchicheaba algo entre los prisioneros y yo me enteré mientras me ocupaba de ellos…, esto es, si es que hay que darle crédito. Se decía que los guerreros habían dado caza al bote y lo habían hundido, y habían matado a dos de los marineros galos. Al capitán lo habían rescatado y hecho prisionero. Como ya era casi de noche, los guerreros se habían metido en el puerto de la isla. Todos se fueron a tierra a disfrutar de la hospitalidad del jefe local, es decir, todos salvo un guerrero y el capitán galo. Durante la noche, el galo consiguió volver a escapar. Creo que dijeron que había matado al guerrero que se había quedado a bordo a vigilarlo. Él solo consiguió izar las velas y zarpar de noche. Era un buen marino. Yo pensé que tal vez fuera capaz de organizar un grupo de rescate para sus hombres. -Eadulf hizo una pausa para recordar-. ¿Pero decís que lo encontrasteis a él y el barco?
Fidelma hizo un gesto de negación.
– A él no, Eadulf. No sobrevivió. Encontramos el mercante a toda vela a la mañana siguiente pero no había nadie a bordo.
– ¿Nadie? ¿Y entonces qué pasó?
– Creo que ya sé de qué va el misterio -dijo Fidelma rápidamente.
Ross y Odar se inclinaron hacia delante con los ojos ávidos, en espera de la solución a aquel rompecabezas que los había desconcertado durante varios días.
– ¿De verdad lo podéis explicar? -preguntó Ross.
– Puedo lanzar una hipótesis y tener casi la certeza de que mi relato será fiel. Ese capitán galo era un hombre valiente. ¿Llegasteis a saber cómo se llamaba, Eadulf?
– Se llamaba Waroc -dijo Eadulf.
– Pues Waroc era un hombre valiente -repitió Fidelma-. Bueno, se escapó de la isla de Dóirse donde estaba amarrado el barco. Conocemos esa parte de la historia por la información que Ross recogió allí, y que concuerda con vuestro relato, Eadulf. Waroc, habiendo escapado de nuevo de sus captores, decidió que intentaría gobernar el barco él solo. Un aventura valiente, pero temeraria. Tal vez pensó simplemente en navegar a lo largo de la costa hasta un puerto amigo y pedir ayuda.
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