Peter Tremayne - La Serpiente Sutil

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Un suceso espantoso convulsiona por completo la vida aparentemente tranquila de la comunidad religiosa de la abadía de El Salmón de los Tres Pozos: el cadáver decapitado de una joven, con señales de haber sido sometida a un culto demoníaco, es descubierto muy cerca del convento.
Sor Fidelma de Kildare llega dispuesta a resolver un caso de asesinato ritual, pero pronto se da cuenta de que en ese lugar santo todo es oscuro como los pozos que le dan nombre: ¿qué negros pensamientos y pasiones ocultas habitan la menta de la abadesa Draigen?, ¿qué tenebroso pasado parece haber marcado el triste carácter de la conserje Brónach?, ¿qué secretas ambiciones persiguen los nobles que se reúnen en la cercana fortaleza de Dún Boí?, ¿dónde está la tripulación del barco galo que aparece de repente y a la deriva en las aguas de la bahía?
El odio llena todos los rincones de El Salmón de los Tres Pozos en el año del Señor de 666, y sor Fidelma ha decidido saber por qué.

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– De toda la gente, Eadulf -dijo Fidelma, forzando un tono de reprimenda, aunque con la voz entrecortada-, hermano Eadulf, sois la última persona que hubiera esperado ver en esta tierra minera.

– A decir verdad -contestó Eadulf, esbozando una mueca con las comisuras de los labios-, a decir verdad, he de admitir que nunca esperé volver a ver a nadie conocido otra vez. Pero ¿cómo habéis llegado aquí? ¿Seguro que no sois amiga de esta gente…?

– Hay mucho que contar -replicó Fidelma sacudiendo la cabeza-. Pero hemos de darnos prisa e irnos antes de que nos descubran. ¿Cómo estáis atado?

Eadulf se tragó las ciento y una preguntas que le venían, obviamente, a la mente y señaló el grillete de hierro que tenía en el tobillo.

– He intentado aflojarlo pero no tengo la herramienta apropiada.

Fidelma examinó el candado, frunciendo el ceño y concentrada. Era un mecanismo simple pero hacía falta algo largo y delgado para abrirlo haciendo palanca. Buscó en el interior de su crumena, extrajo el cuchillo que llevaba e intentó meter la punta para abrir el candado. Era demasiado ancho.

Eadulf la contempló con desánimo, mientras ella miraba en toda la habitación en busca de una pieza larga de metal para abrir el candado.

– No hay nada a mano. Ya lo he mirado.

Fidelma no respondió, pero se levantó y examinó la linterna que colgaba del poste de madera. La alcanzó, la descolgó y examinó el clavo de hierro del que colgaba. Dejó la lámpara y con el cuchillo empezó a arrancar el clavo. Le costó un poco quitar la madera suficiente alrededor del clavo para luego poder sacarlo con facilidad. Luego volvió a su tarea.

– Todavía no entiendo cómo habéis llegado hasta aquí, Fidelma -dijo Eadulf mientras observaba cómo ella retorcía el clavo en el interior de la cerradura.

– Llevaría un buen rato explicarlo. Más importante es cómo vos habéis llegado hasta aquí.

– Yo iba de pasajero en un mercante galo. El capitán recaló en este puerto para comerciar y de repente nos capturaron a todos.

– ¿Dónde está el resto de los cautivos?

– Casi todos están retenidos en las minas para trabajar. Aquí hay unas minas de cobre…

– Ya sé. ¡Ah! Eso es.

Se oyó un clic y el mecanismo se abrió. Fidelma le sacó el grillete del tobillo.

Eadulf empezó a darse masajes en la carne magullada.

– Bueno, no lamento abandonar la hospitalidad de esta gente -murmuró. Luego echó una mirada a la puerta cerrada que separaba aquella parte de la choza de la segunda estancia-. Sin embargo…

– ¿Qué hay? -inquirió Fidelma impaciente, ya avanzando hacia la puerta de salida-. Hemos de irnos ahora. No vamos a tener siempre la suerte de nuestro lado.

– Hay una anciana religiosa prisionera en la habitación de al lado. Lleva aquí varias semanas. No me gustaría dejarla. ¿Podemos llevarla con nosotros?

Fidelma no dudó un momento.

– ¿Está sola?

Eadulf asintió con la cabeza.

Fidelma cogió la lámpara, se dirigió con cautela a la otra estancia y abrió la puerta.

Una anciana de cabello blanco yacía en un jergón de paja en un rincón. Estaba dormida. Al igual que Eadulf, tenía un tobillo cogido con un grillete atado a la pared mediante una cadena.

Fidelma se inclinó y la sacudió suavemente.

La anciana religiosa se despertó y abrió los ojos asustada. Intentó decir algo, pero Fidelma le puso un dedo en los labios y le sonrió para tranquilizarla.

– Estoy aquí para ayudaros. Supongo que sois sor Comnat.

La mujer la miró asombrada y luego hizo un gesto afirmativo.

Fidelma tomó el clavo y se inclinó sobre el candado.

– Esto no nos llevará nada.

Sor Comnat miraba a Fidelma y luego a Eadulf, que estaba en la puerta, estirándose y dándose masajes en la pierna para restablecer la circulación.

– ¡Gracias a Dios! -susurró la anciana-. ¿Entonces sor Almu consiguió llegar a salvo?

Fidelma apretó los labios un momento y luego sacudió la cabeza con energía.

– Hablaremos de esto luego.

El candado de sor Comnat no era tan difícil de abrir como el de Eadulf o acaso Fidelma ya había aprendido a manejar aquel mecanismo. Se oyó un clic y el candado se abrió.

– ¿Y ahora? -preguntó Eadulf-. Hay muchos guerreros en este lugar.

Fidelma ayudó entonces a la débil religiosa a ponerse en pie.

– Tengo unos amigos con caballos cerca de aquí. Venid.

Sostuvo a sor Comnat, que se tambaleaba un poco a causa de la debilidad, y la acompañó a la puerta de la choza.

– Echad una mirada fuera a ver si está despejado -indicó a Eadulf.

El monje asintió brevemente con la cabeza y abrió la puerta. Al cabo de un momento regresó con una mirada burlona de satisfacción.

– No se ve a nadie fuera.

– Entonces vamos. Avancemos por el lateral de la choza, hasta la protección de los bosques de allí atrás. Tened cuidado, porque al menos hay un perro en este lugar.

Salieron de la choza y Fidelma le hizo señal a Eadulf de que cerrara la puerta y colocara en su sitio la barra de madera, de forma que, a primera vista, pareciera que la choza estaba bien cerrada. Luego avanzaron con cautela por el exterior de la choza. Un perro empezó a aullar, pero su grito se confundió con los aullidos lejanos de los lobos en la montaña. Oyeron una voz que lo maldecía y luego un gañido. Obviamente, el irritado amo del perro había lanzado algo a la pobre bestia.

Guiados por Fidelma, continuaron por el exterior de la choza y penetraron en los árboles y matorrales que había detrás. Había un grupo de tejos de copas redondas, y espesos madroños y acebos. Algunas de las especies de acebos tenían las brillantes bayas rojas y también había muchos árboles jóvenes con la corteza verde. Las hojas de hiedra penetraban entre los árboles, entre los mayores, de manera que el bosque les daba la bienvenida con una protección natural. Intentando no pincharse con las espinas de las hojas más bajas, Fidelma se fue abriendo paso hacia el abrigo de los bosques.

– Mis amigos deberían de estar cerca de aquí -susurró, indicando el camino.

Los fue guiando en silencio describiendo un semicírculo alrededor del asentamiento, bien protegidos por los árboles y arbustos hasta que encontraron a Ross, que esperaba impaciente con Odar y los caballos. El fornido capitán examinó a los compañeros de Fidelma, sorprendido.

– No hay tiempo para explicaciones ahora -le cortó Fidelma antes de que pudiera empezar a preguntar-. Hemos de alejarnos de este lugar cuanto antes.

Ross respondió enseguida a aquella premura.

– Podemos dirigirnos a las cuevas que hay en la ladera, unas millas atrás. La vieja… la hermana puede montar detrás de vos, Fidelma. El monje puede montar detrás de mí.

Fidelma accedió y se subió al caballo.

– Odar, ayudad a sor Comnat a subir detrás de mí -le apremió.

Todavía sin duda aturdida, la religiosa subió con la ayuda de Odar. Ross montó y luego ayudó a Eadulf a colocarse detrás de él. Luego se giró y se puso en marcha a la cabeza del grupo siguiendo el sendero que subía por el bosque, y que sin duda los ocultaba de cualquiera que estuviera en el asentamiento. Al cabo de media hora hizo un alto en un pequeño claro, donde la nieve se había convertido en aguanieve delante de la entrada rocosa de una gran cueva. Les hizo señal de desmontar y luego condujo los caballos al interior de la cueva para que nadie pudiera verlos.

– Vamos -instruyó a los otros-, hay mucho sitio y no nos verán.

Ross tenía razón. Era una cueva grande y había podido atar los caballos bien separados de la entrada y ellos se habían reunido formando un pequeño círculo, sentados sobre unas piedras que les servían de asiento.

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