– No le hagáis caso, sor Fidelma -dijo Torcán-. Es cosa del vino.
– Por supuesto -dijo Fidelma con tono grave, pero las palabras del antiguo proverbio romano le vinieron a la mente: In vino veritas, la verdad está en el vino.
Torcán levantó la cabeza.
– Sin duda, esperamos ir pronto a Cashel a ofrecer nuestra fidelidad a Colgú en persona.
De repente Olcán farfulló dentro de su copa, y se echó por encima algo del contenido. Empezó a toser con fuerza.
– Algo, algo… se me ha ido por el otro lado -dijo, mirando avergonzado a su alrededor.
Torcán, frunciendo el ceño, le acercó un poco de agua para beber.
– Es evidente que habéis bebido demasiado vino esta noche -le reprendió secamente.
Pero Fidelma ya se levantaba, al darse cuenta de lo avanzado de la hora.
– Es casi medianoche. He de regresar a la abadía.
– ¿Debéis marcharos? -Torcán era la amabilidad personificada-. Adnár se enorgullece de sus músicos y todavía tenemos que escucharlos.
– Gracias, pero he de regresar.
Adnár hizo señal a un criado para que se adelantara y le susurró unas instrucciones.
– He ordenado que el bote os lleve de regreso. Tal vez en otra ocasión podáis venir a escuchar tranquilamente a mis músicos.
– Así será -respondió Fidelma cuando un ayudante le trajo los zapatos y la ayudó a abrocharse la capa en los hombros.
Cuando la embarcación se iba alejando del muelle de Dún Boí adentrándose en la oscuridad de la noche, Fidelma se sintió aliviada de estar fuera de las murallas oscuras de la fortaleza. Tenía la sensación de haber pasado por el filo de un cuchillo entre la seguridad y el extremo peligro.
Los ecos del gong anunciando la medianoche resonaron claramente procedentes de la torre de la abadía. Fidelma, bien envuelta en su capa de lana ribeteada con piel de castor, atravesaba en silencio los bosques envueltos en un velo blanco. La nieve recién caída crujía bajo sus pies y un vaho blanco producido por el aire frío la precedía como neblina. A pesar de la hora, la noche era clara gracias a una luna llena y redonda, que había aparecido entre las nubes, y cuyos rayos brillaban al tocar la alfombra de nieve del suelo.
Estaba segura de que nadie la había visto abandonar la casa de huéspedes y había salido en silencio de los terrenos de la abadía, hasta los bosques circundantes. Se había parado un par de veces para mirar hacia atrás, pero no había visto que nada se moviera en el silencio mortal de la noche. Avanzaba rápido, jadeante; el aire frío la obligaba a hacer mayor esfuerzo del normal.
Se tranquilizó cuando oyó el suave relinchar de unos caballos delante de ella y, al cabo de unos minutos, vio a Ross y a Odar que sujetaban las riendas de los animales.
– ¡Muy bien hecho, Ross! -lo saludó sin aliento.
– ¿Va todo bien, hermana? -preguntó el marino ansioso-. ¿Os ha visto salir alguien de la abadía?
Fidelma sacudió la cabeza.
– Pongámonos en marcha, pues creo que tenemos mucho que hacer esta noche.
Odar se acercó y la ayudó a subir a la silla de una yegua oscura. Luego Ross y Odar subieron a sus monturas. Ross dirigía el grupo, pues al parecer sabía la dirección que habían de tomar. Fidelma iba detrás y tras ella Odar, en la retaguardia.
– ¿Dónde habéis conseguido los caballos? -preguntó Fidelma mientras avanzaban por el sendero del bosque. Sabía de caballos.
– Se ha ocupado Odar.
– Un granjero no lejos de aquí. Un hombre que se llama Barr -informó Odar en un tono brusco-. Parece que su granja ha prosperado desde la última vez que hice algún negocio con él. Entonces no podía permitirse tener caballos. Le he pagado el alquiler de una noche.
– ¿Barr? -preguntó Fidelma frunciendo el ceño-. Me parece que he oído ese nombre antes. No importa. Oh, sí -dijo al recordar repentinamente-. Ya sé. ¿Y ha encontrado Barr a su hija perdida?
Odar la miró asombrado.
– ¿Hija? Barr ni siquiera está casado, por lo que menos aún puede tener hijos.
Fidelma frunció los labios pero no respondió.
De repente se puso a temblar a causa del frío, a pesar de su capa; el viento helado empezó a susurrar por las laderas cubiertas de nieve de las grandes montañas.
Ross señaló hacia arriba.
– Nuestro camino sube por la montaña hasta el otro lado. Hay un sendero que pasa por el pico y llega al otro extremo de la península. Luego desciende por detrás de los asentamientos donde excavan en busca de cobre.
– He traído un frasco con cuirm en mi alforja que os ayudará a soportar el frío, hermana -añadió Odar-. ¿Queréis un sorbo?
– Eso ha sido una buena idea, Odar -respondió Fidelma agradecida-. Pero creo que será mejor que lo guardemos para luego, pues todavía tenemos que abandonar el abrigo que nos ofrece este bosque y subir las heladas laderas de las montañas. Luego tendré todavía más frío y lo necesitaré.
– Eso que decís es muy sabio, hermana -admitió Odar, impasible.
Continuaron cabalgando en silencio, con las cabezas gachas, pues el viento se iba levantando lentamente y lanzaba contra ellos una fina nieve. Había más nubes de nieve que se arracimaban en el oeste, pero Fidelma no estaba segura de si agradecerlo o consternarle. Por un lado pensaba que las nubes podrían ocultar la luna brillante que se reflejaba en la nieve y hacía que la noche fuera tan clara como el día, pero los hacía visibles a una distancia considerable. Por otro lado, estaba consternada ante la idea de que las grandes nubes descargaran nieve y convirtieran aquella excursión nocturna en algo incómodo y más peligroso todavía.
Cuando ya llevaban cinco millas de camino la sabiduría que había mostrado Fidelma al querer conservar el cuirm, o licor alcohólico que había traído Odar, se hizo evidente. Estaban helados a pesar de las cálidas capas que llevaban y Fidelma hizo que su caballo se detuviera en un pequeño claro. Era una zona rocosa junto a la entrada de una especie de cueva. Sugirió que Odar les permitiera dar un sorbo de cuirm para fortalecerse. Una vez hubieron bebido, continuaron. Al cabo de una milla, aproximadamente, fueron descendiendo por una serie de senderos tortuosos dejando las montañas y atravesando unas colinas más suaves en dirección a la costa. Veían el mar negro y borbolleante, reflejado de vez en cuando bajo los rayos de la luna, cuando las nubes se separaban y dejaban que brillara.
Los caballos estaban asustados, y no lejos de allí empezaron a aullar unos lobos. Fidelma, mirando hacia la parte alta de las montañas, percibió varias sombras oscuras que se movían con prisa por la nieve blanca y reprimió un escalofrío.
– La reina de la noche está brillante -murmuró Ross, con aprensión-. Quizás está demasiado radiante.
Por un momento, Fidelma se preguntó a qué se refería, hasta que se dio cuenta de que los hombres de mar tenían un tabú y no se referían directamente a la luna o al sol. A menudo se referían a la luna como la «reina de la noche», o simplemente, «la luminosidad». La antigua lengua de Éireann tenía muchos otros nombres para la luna, todos ellos eufemismos para no mencionar el sagrado nombre de la luna. Era una costumbre pagana procedente de los tiempos en que se consideraba que la luna era una diosa cuyo poder no podía evocar ningún mortal mencionando su nombre.
– Afortunadamente, las nubes se van a espesar antes de que lleguemos al asentamiento -contestó Fidelma.
Los aullidos de la manada de lobos fueron desvaneciéndose en las montañas.
Después de lo que pareció una eternidad, Ross detuvo su caballo y señaló colina abajo. Fidelma tan sólo vio el diminuto fulgor de unos fuegos.
Читать дальше