Fianamail miró el cielo claro con una fina sonrisa de satisfacción.
– ¡Hagámoslo ya! -gritó con severidad.
Tres de sus guerreros salieron por las puertas, llevando a Eadulf por delante, a empujones.
Eadulf ya no temía a la muerte. Habría reconocido que temía sufrir daño, pero la muerte en sí ya no le amedrentaba. Avanzó con paso firme. Lamentaba aquella injusta manera de morir, pues a su entender no iba a servir para nada. Pero ya estaba resignado a morir, y cuanto antes le llegara la hora, antes acabaría su miedo a sufrir dolor. Incluso subió a la banqueta sin que se lo pidieran. Se dio cuenta de que Fidelma ocupaba sus pensamientos. Trató de mantener ante sí el rostro de ella al notar que el hermano Cett le anudaba la soga al cuello.
– Decid, pues, sajón, ¿confesáis vuestros pecados? -le gritó Fianamail.
Eadulf no se molestó en responderle, y el joven rey se volvió con impaciencia de cara al abad Noé.
– Vos sois su superior, abad Noé. A vos corresponde confesarlo.
El abad Noé esbozó una sonrisa.
– Quizás el condenado no crea en la forma pública de confesión que profesa la Iglesia de Roma y prefiera susurrar sus pecados al oído de un alma amiga, a la manera de nuestra Iglesia.
– Mi confesión no os interesará, ya que soy inocente de los crímenes que se me han imputado -replicó Eadulf, irritado por la demora-. Acabad ya con este asunto infernal.
No obstante, Fianamail al parecer sabía que, para cumplir la ley, antes debía confesar.
– ¿Negáis admitir la culpa incluso en este momento? Estáis a punto de encontraros cara a cara con Dios Todopoderoso para responder de vuestra culpa.
Eadulf se dio cuenta de que, pese a la inminencia de la muerte, estaba sonriendo, si bien era una reacción instintiva.
– En tal caso -dijo-, Él sabrá que no soy culpable. Recordad, Fianamail, rey de Laigin, que Morann, brehon y filósofo de vuestro país, dijo que la muerte todo lo anula… salvo la verdad.
Oyó el suspiro exasperado de Fianamail y, al instante, notó que la soga se tensaba alrededor del cuello al caer la banqueta al suelo de una patada.
* * *
El obispo Forbassach y sus prisioneros habían llegado a Fearna. Los llevaron directamente al patio de la abadía, les ordenaron que desmontaran y los acompañaron a la capilla bajo vigilancia. Sor Étromma reaccionó a la llegada de Fial con cierta estupefacción. La rechtaire se encargó de la niña y se la llevó, supuestamente para que alguien la atendiera.
Fidelma, Coba, Dego y Enda estaban frente al obispo Forbassach, que los miraba con un humor de perros.
– Bien, Forbassach -dijo Fidelma-. ¿Estáis dispuesto a escucharme? ¿Me permitiréis proseguir con los argumentos que estaba presentando en el salón de Coba?
Un gesto de satisfacción se adueñó de su rostro y le respondió:
– Sois astuta como un zorro, Fidelma de Cashel. No, no permitiré que sigáis difundiendo más mentiras. Durante el trayecto, la abadesa Fainder me ha explicado qué intentáis hacer. Pretendéis difamar esta abadía, difamar a la abadesa y ensuciar la ley de Laigin. No os saldréis con la vuestra.
– Forbassach, o bien sois necio o bien culpable de estos delitos -respondió Fidelma en un tono ecuánime-. Bien que los estáis acrecentando con esta situación, o bien sois culpable por implicación en ellos. No veo otra explicación para vuestra estupidez.
El obispo entornó los ojos con beligerancia.
– Yo me preocupo de presentar cargos contra vos y vuestros compañeros, Fidelma. Tengo muy presente que sois hermana del rey de Cashel, pero ni siquiera me afecta ya la amenaza de contrariarlo. Habéis ido demasiado lejos. La influencia de vuestro hermano ya no os protege. Antes de tomar ninguna decisión, discutiré este asunto con Fianamail y, entretanto, vos y vuestros compañeros seréis encarcelados en la abadía.
Dego dio un paso adelante.
– Lo lamentaréis, obispo -dijo en voz baja-. Poned las manos sobre Fidelma, y tendréis a las puertas de este reino al ejército de Muman. Se os condena doblemente por amenazar a mi señora. Se os condena por la osadía de amenazar a una dálaigh de los tribunales, y se os condena por la osadía de amenazar a la hermana de nuestro rey.
El obispo Forbassach no se dejó impresionar por la grandilocuencia del guerrero.
– Vuestro rey, que no mi rey, joven. Y yo también tomo nota de vuestra amenaza. Tendréis tiempo de sobra para meditar sobre ella y para saber cómo se castiga en esta tierra esa clase de amenazas.
Dego se disponía a acometer cuando Fidelma le tocó un brazo, pues había visto a los guerreros de Forbassach con las espadas en mano.
– Aequam memento rebus in arduis servare mentem - citó en un susurro una de las Odas de Horacio, para recordarle a Dego que mantuviera la cabeza clara en los momentos más arduos.
– Sabio consejo si queréis manteneros con vida -se sonrió el obispo con suficiencia y, a continuación, dijo a sus guerreros-. ¡Lleváoslos!
– ¡Un momento! -ordenó Fidelma, haciéndoles vacilar con la fuerza de su tono-. ¿Qué pensáis hacer con Coba?
El obispo Forbassach miró al bó-aire de Cam Eolaing. Luego se volvió hacia Fidelma con una sonrisa maliciosa.
– ¿Qué haría vuestro hermano con un traidor que ha infringido la ley y se ha rebelado contra la autoridad? Coba morirá.
* * *
El hermano Eadulf oyó un grito y cerró los ojos. Entonces notó que caía y sintió un fuerte golpe al tocar el suelo. Se quedó tumbado unos instantes, respirando con dificultad, sin saber qué había sucedido, hasta que advirtió que, en realidad, había caído al suelo. La soga debía de haberse partido al perder el apoyo de la banqueta. Su primer pensamiento fue angustioso, al caer en la cuenta de que habría de pasar por todo el proceso otra vez. Abrió los ojos y miró hacia arriba.
Lo primero que vio fue al hermano Cett, de pie, con una expresión de asombro y los brazos abiertos en una postura de rendición o casi. A continuación oyó más gritos. Había otra persona inclinada sobre él, ayudándole a levantarse. Era un rostro joven, vagamente familiar, que le sonreía.
– ¡Hermano Eadulf! ¿Estáis bien?
Miró al joven sin entender nada, tratando de reconocerlo.
– Soy yo, Aidan, guerrero de la escolta del rey Colgú de Cashel.
Eadulf parpadeaba, confuso, mientras el joven guerrero cortaba las ataduras. El dolor del cuello le impedía hablar.
Entonces reparó en la presencia de siete guerreros montados, ricamente ataviados y armados, y en un estandarte de seda azul, que uno de ellos enarbolaba. Su inesperada aparición había paralizado a Fianamail y a los suyos.
Entre los jinetes recién llegados, sentado a lomos de una poderosa yegua ruana, iba un hombre de edad indefinida ataviado con vestiduras que denotaban una posición jerárquica o cargo elevados. Tenía una nariz y unos ojos inteligentes que apenas parpadeaban; unos labios apretados agravaban un gesto severo.
Fianamail se echó a temblar de cólera. La sangre se le agolpaba en las mejillas, enrojeciéndole la cara.
– ¡Indignante! -exclamó casi farfullando-. ¡Esto es indignante! ¡Pagaréis por esto! ¿Sabéis quién soy? Yo soy el rey. ¡Moriréis por esta insolencia!
– ¡Fianamail! -gritó con voz quebradiza el hombre a caballo al acercarse donde el rey estaba sentado-. ¡Miradme! -El tono no era elevado, pero exigía atención.
El rey parpadeó al hacerlo, tratando de dominar su apasionamiento.
– Miradme y reconocedme. Soy Barrán, el jefe b rehon de los cinco reinos de Éireann. Éstos son los fianna del rey supremo. He aquí mi muestra de autoridad, que ahora debéis acatar.
Читать дальше