Gurvan se fijó en la rigidez de Fidelma.
– Confiad en mí, señora -gritó sin apartar la vista del frente-. Lo que estáis viendo es la razón por la cual ningún barco se aventura a costear el cabo sur de la isla. Aquí dominan el viento y la marea, que pueden arrojar a una nave contra la orilla rocosa y partirla en mil pedazos. Por eso tomamos esta ruta. Lo atravesé en barco una vez; espero saber hacerlo una segunda. Si no lo consigo, en fin… mejor acabar los días siendo libres que ser esclavos o morir probando el acero sajón.
– ¿Y si el sajón nos sigue?
– Pues tendrá que pedir a su dios Woden que sea buen marinero. Dudo que lo sea, y si toma el canal más ancho para evitar las rocas, les llevaremos bastantes millas de ventaja.
Fidelma miró hacia delante, donde Murchad mantenía el equilibrio de pie en la proa del barco. Hacía señas a Gurvan y a su compañero a la espadilla; señas que, obviamente, tenían algún sentido para los marineros, pues cada movimiento del barco parecía realizarse en función de ellas. Fidelma sentía la fuerza de las corrientes abrazando el Barnacla Cariblanca, arrastrándolo con ellas a una velocidad creciente. En un momento dado, una roca rascó un costado del casco con un extraño gemido.
Fidelma cerró los ojos y pronunció una oración breve.
Pero la roca pasó junto a ellos, veloz, y seguían de una pieza.
– ¿Veis algo por detrás, señora? -le preguntó Gurvan-. ¿Hay rastro del sajón?
Fidelma corrió a agarrarse a la baranda de popa para mirar.
Se estremeció al ver el blanco espumaje de la estela, el arrecife y los peñascos que iban dejando atrás. Después levantó la vista al frente.
– Veo el barco sajón -gritó, llena de excitación.
Sólo alcanzaba a ver el relámpago en la vela que Murchad ya había señalado.
– Los veo -volvió a gritar-. Nos siguen por el canal -dijo alzando más la voz por el entusiasmo.
– Que su dios Woden les ayude ahora -respondió Gurvan con una sonrisa fiera.
– Y que Dios nos ayude a nosotros -susurró Fidelma para sí.
El Barnacla Cariblanca cabeceaba de manera que el horizonte subía y bajaba con violencia, lo cual le hacía perder de vista una y otra vez la vela del perseguidor.
El barco empezó a subir y bajar a una velocidad alarmante. Gurvan y Drogan se apoyaban con todo su peso sobre la espadilla y estaban pidiendo ayuda a otro marinero para controlar la presión.
Con las señas de Murchad desde la proa, el Barnacla Cariblanca siguió adelante siguiendo una trayectoria quebrada entre los escollos azotados por el oleaje, hasta salir dando bandazos a aguas más tranquilas. Casi antes de estar fuera de peligro, Murchad corrió a popa sin perder el gesto de preocupación.
– ¿Dónde están? -gruñó.
– Los he perdido de vista -gritó Fidelma-. Nos estaban siguiendo por el paso de escollos.
Murchad entornó los ojos para mirar en la dirección de la que venían, hacia la costa escabrosa que, desde aquella distancia, parecía estar cubierta de una tenue neblina.
– Es el agua que se desprende del oleaje al embestir contra las rocas -explicó sin que le preguntara-. Entorpece la visión.
Miró hacia los colmillos negros y abruptos que afloraban entre la espuma.
Fidelma se estremeció un poco, si bien no era la primera vez. ¿Cómo habían conseguido salir sanos y salvos de aquellas fauces peligrosas?
– ¡Ahí están! -exclamó Murchad de pronto-. ¡Los veo!
Fidelma forzó la vista en vano.
Guardaron silencio; luego Murchad suspiró.
– Por un momento me ha parecido ver el tope, pero ya no lo veo.
– Le llevamos buena ventana, capitán -gritó Gurvan-. Tendrán que ir a toda vela si quieren alcanzarnos.
Murchad se volvió hacia el oficial de cubierta, movió la cabeza despacio y dijo con tranquilidad:
– Creo que no habrá que preocuparse más por ellos, amigo.
Fidelma volvió a mirar a la costa que se desvanecía en la distancia. No vio rastro alguno del barco.
– ¿Creéis que han chocado contra las rocas? -se atrevió a preguntar.
– Si hubieran atravesado el paso, a estas alturas ya los veríamos -respondió Murchad con gravedad-. Era nosotros o ellos, señora. Gracias a Dios que han sido ellos. Han ido a parar a su gran templo de héroes paganos.
– Es una forma de morir horrorosa -dijo Fidelma con sobriedad.
– Los muertos no muerden -se limitó a comentar Murchad.
Fidelma musitó una oración fugaz por los fallecidos. Se trataba de un barco sajón y, fuera o no pagano, le recordaba al hermano Eadulf.
– El día ha amanecido en calma, Murchad.
El capitán asintió con la cabeza, pero descontento. Hacía dos días que habían zarpado de Uxantis. Señaló con el dedo la vela deshinchada.
– Demasiada calma -se quejó-. Apenas hay viento. No avanzamos nada.
Fidelma miró al mar: era una superficie plana. Ella tampoco avanzaba. Tras eludir a sus perseguidores, se habían detenido para dar sepultura en el mar al cuerpo de Toca Nia. El hermano Dathal comentó que el viaje se había convertido en una travesía letal, como si viajaran en el barco de Donn, el antiguo dios irlandés de los muertos, que recogía en su nave a las almas perdidas para llevarlas al más allá. La comparación de Dathal dio pie a las críticas del hermano Tola y sor Ainder, aunque también imbuyó de pesimismo a los peregrinos que quedaban a bordo.
Y Fidelma no dejaba de dar vueltas a los hechos en busca de un minúsculo hilo que la llevara a despejar la incógnita. En lo que respecta al asesinato de Toca Nia, Cian juraba que había abandonado el barco justo después de medianoche, cuando el último pasajero y el último tripulante habían vuelto de la isla. Gurvan lo corroboró al sostener que había entrado en el camarote de Toca Nia poco después de esa hora y lo había encontrado durmiendo tranquilamente. Si Cian no mentía acerca de la hora en que había bajado a tierra, era inocente.
Fidelma alzó la vista a las velas desmayadas y tomó una decisión.
– Quizá podamos dar utilidad a esta calma -propuso con buen ánimo.
– ¿Cuál? -preguntó Murchad.
– Ya hace dos días desde la última vez que me bañé. En Uxantis no tuve tiempo y me siento sucia. En este mar en calma puedo darme un baño y, al menos, quitarme la mugre de encima.
Murchad se sintió incómodo.
– Los marineros estamos acostumbrados a pasar sin comodidades, señora. Lamento que no tengamos facilidades para que las mujeres puedan bañarse.
Fidelma echó atrás la cabeza y se rió.
– Descuidad, Murchad: no ofenderé vuestra susceptibilidad masculina. Me bañaré con enagua.
– Es demasiado peligroso -protestó moviendo la cabeza.
– ¿Y por qué? Si los marineros aprovecháis el mar en calma para bañaros y estar limpios, ¿por qué yo no puedo hacer lo mismo?
– Mis hombres conocen los caprichos del mar. Son buenos nadadores. ¿Y si se levanta viento? El barco puede desplazarse a gran distancia antes de que os dé tiempo de volver a nado. Ya visteis lo rápido que quedó atrás el hermano Guss.
– Ese peligro puede darse tanto en el caso de un marinero como en el de un pasajero -contrapuso Fidelma-. ¿Cómo lo hacen vuestros hombres?
– Nadan con un cabo atado al cuerpo.
– Pues así lo haré yo.
– Pero…
Al ver la obstinación en los ojos de Fidelma, Murchad dio un profundo suspiro.
– Muy bien -accedió y llamó al oficial de cubierta-. ¡Gurvan!
El bretón se presentó al proviso.
– La hermana Fidelma va a aprovechar la bonanza para nadar junto al barco. Que le aten un cabo a la cintura y la aseguren bien a la baranda.
Gurvan enarcó las cejas y abrió la boca como si fuera a protestar, pero decidió no decir nada.
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