Peter Tremayne - Un acto de misericordia

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A finales del otoño del año 666, sor Fidelma emprende viaje con destino a la península Ibérica, en esta ocasión sin la compañía de su inseparable amigo sajón Eadulf, pero no se trata de un viaje de placer, sino de una peregrinación en compañía de un heterogéneo grupo de fieles durante el que confía en poner en claro sus ideas. Sin embargo, al llegar al barco se producen algunos encuentros un poco comprometidos que la turbarán, y una nave no es el mejor sitio donde conseguir un poco de intimidad y sosiego. Por si fuera poco, el tiempo no acompaña en absoluto, y durante la primera noche de travesía desaparece uno de los peregrinos. El hallazgo de una toga ensangrentada no hace sino plantear nuevos enigmas: ¿acaso alguien mató al peregrino y luego lanzó su cadáver por la borda? Y, en tal caso, ¿por qué? Y ¿quién?

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– Sé a quién habéis venido a buscar -anunció a modo de saludo.

La solemnidad de Fidelma era pareja.

– ¿Os ha dicho por qué se ha refugiado aquí? -le preguntó.

– Sé de qué se le acusa -respondió el sacerdote.

– ¿Sabéis dónde está? Sería de gran ayuda que nos lo dijerais, pues evitaríamos perder tiempo buscándolo por toda isla.

– No hará falta, hermana. Y yo tampoco lo permitiría. El hermano Cian está en la iglesia.

El tono severo del capellán la confundía, y era distinto del que usara el día anterior.

– En tal caso debemos llevarlo de vuelta al Barnacla Cariblanca para que pueda presentar su defensa.

El sacerdote arrugó el entrecejo y levantó una mano para detenerlos.

– No puedo permitirlo.

Fidelma miró con asombro al padre Pol.

– ¿Que no podéis permitirlo? -repitió perpleja-. Ayer dijisteis que la situación de Cian no era asunto vuestro. ¿Y ahora decís que no permitiréis que nos lo llevemos al barco? ¿Qué clase de lógica manejáis?

– Tengo autoridad para impedir que os llevéis a Cian con vosotros.

– El crimen se ha cometido a bordo del barco de Murchad, no en vuestra isla, de modo que está dentro de la jurisdicción de Murchad.

El sacerdote puso cara de confusión un momento y luego se cruzó de brazos con ánimo de no moverse.

– En primer lugar, el hermano Cian se ha acogido a sagrado en este lugar -anunció-. En segundo lugar, el supuesto crimen del que se le acusa sucedió hace cinco años y a cientos de kilómetros de aquí. Carecéis de autoridad para juzgar esos cargos en el barco. Vos misma lo dijisteis ayer.

Rascándose la nuca, Murchad miró a Fidelma en busca de consejo.

– ¿Se ha acogido a sagrado? -repitió desorientado-. No sé si lo he entendido bien…

El padre Pol intervino.

– Sor Fidelma te explicará lo que Dios dijo según está escrito en el libro de los Números: «Elegiréis ciudades que sean para vosotros ciudades de refugio, donde pueda refugiarse el homicida que hubiere muerto a alguno sin querer. Estas ciudades os servirán de asilo contra el vengador de la sangre…».

– Ya sabemos qué está escrito en los Números, padre Pol -concedió Fidelma con calma. Se volvió hacia Murchad para explicárselo-: El refugio sagrado al que se refiere es comparable a nuestra ley de Nemed Termann, según la cual una persona acusada de un acto de violencia, sea o no culpable, puede acogerse a un lugar sagrado hasta el momento en que se enjuicie su caso debidamente… Pero nuestra ley, padre, también impide que el culpable se acoja a sagrado para evadir a la justicia.

El padre Pol inclinó la cabeza para darle la razón.

– Lo comprendo, hermana. Sin embargo, las leyes de Éireann no se aplican en Uxantis. Aquí la ley es la ley de Dios según se dicta en las Sagradas Escrituras. Dice el Éxodo: «A aquel que hiera mortalmente a otro yo le señalaré un lugar donde podrá refugiarse». Vuestro hombre tiene derecho a recogerse en este lugar hasta que pueda preparar su defensa contra quienes buscan vengarse contra él.

– Padre Pol, nosotros no buscamos venganza. Pero el hermano Cian debe venir con nosotros para poder defenderse contra ese crimen.

– Se ha acogido a sagrado de la manera debida y se le ha concedido.

Aquello le dio una idea a Fidelma.

– ¿De la manera debida? -repitió.

Trataba de actuar como una buena dálaigh, objetivamente, sin dejarse influir por los sentimientos, observando únicamente los hechos, pero se trataba de Cian y no de un desconocido cualquiera que intentaba evadir la ley. ¡Era Cian! Lo odiara o no, había estado enamorada de él una vez. Debía desentenderse de su implicación sentimental, porque además ya no confiaba en sus sentimientos. Debía pensar solamente en la ley. La ley era cuanto importaba en ese momento.

– ¿Decís que se ha acogido a sagrado de la manera debida? -repitió.

El padre Pol prefirió no responder al percibir que Fidelma se disponía a plantear una argumentación.

– Acabáis de citar la ley del Éxodo, pero no habéis terminado la cita. El versículo termina diciendo: «Si de propósito mata un hombre a su prójimo traidoramente, de mi altar mismo le arrancarás para darle muerte». ¿Es así?

– Sin duda. Pero, ¿qué traición hay en la guerra? En la guerra se permite matar. Un guerrero puede actuar con fiereza en la batalla y no saber lo que hace. Si así fue, Cian responderá por las consecuencias, por supuesto. Pero dudo que podáis sostener que actuó traidoramente.

– No nos referimos a los crímenes de los que Toca Nia acusaba al hermano Cian -respondió Fidelma lentamente-, sino al hecho de que han matado a Toca Nia en su litera, esta mañana, a bordo del barco de Murchad, justo cuando el hermano Cian ha huido para pediros asilo.

Desconcertado, el padre Pol dejó caer los brazos a los lados.

– No me ha dicho nada de esto.

Fidelma se inclinó hacia delante como un cazador acechando a la presa.

– En tal caso, permitidme que os recuerde la ley según Josué: «El homicida huirá a una de estas ciudades, se detendrá a la puerta de esta ciudad y expondrá su caso a los ancianos de ella»… ¿Ha hecho Cian tal cosa?, ¿ha hablado del asesinato de Toca Nia?

El padre Pol estaba claramente turbado.

– Ni lo ha mencionado. Sólo se ha acogido a sagrado por el crimen del cual Toca Nia lo acusaba.

– Entonces, según el código eclesiástico que habéis citado, no se ha acogido a sagrado de la manera debida y, por consiguiente, no puede solicitar refugio.

El padre Pol estaba indeciso. Al fin, tomó una determinación y se hizo atrás con un ademán indicando que le precedieran.

– Plantearemos la cuestión al hermano Cian -dijo a media voz.

Cian estaba sentado en la penumbra del jardín trasero de la iglesia cuando el padre Pol llevó ante él a Fidelma y Murchad.

– Se me ha concedido refugio -anunció-. Podéis decírselo a Toca Nia. Pienso quedarme aquí. Ni vosotros ni vuestras leyes pueden tocarme.

Murchad frunció el ceño y abrió la boca, pero Fidelma lo hizo callar con una seña.

– ¿Qué te hace pensar que Toca Nia vaya a hacerte caso? -preguntó con inocencia fingida.

– Tú tienes pico de oro, Fidelma. Puedes hablarle sobre la ley del refugio sagrado.

– No creo que a Tola Nia siga interesándole la ley.

El hermano Cian pestañeó varias veces.

– ¿Queréis decir que ha retirado los cargos?

Fidelma escrutó profundamente los ojos de Cian. Veía suspicacia, incluso esperanza, pero no había astucia ni malicia.

– Quiero decir que Toca Nia está muerto.

La reacción sorprendida de Cian era indiscutible.

– ¿Muerto? ¿Cómo es posible?

– Han asesinado a Toca Nia aproximadamente a la misma hora en que tú has huido del barco.

Cian dio un paso atrás involuntario. Su sobresalto era genuino: no podía estar actuando.

El padre Pol se encogió de hombros con un gesto de impotencia:

– Esto me sitúa en una posición extraña, hermano. Acogiéndome a la ley eclesiástica, os he concedido asilo dentro de esta iglesia pero sólo con respecto al cargo del que habéis dicho que os acusaban. Esto es otra cosa…

Cian miraba, ora al sacerdote, ora a Fidelma, aturdido.

– Pero yo no sé nada de la muerte de Toca Nia. ¿Qué está diciendo el padre? -preguntó a Fidelma.

– ¿Negáis que vuestra mano asestara las cuchilladas que acabaron con la vida de Toca Nia?

Cian abrió más los ojos, incapaz de asimilar lo que oía.

– ¿Habláis seriamente? ¿Insinuáis que… que se me acusa de su asesinato?

Fidelma se mostró indiferente:

– ¿De modo que lo niegas?

– ¡Por supuesto que lo niego! -gritó Cian con rabia.

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