Peter Tremayne - Un acto de misericordia

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A finales del otoño del año 666, sor Fidelma emprende viaje con destino a la península Ibérica, en esta ocasión sin la compañía de su inseparable amigo sajón Eadulf, pero no se trata de un viaje de placer, sino de una peregrinación en compañía de un heterogéneo grupo de fieles durante el que confía en poner en claro sus ideas. Sin embargo, al llegar al barco se producen algunos encuentros un poco comprometidos que la turbarán, y una nave no es el mejor sitio donde conseguir un poco de intimidad y sosiego. Por si fuera poco, el tiempo no acompaña en absoluto, y durante la primera noche de travesía desaparece uno de los peregrinos. El hallazgo de una toga ensangrentada no hace sino plantear nuevos enigmas: ¿acaso alguien mató al peregrino y luego lanzó su cadáver por la borda? Y, en tal caso, ¿por qué? Y ¿quién?

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– Tendrás tiempo de sobra para declararte inocente -respondió con brusquedad.

Llegaron al barco. Fidelma casi fue la última en subir a cubierta, pues Murchad había saltado a bordo y ya estaba dando órdenes a diestro y siniestro. Gurvan subió después de ella, en último lugar para asegurar el esquife.

– ¿Está todo listo? -preguntó Murchad.

– Sí, capitán -gritó el oficial de cubierta, corriendo a ponerse a la espadilla con Drogan.

Fidelma se colocó junto a Murchad, pues le pareció lo más lógico.

– ¿Qué podemos hacer, Murchad? -le preguntó con la vista puesta en la entrada de la bahía.

El semblante del capitán era una máscara impertérrita, sus ojos de color gris marino se entornaron sin apartarlos de la extensa ensenada. Desde allí veían la silueta oscura del barco sajón despuntando por el cabo sur, resuelto a impedirles huir de la bahía. Su fondeadero estaba a unas tres millas de la entrada a la bahía, cuya parte más ancha medía poco más de una milla. El barco asaltante tenía tiempo suficiente para obstaculizar cualquier intento de evasión.

– Son tenaces, esos demonios sajones -murmuró Murchad-. Os lo digo yo. Su capitán debió de tener una intuición de buen marinero para percatarse de que habíamos retrocedido y pasado por su lado la otra noche. El que haya sido capaz de seguirnos hasta aquí dice mucho de él.

– Ahora no hay oscuridad que nos oculte -comentó Fidelma.

Cuando Murchad advirtió que Cian había bajado a despertar a los demás para informarlos de la llegada del barco pirata, Murchad dejó la conversación para gritar que los peregrinos permanecieran abajo. Luego miró con pesar al cielo neblinoso y azul, donde minúsculas ristras de nubes se estaban rizando.

– Eso seguro -respondió a Fidelma-. Y el cielo se está aborregando… despejado, pero inestable. No habrá oscuridad ni bruma que nos cubra. Con bruma podría haber intentado salir pasando por su lado. ¡Ja! ¡Es la única vez que oiréis a un marinero pidiendo que haya bruma!

Fidelma sospechaba que Murchad sólo hablaba para evitar que el pánico se apoderara de ella.

– No os preocupéis por mí, Murchad. Si nos van a atacar, no caigamos sin haber luchado.

Él la miró con aprobación.

– Así no habla una religiosa, señora.

Fidelma le devolvió una sonrisa feroz.

– Así habla una princesa Éoghanacht. Quizá mi vida esté destinada a terminar como empezó, como hija del rey Failbe Fland y hermana del rey Colgú. Si hoy vamos a morir luchando, que el enemigo deba pagar un precio elevado.

Gurvan se acercó a ellos con un gesto sombrío y aseguró:

– Yo, por lo pronto, no pienso morir luchando. Una buena retirada es mejor que una mala defensa.

Murchad conocía bien a Gurvan y percibió un tono familiar en su voz.

– ¿Insinúas que se te ha ocurrido algo?

– Dependerá otra vez del viento y las velas -asintió Gurvan con un breve movimiento de la cabeza-. El sajón cree que lo tiene todo ganado. En Pointe de Pern el viento lo empuja al norte, y pretenderá abordarnos si intentamos huir por ahí. Como un gato que acecha a un ratón, ¿eh?

– No hace falta ser un experto marinero para percatarse -añadió Fidelma.

– ¿Y os habéis percatado del islote de ahí delante? -señaló Gurvan.

– Lo veo, estará a una milla de aquí -calculó Murchad.

– Ahora fijaos en el barco sajón -aconsejó Gurvan.

Fidelma y Murchad hicieron lo que decía: el perseguidor estaba arriando la enorme vela oblonga.

– Pretenden recurrir otra vez a los remos para alcanzarnos. Y eso la última vez les falló, que yo recuerde -murmuró Gurvan.

Murchad le sonrió con aprobación, pues cayó en la cuenta de qué le estaba sugiriendo su oficial de cubierta.

– Ya veo qué quieres decir. Primero iremos hasta el islote y luego nos desplazaremos al lado sur para quedar fuera de su campo de visión. Así no sabrán por dónde saldremos. Podría darnos cierta ventaja.

Fidelma lo miraba extrañada.

– No sé si he entendido bien el plan, Murchad.

Una ráfaga hizo susurrar la vela y zarandeó las jarcias. La tripulación estaba expectante.

– No hay tiempo para explicarlo -gritó Murchad-. ¡En marcha! -Se volvió hacia los marineros y ordenó a grito herido-: ¡Tripulación! ¡Tripulación a las velas!

Sus hombres corrieron a cumplir órdenes.

Fidelma se quitó de en medio mirando cómo los marineros izaban la vela para coger viento. Gurvan fue a gobernar la espadilla con Drogan. Se oyó el acostumbrado crujido estimulante de la piel al inflarse con la brisa. Levaron el ancla con presteza. Y a continuación el Barnacla Cariblanca empezó a avanzar.

Desde el otro extremo de la bahía les llegó el grito estentóreo del barco pirata: « Woden!». El agua se escurría de las palas erguidas cintilando a la luz del sol, y la popa imponente hendía las aguas, derecha al Barnacla Cariblanca.

Tal como Gurvan había sospechado, el sajón pretendía interceptarlos a golpe de remo desde el canal del extremo norte, más ancho. El viento soplaba hacia el suroeste; al poco, la estela del Barnacla Cariblanca formaba un arco de blanca espuma rumbo al canal sur al amparo del islote.

– Será peligroso -oyó gritar a Murchad.

– Cierto -respondió el oficial-. Pero conozco bien estas aguas.

– Me colocaré en la proa para orientarte por el canal -indicó Murchad.

Confusa, Fidelma vio que el capitán se dirigió hacia la parte delantera del barco. A media cubierta se paró a dar más órdenes a sus hombres. Media docena de ellos descendieron a las cubiertas inferiores y, pasado un rato, regresaron con arcos tradicionales de metro y medio de largo y carcajes repletos de flechas. Murchad no pensaba correr riesgos. Si tenía que luchar, lucharía. En aquel momento el Barnacla Cariblanca, raudo, se acercaba al islote por detrás. Una vez lo dejaron a popa, Fidelma vio que el capitán sajón había dudado, creyendo que su presa acaso habría arriado las velas y echado el ancla para esconderse tras el peñasco. Por otra parte, el Barnacla bien podía invertir su recorrido para huir por el canal del norte. La vacilación del capitán sajón concedió al Barnacla Cariblanca una porción de tiempo para ganar ventaja sobre el enemigo enristrando por el canal sur tras el islote. Cuando el barco sajón comprendió la estrategia, viró con torpeza para ir por ellos; las palas chapoteaban frenéticamente con el esfuerzo insume de los marineros.

Gurvan sonrió a Fidelma con complicidad y levantó el dedo pulgar.

– Sólo podemos rezar, señora, por que el capitán sajón decida recurrir a la vela e ir tras nosotros.

Fidelma seguía tan confusa como antes.

– Creía que el barco sajón era más rápido a vela con el viento de popa.

– Y creéis bien… pero confiemos en que no conozca el viejo dicho: «Una mirada al frente vale más que dos atrás».

El comentario hizo gracia a Gurvan a juzgar por su gesto, pero a Fidelma no le decía nada.

El viento escoraba al Barnacla Cariblanca, que surcaba las aguas a pocos metros de la costa rocosa de granito del lado sur de la bahía. Fidelma advirtió que Gurvan se disponía a doblar el cabo sur. Después, Fidelma no sabía qué pretendía hacer, porque se encontrarían en mar abierto, pero en calma, lo cual permitiría al sajón alcanzarles con facilidad.

¿Acaso la respuesta estaba en los grandes arcos que la tripulación había subido a cubierta? ¿Acaso Murchad y Gurvan se proponían entablar un combate en mar abierto?

Entonces vislumbró lo que les deparaba: ante ellos se extendía una masa de rocas y peñascos de granito a flor de agua entre los que rugían fuertes corrientes en cascadas espumosas. Un sinfín de escollos asomaban aquí y allá, hasta donde la vista alcanzaba. A los ojos de Fidelma era un panorama bastante más amenazador que el paso entre las rocas en la costa de las islas Sylinancim.

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