– Explícate -dijo.
– Si Rosa está dispuesta a representar el papel de su hermana, la llevaremos a Norwich. Insistirá en que es Lea y en que ha estado con su hermana Rosa en París, y se mostrará muy indignada de que alguien haya acusado tan malignamente a sus amados padres. Y puede expresar su impaciencia por volver de inmediato con su hermana gemela. Al admitir la existencia de las gemelas y su conversión a la Iglesia, darás un motivo para el repentino viaje a París en mitad del invierno. Lea quería estar junto a su hermana, de la que llevaba separada muy poco tiempo. En cuanto al hecho de que tú seas su padre, ¿por qué ha de ser necesario mencionarlo?
– Ya sabes lo que dicen los rumores -me dijo de pronto-. Que Rosa es en realidad hija de mi hermano Nigel. Porque Nigel me acompañó en todas las etapas del viaje. Como te he dicho, sólo mi confesor conoce la verdad.
– Mejor que mejor. Escribe enseguida a tu hermano, si te parece, cuéntale lo que ha ocurrido, y dile que debe encaminarse a Norwich de inmediato. Ese hombre te quiere, Fluria me lo dijo.
– Oh, claro que sí, siempre me ha querido a pesar de lo que mi padre le obligó a pensar o a hacer.
– Muy bien pues, que vaya él y jure que las gemelas están juntas en París, y nosotros emprenderemos el viaje desde aquí en cuanto nos sea posible con Rosa, que asegurará ser Lea, indignada y dolida por la situación de sus padres, y se declarará impaciente por volver a París de inmediato junto a su tío Godwin.
– Veo un fallo en el plan -dijo él-. Dañará la reputación de Fluria.
– Nigel no tiene que decir abiertamente que es el padre. Dejaremos que lo piensen, pero no tiene por qué decirlo. Las niñas tienen un padre legal. Nigel sólo tiene que alegar su interés como amigo por una niña que se ha convertido a la fe cristiana cuando él era tutor de su hermana, que espera en París el regreso de Lea, la nueva conversa.
Escuchaba absorto lo que yo le decía. Me di cuenta de que estaba sopesando todos los aspectos. Las niñas, por su condición de conversas, podrían ser expulsadas de la comunidad judía y perder su fortuna. Fluria me había hablado de eso. Pero yo me aferraba a la idea de una Rosa apasionada pretendiendo ser una indignada Lea para rechazar a las fuerzas que amenazaban a la judería, y sin duda nadie en Norwich reclamaría que la otra gemela se presentara también allí.
– ¿No lo ves? -dije-. Es una historia que se ajusta a todos los puntos importantes.
– Sí, muy bien pensada -contestó, pero seguía ensimismado.
– Explica por qué se fue Lea. La influencia de lady Margaret le hizo aceptar la fe cristiana. Y le entró el deseo de reunirse con su hermana cristiana. El Señor sabe bien que todo el mundo en Inglaterra y en Francia arde en deseos de convertir a la tribu de los judíos en cristianos. Y resulta sencillo explicar que Meir y Fluria han hecho tanto misterio del asunto porque para ellos se trataba de una doble desgracia. En cuanto a ti y a tu hermano, sois los tutores de las gemelas conversas. Todo está muy claro en mi mente.
– Lo veo -dijo despacio.
– ¿Crees que Rosa podrá representar el papel de su hermana Lea? -pregunté-. ¿La crees capaz de una cosa así? ¿Nos ayudará tu hermano? ¿Te parece que Rosa estará dispuesta a intentarlo?
Pensó en esas cosas largo rato, y luego dijo sencillamente que teníamos que ir a ver a Rosa de inmediato, aunque era tarde y, como era evidente, ya oscurecía.
Cuando miré por la pequeña ventana de la celda, sólo vi oscuridad, aunque podía ser debido al espesor de la nieve que caía.
De nuevo tomó asiento y se dedicó a escribir una carta. Y me la iba leyendo en voz alta mientras escribía.
– Querido Nigel, tengo gran necesidad de ti, porque Fluria y Meir, mis queridos amigos y amigos de mis hijas, se encuentran en un grave peligro debido a sucesos recientes que no puedo explicarte, pero que te confiaré en cuanto nos encontremos. Te pido que vayas de inmediato a la ciudad de Norwich y allí me esperes, porque esta misma noche emprenderé viaje hacia allí. Preséntate al lord sheriff, que guarda a muchos judíos en la torre del castillo para protegerlos, y hazle saber que conoces bien a los judíos en cuestión, y que eres el tutor de sus dos hijas -Lea y Rosa-, que se han hecho cristianas y viven ahora en París, bajo la guía del hermano Godwin, su padrino y su devoto amigo. Ten en cuenta, por favor, que los habitantes de Norwich no saben que Meir y Fluria tienen dos hijas, y están muy extrañados por el hecho de que la única niña que conocen se haya marchado de la ciudad.
»Insiste en que el lord sheriff mantenga en secreto estas noticias hasta que yo pueda verte y te explique con más detalle por qué hemos de emprender estas acciones ahora.
– Espléndido -dije-. ¿Crees que tu hermano hará lo que le pides?
– Mi hermano hará cualquier cosa por mí -contestó-. Es un hombre amable y cariñoso. Le diría más cosas de estar seguro de que no hay peligro de que la carta caiga en malas manos.
De nuevo secó sus muchas frases y su firma, plegó la carta, la cerró con lacre y luego se levantó, me rogó que esperara un momento y salió de la habitación.
Estuvo algún tiempo ausente.
Al mirar a mi alrededor la habitación, con su olor a tinta y a pergamino viejo, a piel de encuadernar y a brasas, se me ocurrió la idea de que yo podría pasar aquí feliz mi vida entera, y que de hecho estaba viviendo una nueva vida tan superior a nada de lo que hubiera conocido antes, que casi me entraban ganas de llorar.
Pero no era momento para pensar en mí mismo.
Cuando Godwin volvió, estaba sin aliento y parecía algo más tranquilo.
– La carta partirá mañana por la mañana, y viajará con mucha más rapidez que nosotros camino de Inglaterra, porque la he enviado a la atención del obispo que rige la sede de St. Aldate y la mansión solariega de mi hermano, y él entregará la carta en propia mano a Nigel. -Me miró y de nuevo asomaron las lágrimas a sus ojos-. Yo no podría haber hecho esto solo -me dijo, agradecido.
Tomó su manto del clavo del que colgaba, y el mío también, y nos abrigamos para afrontar la nieve que caía fuera. Empezó a envolverse las manos en los trapos que había dejado a un lado, pero yo metí la mano en mi bolso al tiempo que murmuraba una oración, y saqué un par de guantes.
«¡Gracias, Malaquías!»
Él miró los guantes y, con un gesto de asentimiento, tomó los que le ofrecía y se los puso. Vi que no le gustaban la piel fina ni el adorno del ribete, pero había una tarea que teníamos que llevar a cabo.
– Ahora, vamos a ver a Rosa -dijo-, para contarle lo que ya sabe y preguntarle qué quiere hacer. Si no quiere hacer lo que le pedimos, o piensa que no va a ser capaz, iremos nosotros a testificar a Norwich por nuestra cuenta.
Hizo una pausa y murmuró «testificar», y supe que le asustaba la cantidad de mentiras que implicaba.
– No pienses en ello -dije-. Habrá un baño de sangre si no lo hacemos. Y esas dos buenas personas, que no han hecho nada malo, morirán.
Asintió, y salimos al exterior.
Un chico con una linterna, y con el aspecto de un bulto de ropas de lana, nos esperaba fuera, y Godwin le dijo que íbamos al convento donde vivía Rosa.
Pronto caminábamos apresurados por las calles oscuras; pasamos más de una vez delante de la puerta de una taberna ruidosa, pero en general avanzamos a tientas detrás del chico que alzaba en alto la linterna, bajo la nieve espesa que volvía a caer.
El convento de Nuestra Señora de los Ángeles era grande, macizo y lujosamente dispuesto. La inmensa sala en la que nos recibió Rosa contaba con el mobiliario más hermoso y lujoso que yo había visto nunca. El fuego del hogar fue de inmediato alimentado y atizado para nosotros, y dos jóvenes monjas, con gruesos hábitos de lana y algodón, nos sirvieron pan y vino en la larga mesa. Había muchos taburetes con almohadones y los tapices más espectaculares que nunca haya visto en ninguna parte. Los suelos brillantes de mármol estaban cubiertos por alfombras.
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