– Abuelo, te lo suplico, no me juzgues -dijo Rosa. Se arrodilló junto a la silla y le besó la mano izquierda.
Él no se movió, ni se volvió hacia ella.
– He venido aquí -dijo el anciano-, para aportar el dinero necesario para salvar a la judería de la demencia de estas gentes, atizada por la conducta insensata de tu hermana el entrar en su iglesia. Y eso está ya hecho. He venido aquí para salvar los libros preciosos que pertenecen a Meir, y que corrían el peligro de perderse. En cuanto a ti y a tu madre…
– Mi hermana pagó por haber entrado en la iglesia -dijo Rosa-, ¿no es cierto? Y también mi madre ha pagado por todo lo ocurrido. ¿No vas a acompañarnos y a declarar que soy quien voy a decir que soy?
– Sí, tu hermana pagó por lo que hizo -dijo el anciano-. Y ahora parece que personas inocentes van a tener que pagar también, y por eso he venido. Habría sospechado vuestra pequeña trama incluso aunque Meir no me lo hubiera confesado, y no sabría decir cuánto quiero a Meir incluso a pesar de que ha sido lo bastante loco para enamorarse de tu madre.
De pronto se volvió hacia ella, que seguía arrodillada a su lado. Pareció que se esforzaba en verla.
– Como no tengo hijos, lo quiero a él -dijo-. En tiempos, pensé que mi hija y mis nietas eran el mayor tesoro que podía poseer.
– Nos ayudarás en lo que intentamos hacer -dijo Rosa-. Por el bien de Meir y por el bien de todos los demás de esta ciudad. ¿Verdad que lo harás?
– Saben que Lea tiene una hermana gemela -dijo en tono frío-. Era algo que sabía demasiada gente en la judería para que pudiera mantenerse en secreto. Corres un gran riesgo. Desearía que nos hubieras dejado a nosotros la tarea de negociar para comprar una salida de este aprieto.
– No voy a negar que somos gemelas -contestó Rosa-. Sólo diré que Rosa me está esperando en París, lo que en cierto modo es verdad.
– Me disgustas -dijo el anciano entre dientes-. Desearía no haber puesto nunca mis ojos en ti cuando eras un bebé en los brazos de tu madre. Nos persiguen. Hombres y mujeres mueren por su fe. Pero tú abandonas tu fe únicamente para complacer a un hombre que no tiene derecho a llamarte hija suya. Haz lo que quieras y atente a las consecuencias. Quiero irme de este lugar y no volver a hablar nunca contigo ni con tu madre. Y es lo que haré en cuanto sepa que los judíos de Norwich están a salvo.
Godwin se acercó en ese momento al anciano y se inclinó ante él al tiempo que susurraba de nuevo su nombre, Magister Elí, y esperó ante su sillón a que le diera permiso para hablar.
– Tú me lo has quitado todo -dijo el anciano con dureza, vuelto el rostro hacia Godwin-. ¿Qué más quieres ahora? Tu hermano te espera en el castillo. Está cenando con el lord sheriff y con su apasionada lady Margaret, y él le recuerda que nosotros somos una propiedad valiosa. Ah, ese poder. -Se volvió hacia el fuego-. De haber habido dinero suficiente…
– Está claro que no lo ha habido -dijo Godwin en tono muy suave-. Querido rabí, por favor, di algunas palabras de ánimo a Rosa para lo que tiene que hacer. Si hubieras conseguido ese dinero, no haría falta nada más, ¿no es así? -El anciano no le contestó-. No la culpes a ella de mis pecados. Fui lo bastante malo de joven para perjudicar a otros con mi imprudencia y mi inconsciencia. Pensé que la vida era como las canciones que solía cantar acompañado por mi laúd. Ahora sé que no es así. Y he consagrado mi vida al mismo Señor al que tú adoras. En su nombre, y por el bien de Meir y de Fluria, te ruego que me perdones por todo el daño que te he hecho.
– ¡No me prediques a mí, hermano Godwin! -dijo el anciano con un sarcasmo lleno de amargura-. No soy uno de tus estudiantes atolondrados de París. Nunca te perdonaré que me hayas robado a Rosa. Y ahora que Lea ha muerto, ¿qué me queda si no es mi soledad y mi desconsuelo?
– No es así -dijo Godwin-. Seguramente Fluria y Meir criarán hijos e hijas de Israel. Están recién casados. Si Meir puede perdonar a Fluria, ¿por qué tú no?
De pronto el anciano tuvo un arrebato de ira.
Se volvió y apartó a Rosa de un empujón con la misma mano que ella tenía entre las suyas e intentaba besar de nuevo.
Ella cayó hacia atrás sobresaltada, y Godwin le dio la mano y la ayudó a ponerse en pie.
– He dado mil marcos de oro a vuestros miserables frailes negros -dijo el anciano con la cara vuelta hacia ellos, y la voz temblorosa de rabia-. ¿Qué más puedo hacer, sino guardar silencio? Llévate a la niña contigo al castillo. Probad vuestras zalamerías con lady Margaret, pero no os excedáis. Lea era mansa y dulce por naturaleza, y esta hija tuya es una Jezabel. Tenlo muy presente.
Yo me adelanté.
– Mi señor rabí -dije-, no me conocéis pero me llamo Tobías. También soy un monje negro, y llevaré a Rosa y al hermano Godwin conmigo al castillo. El lord sheriff me conoce, y allí haremos rápidamente el trabajo que hemos de hacer. Pero, por favor, el carro está en la parte de atrás, cuidad de estar listo para subir a él tan pronto como los judíos del castillo hayan sido liberados sanos y salvos.
– No -respondió en tono seco-. Es poco menos que obligado que vosotros salgáis de la ciudad después de esa pequeña comedia, pero yo me quedaré hasta asegurarme de que los judíos están a salvo. Ahora marchaos de aquí. Sé que has sido tú el que ha ideado este engaño. Adelante con él.
– Sí, he sido yo -confesé-. Y si algo sale mal, la culpa será mía. Por favor, por favor, preparaos para marchar de aquí.
– Yo podría hacerte la misma advertencia -dijo el anciano-. Tus frailes están enfadados contigo porque te fuiste a París a buscar a «Lea». Quieren por todos los medios hacer santa a una chiquilla atolondrada. Cuidado, porque si esto falla, sufrirás lo mismo que el resto de nosotros. Sufrirás el mismo destino que nos quieres evitar.
– No -dijo Godwin-. Nadie sufrirá ningún daño, y sobre todo no lo sufrirá quien nos ha ayudado con tanta abnegación. Vamos, Tobías, hemos de subir al castillo ahora. No hay tiempo para que yo hable a solas con mi hermano. Rosa, ¿estás preparada para lo que hemos de hacer? Recuerda que vienes enferma del viaje. No estabas durante este largo conflicto, y habrás de hablar sólo cuando lady Margaret te pregunte. Y recuerda las maneras dulces de tu hermana.
– ¿Me darás tu bendición, abuelo? -le apremió Rosa. Yo deseé que no lo pidiera-. Y si no es así, ¿me darás tus oraciones?
– No te daré nada -dijo él-. Estoy aquí por otras personas, que sacrificarían sus vidas antes que hacer lo que has hecho tú.
Se volvió de espaldas a ella. Parecía tan sincero y desgraciado al rechazarla como podría serlo el más infeliz de los hombres.
No pude entenderlo del todo, porque ella me parecía una muchacha frágil y cariñosa. Tenía un temperamento fogoso, pero era solamente una niña de catorce años, obligada a afrontar un enorme desafío. Me pregunté si el plan que yo había propuesto era el más acertado. Me pregunté si no estaba cometiendo un tremendo error.
– Muy bien, pues -dije. Miré a Godwin, y él pasó con cariño su brazo sobre los hombros de Rosa-. Vamos.
Unos fuertes golpes en la puerta nos sobresaltaron a todos.
Oí la voz del sheriff que anunciaba su presencia, y la del conde. De pronto se produjo un griterío en el exterior, y ruidos de gente que golpeaba las paredes.
No podíamos hacer otra cosa que abrir la puerta, y al hacerlo vimos al sheriff aún montado y rodeado de soldados, y a un hombre que no podía ser otro que el conde, de pie junto a su montura, y con lo que parecía ser su propia guardia de hombres a caballo.
Godwin fue de inmediato a abrazar a su hermano, y con la cara de éste entre sus manos, empezó a explicarle algo en voz baja.
Читать дальше