Anne Rice - La Hora Del Angel

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Con La hora del ángel, primer volumen de su nueva serie, Anne Rice retoma su narrativa más oscura para convertir a los ángeles en protagonistas.
Toby O’Dare, un famoso asesino a sueldo, es un hombre despiadado que recibe órdenes del Hombre Justo. Se mueve en un mundo de pesadilla hasta que aparece un forastero misterioso, un serafín, y le ofrece la oportunidad de salvar vidas en lugar de destruirlas.
Viaja atrás en el tiempo hasta la Inglaterra del siglo XIII, y en ese escenario primitivo, comienza su peligrosa búsqueda de la salvación: una odisea llena de lealtades y traiciones, de egoísmo y amor.

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– Lady Margaret -siguió diciendo Rosa, y su voz era frágil y dulce-, de no haber sido por vuestra amabilidad conmigo, nunca habría ido a reunirme con mi hermana en su nueva fe. Lo que no podíais saber es que las cartas que me escribía fueron el suelo en el que germinó la idea de acompañaros aquella noche a la misa de Navidad, pero vos me afirmasteis en mi convicción. Perdonadme, perdonadme de todo corazón por no haberos escrito y expresado mi gratitud. Ha sido el amor que siento por mi madre… Oh, ¿no lo comprendéis? Os lo ruego.

Lady Margaret no pudo resistir más. Abrazó a Rosa y una y otra vez repitió cuánto sentía haber sido la causa de tanto dolor.

– Señor obispo -dijo Elí, volviendo sus ojos ciegos al tribunal-. ¿No vais a dejarnos regresar a nuestras casas? Fluria y Meir se marcharán de la judería después de estos disturbios, como estoy seguro de que comprenderéis, pero aquí nadie ha cometido un crimen de ninguna clase. Y trataremos de la apostasía de estas niñas a su debido tiempo, puesto que todavía no son más que… niñas.

Lady Margaret y Rosa estaban ahora fundidas en un estrecho abrazo, y sollozaban, y se susurraban, y la pequeña Eleanor las rodeaba también con sus brazos.

Fluria y Meir permanecían mudos, como también Isaac, el físico, y los demás judíos, sus familiares tal vez, que habían estado encerrados en la torre.

El obispo se recostó en su sitial y mostró las palmas de las manos en un gesto de frustración.

– Muy bien, pues. Reconocéis que esta muchacha es Lea.

Lady Margaret asintió con vigor.

– Dime tan sólo -dijo a Rosa- que me perdonas, que me perdonas por todo el dolor que he causado a tu madre.

– De todo corazón -dijo Rosa, y dijo muchas cosas más, pero toda la sala estaba en efervescencia.

El obispo declaró concluido el proceso. Los dominicos miraban con dureza a todas las personas concernidas. El conde dio de inmediato a sus hombres la orden de montar, y sin esperar una palabra más de nadie se dirigió a Meir y a Fluria y les invitó a seguirlo.

Yo me quedé quieto como un tonto, observándolo todo. Vi que los dominicos se apartaban a un lado, mirando a todos con desaprobación.

Pero Meir y Fluria salieron de la sala, acompañados por el anciano, y detrás salió Rosa abrazada a lady Margaret y a la pequeña Eleanor, llorosas las tres.

Miré a través de la arcada y vi que toda la familia, incluido el Magister Elí, subía al carro, y Rosa daba un último abrazo a lady Margaret.

Los demás judíos siguieron su camino colina abajo. Los soldados montaron en sus caballos.

Fue como despertar de un sueño, cuando noté que Godwin me agarraba del brazo.

– Ven ahora, antes de que las cosas cambien.

Yo sacudí la cabeza.

– Vete -dije-. Yo me quedo aquí. Si hay más disturbios, mi puesto está aquí.

Quiso protestar, pero le recordé lo urgente que era que subiera al carro y se fueran todos.

El obispo se levantó de la mesa, y él y los canónigos de la catedral vestidos de blanco desaparecieron en una de las antesalas.

El gentío estaba dividido e impotente, mientras veía el carro descender la colina escoltado a ambos lados por los soldados del conde. El conde en persona cabalgaba detrás del carro con la espalda erguida y el codo izquierdo doblado como si la mano estuviera colocada en la vaina de su espada.

Di media vuelta y salí al patio.

Los rezagados me miraron, y miraron a los dominicos que venían detrás de mí.

Empecé a caminar más y más aprisa colina abajo. Vi el grupo de los judíos delante de mí, ya a salvo, y el carro que empezaba a aumentar la velocidad. Pronto los caballos se pusieron al trote y toda la escolta aceleró el paso. En pocos minutos estarían lejos de la ciudad.

También yo empecé a caminar más deprisa. Vi la catedral y algún instinto me impulsó a dirigirme a ella. Pero escuché pasos de hombres a mi espalda.

– ¿Adónde piensas dirigirte ahora, hermano Tobías? -preguntó fray Antonio con voz irritada.

Seguí caminando hasta que su mano dura se plantó en mi hombro.

– A la catedral, a dar las gracias. ¿Adónde, si no?

Seguí caminando tan aprisa como pude, sin correr. Pero de pronto tuve a los frailes dominicos rodeándome, y a un grupo numeroso de los jóvenes más brutos de la ciudad respaldándolos y mirándome con curiosidad y sospecha.

– ¿Crees que podrás acogerte a sagrado, allí? -preguntó fray Antonio-. Yo creo que no.

Estábamos ya al pie de la colina. Me hizo darme la vuelta de un empujón y apuntó a mi cara con el dedo.

– ¿Quién eres tú exactamente, hermano Tobías? Tú, que has venido aquí a desafiarnos, tú que has traído de París a una niña que puede no ser quien asegura ser.

– Ya has oído la decisión del obispo -dije.

– Sí, y será respetada, y todo estará bien, pero ¿quién eres tú y de dónde vienes?

Volví la vista a la gran fachada de la catedral y tomé por una calle que llevaba hacia ella.

De pronto me agarró, pero con un tirón me solté.

– Nadie ha oído hablar de ti -dijo uno de los hermanos-, nadie de nuestra casa de París, nadie de nuestra casa de Roma, nadie de nuestra casa de Londres, y después de escribir a todas partes entre este lugar y Londres y Roma, hemos llegado a la conclusión de que no eres uno de los nuestros. Ninguno de los nuestros -insistió fray Antonio- sabe nada de ti, el estudiante viajero.

Yo seguí caminando, y al escuchar el estruendo de sus pasos a mi espalda pensé: «Los estoy alejando de Fluria y de Meir, tan cierto como si fuera el flautista de Hamelin.»

Por fin llegué a la plaza de la catedral, pero entonces dos de los monjes me agarraron.

– No entrarás en esa iglesia sin habernos contestado antes. Tú no eres uno de nosotros. ¿Quién te ha enviado a simular que lo eras? ¿Quién te envió a París a traer a esa niña que dice ser su propia hermana?

Vi que me rodeaban esos jóvenes brutos y, de nuevo, a mujeres y niños entre el gentío, y empezaron a aparecer antorchas ante la oscuridad creciente de aquel atardecer invernal.

Me debatí para liberarme, y no conseguí sino que más personas me sujetaran. Alguien rajó la bolsa de piel que llevaba al hombro.

– Veamos qué cartas de presentación llevas -dijo uno de los monjes, y al vaciar la bolsa sólo cayeron de ellas monedas de plata y de oro que rodaron en todas direcciones.

La multitud rugió.

– ¿No contestas? -preguntó fray Antonio-. ¿Admites que no eres más que un impostor? ¿Nos hemos equivocado de impostor por esta vez? ¿Es de eso de lo que nos enteramos ahora? ¡Tú no eres un fraile dominico!

Le dirigí una patada furiosa y lo empujé atrás, y me volví hacia las puertas de la catedral. Quise correr hacia allí, pero enseguida uno de los jóvenes me atenazó y me empujó contra la pared de piedra de la iglesia, con tanta fuerza que lo vi todo negro por un instante.

Oh, si esa oscuridad hubiera sido para siempre. Pero no podía desear una cosa así. Abrí los ojos y vi que los frailes intentaban contener la furia de la multitud. Fray Antonio gritó que yo era «asunto suyo» y que él lo arreglaría. Pero el gentío no atendía a razones.

La gente tironeaba de mi manto, que al fin se rasgó. Alguien me dio un tirón del brazo derecho y sentí un dolor intenso que lo recorría desde el hombro. De nuevo me vi estampado contra el muro.

Veía a la gente entre parpadeos, como si la luz de mi conciencia se encendiera y se apagara, una vez y otra, y poco a poco se materializó una escena horrible.

Todos los clérigos habían sido empujados atrás. Ahora sólo me rodeaban los jóvenes brutos de la ciudad y las mujeres más rudas.

– ¡No eres un cura, no eres un fraile, no eres un hermano, impostor! -gritaban.

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