Me llevó menos de una hora abrirme paso por las calles abarrotadas y sinuosas hasta el barrio de los estudiantes, donde de pronto me vi rodeado por hombres y muchachos de todas las edades, vestidos como clérigos, con hábitos o sotanas.
Casi todos llevaban capucha, debido al crudo invierno, y algunos una especie de manta gruesa, y los ricos se distinguían de los pobres por la cantidad de piel visible en el forro de sus prendas de abrigo e incluso como adorno en el borde de las botas.
Hombres y muchachos iban y venían de muchas pequeñas iglesias y claustros, las calles eran estrechas y torcidas, y había linternas colgadas en alto para ahuyentar las lóbregas tinieblas.
Pero pude encontrar fácilmente el priorato de los dominicos, con las puertas de su pequeña iglesia abiertas, y encontré a Godwin, a quien los estudiantes me señalaron rápidamente en la persona de un hermano alto, encapuchado, de penetrantes ojos azules y piel pálida, subido a un banco y obviamente dictando una lección en el claustro al aire libre, ante un gentío nutrido y atento.
Hablaba con energía y sin esfuerzo aparente, en un latín hermoso y fluido, y era una pura delicia oír cómo hablaban en esa lengua, con tanta facilidad, él y los estudiantes que le replicaban y preguntaban.
La nieve había amainado. Aquí y allá había encendidos fuegos para calentar a los estudiantes, pero el frío era intenso y pronto supe, por algunas frases que me susurró alguien desde las últimas filas, que Godwin era tan popular ahora, en ausencia de Tomás y Alberto que se habían ido a enseñar a Italia, que sus oyentes sencillamente no cabían en ninguna sala cerrada.
Godwin se acompañaba con gestos elocuentes al dirigirse a aquel mar de rostros atentos; algunos estudiantes estaban sentados en bancos y escribían frenéticamente mientras él hablaba, y otros se sentaban en cojines de cuero o de lana sucia, o incluso en el suelo de piedra.
Que Godwin fuera una figura impresionante, no me sorprendió, pero no pude sino maravillarme de hasta qué punto impresionaba su presencia en la realidad.
Su estatura era de por sí notable, pero tenía además la irradiación que Fluria había intentado tan agudamente describirme. Las mejillas estaban coloreadas por el frío, y en los ojos ardía una pasión intensa por los conceptos y las ideas que expresaba. Parecía enteramente volcado en lo que decía y en lo que hacía. Una risa cordial puntuaba sus frases, y se volvía a derecha e izquierda con naturalidad para incluir a todos sus oyentes en el razonamiento que desarrollaba.
Sus manos estaban envueltas en trapos, a excepción de las puntas de los dedos. En cuanto a los estudiantes, la mayoría llevaba guantes. Yo también sentía mis manos heladas a pesar de llevar puestos guantes de piel desde que salí de Norwich. Me entristeció que Godwin careciera de unos guantes adecuados.
Los estudiantes reían a carcajadas alguna frase ingeniosa cuando encontré un sitio bajo las arcadas del claustro, apoyado en un pilar de piedra; luego, él les preguntó si recordaban una cita importante de san Agustín, que algunos se apresuraron a vocear, y a continuación pareció que se disponía a abordar un nuevo tema, pero nuestras miradas se encontraron, y dejó de hablar a mitad de una frase.
No estoy seguro de que alguien supiera por qué había parado. Pero yo sí lo sabía. Alguna comunicación silenciosa pasó entre nosotros, y yo me atreví a asentir con la cabeza.
Entonces, con breves palabras, dio por terminada la clase.
Se habría visto rodeado interminablemente por quienes le hacían preguntas, pero les dijo con paciencia atenta y una amabilidad exquisita que debía atender un asunto importante y además estaba helado, y en cuanto pudo se acercó a mí, me tendió la mano y me condujo tras él, a través del largo claustro de techo bajo y después de cruzar una arcada y muchas puertas interiores, hasta su propia celda.
Era una habitación no muy espaciosa y, gracias sean dadas al cielo, bien caldeada. No más lujosa que la de Junípero Serra en la misión de Carmel, de principios del siglo xxi, pero sí llena de objetos hermosos.
Una porción generosa de leña humeaba en un brasero y desprendía un calor delicioso. Godwin encendió rápidamente varias velas gruesas y las colocó sobre su escritorio y el facistol, ambos situados muy cerca de su estrecho catre, y luego me indicó que me sentara en uno de los bancos alineados en el lado derecho de la habitación.
Pude ver que con frecuencia daba allí sus lecciones, o lo había hecho antes de que la demanda de su elocuencia alcanzara los niveles actuales.
De la pared colgaba un crucifijo, y me pareció entrever varias pequeñas pinturas votivas, pero en la penumbra no pude distinguirlas bien. Había en el suelo un cojín muy duro y delgado delante del crucifijo y de una imagen de la Virgen, y supuse que era allí donde se arrodillaba a rezar.
– Oh, perdóname -me dijo en un tono lleno de afable generosidad-. Ven a calentarte junto al fuego. Estás blanco del frío, y tienes los cabellos mojados.
Rápidamente me ayudó a quitarme la capucha manchada y el manto, y se desprendió del suyo. Los colgó de unos clavos en la pared, donde el calor del brasero los secaría muy pronto.
Luego tomó una toalla pequeña y me secó con ella la cara y el pelo, y lo mismo hizo con el suyo.
Sólo entonces se quitó los trapos que envolvían sus manos, y acercó las palmas a las brasas. Me di cuenta entonces por primera vez de que su hábito blanco y su escapulario estaban gastados y remendados. Era un hombre de constitución delgada, y el corte sencillo de su cabello en forma anular le daba una expresión más vital y penetrante.
– ¿Cómo me has conocido? -pregunté.
– Porque Fluria me ha escrito y me ha dicho que te conocería en cuanto te viese. La carta llegó hace tan sólo dos días. Uno de los maestros judíos que enseñan hebreo aquí me la trajo. Y desde entonces he estado preocupado, no por lo que ella me ha escrito, sino por lo que dejó de escribir. Y hay otra cuestión, y es que ella me ha pedido que te abra mi corazón por entero.
Lo dijo con entera confianza, y de nuevo percibí la gracia de su actitud y su generosidad cuando acercó uno de los bancos cortos al brasero y tomó asiento.
En sus menores gestos había tanta firmeza y sencillez como si para él estuviera ya muy lejana la época en que necesitaba algún artificio para subrayar cualquier cosa que hacía.
Metió la mano en uno de los abultados bolsillos colocados debajo de su escapulario blanco, y extrajo de él la carta, una hoja plegada de pergamino rígido, y la puso en mi mano.
La carta estaba escrita en hebreo, pero tal como Malaquías me había prometido, pude leerla sin el menor problema:
Mi vida está en las manos de este hombre, el hermano Tobías. Acógelo y cuéntale todo, y él te lo contará todo, porque no hay nada que no sepa de mi pasado y de mis circunstancias actuales, y no me atrevo a decir más en este mensaje.
Fluria había firmado únicamente con la inicial de su nombre.
Me di cuenta de que nadie conocía su letra mejor que Godwin.
– Desde hace algún tiempo me he dado cuenta de que algo iba mal -dijo, con la frente fruncida por la inquietud-. Tú lo sabes todo. Sé que lo sabes. De modo que te diré, antes de importunarte con preguntas, que mi hija Rosa estuvo muy enferma hace varios días, e insistía en que su hermana Lea sentía fuertes dolores.
»Ocurrió durante los días más hermosos de la Navidad, cuando los cuadros vivientes y las representaciones delante de la catedral son más lucidos que en ninguna otra época del año. Pensé que tal vez, por la novedad para ella de nuestras costumbres cristianas, se sentía asustada. Pero insistió en que su angustia se debía a los dolores de Lea.
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