Anne Rice - La Hora Del Angel

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Con La hora del ángel, primer volumen de su nueva serie, Anne Rice retoma su narrativa más oscura para convertir a los ángeles en protagonistas.
Toby O’Dare, un famoso asesino a sueldo, es un hombre despiadado que recibe órdenes del Hombre Justo. Se mueve en un mundo de pesadilla hasta que aparece un forastero misterioso, un serafín, y le ofrece la oportunidad de salvar vidas en lugar de destruirlas.
Viaja atrás en el tiempo hasta la Inglaterra del siglo XIII, y en ese escenario primitivo, comienza su peligrosa búsqueda de la salvación: una odisea llena de lealtades y traiciones, de egoísmo y amor.

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»Y por lo que se refiere a Meir, es tal su pena y su angustia que se culpa a sí mismo de que la niña enfermó porque él la trajo aquí. Imagina que, bien abrigada y resguardada en Oxford, nunca habría enfermado. Él tampoco ha escrito a mi padre. Pero eso no quiere decir que mi padre no lo sepa. Tiene demasiados amigos aquí para no estar informado. -Empezó de nuevo a llorar-. Él lo verá como un castigo de Dios -susurró en medio de sus lágrimas-, de eso estoy segura.

– ¿Qué deseas que haga yo? -pregunté. No me sentía del todo seguro de que estuviésemos de acuerdo los dos, pero sin duda ella era inteligente y reflexiva, y se nos hacía ya muy tarde.

– Id a ver a Godwin -dijo, y sus facciones se dulcificaron al pronunciar ese nombre-. Id a verlo y pedidle que venga aquí y calme a los hermanos dominicos. Haced que insista en nuestra inocencia. Godwin es una persona muy admirada en la orden. Estudió con Tomás y Alberto antes de que ellos se fueran y empezaran a predicar y a enseñar en Italia. Sin duda los escritos de Godwin sobre Maimónides y Aristóteles son conocidos incluso aquí. Godwin vendrá si yo se lo pido, sé que lo hará, y también porque…, porque Lea era su hija.

De nuevo fluyeron las lágrimas. Parecía tan frágil allí de pie a la luz de las velas, con la espalda vuelta al frío que entraba por la ventana, que yo me sentí incapaz de soportarlo.

– Puede que Godwin decida revelar toda la verdad y cargar con sus consecuencias -dijo-, y hacer comprender a los monjes negros que nosotros no hemos matado a nuestra hija. Él puede testificar de mi carácter y de mi alma. -Aquello le daba esperanzas, y obviamente también me las dio a mí-. Oh, sería algo magnífico librarnos de esta terrible mentira -dijo-. Y mientras vos y yo hablamos, Meir está suscribiendo la entrega de sumas de dinero. Se perdonarán las deudas. Afrontaré la ruina si es preciso, la pérdida de todas mis propiedades, si puedo llevarme conmigo a Meir de este lugar terrible. Me bastaría con saber que no he provocado ningún daño a los judíos de Norwich, que tanto han sufrido en otras épocas.

– Ésa sería la mejor solución, sin duda -juzgué-, porque una impostura comportaría riesgos muy grandes. Incluso vuestros amigos judíos podrían decir o hacer algo que dejara al descubierto la verdad. Pero ¿y si la ciudad no acepta la verdad? ¿Ni siquiera de Godwin? Será demasiado tarde para volver al plan del engaño. Se habrá perdido la oportunidad de una impostura.

Otra vez se oían ruidos en la noche. Sonidos ahogados, informes, y otros más penetrantes. Pero la nieve que caía lo amortiguaba todo.

– Hermano Tobías -dijo ella-, id a París y plantead todo el caso a Godwin. A él podéis contárselo todo, y dejar que Godwin decida.

– Sí, es lo que haré, Fluria -dije, pero otra vez oí ruidos y lo que parecía el son lejano de una campana.

Le hice un gesto para que me dejara acercarme a la ventana, y ella se apartó.

– Es la alarma -dijo aterrorizada.

– Puede que no -dije. De pronto empezó a tocar otra campana.

– ¿Están incendiando la judería? -preguntó ella, con un hilo de voz que apenas podía pasar de su garganta.

Antes de que pudiera contestarle, la puerta de madera de la habitación se abrió y apareció el sheriff con todas sus armas, los cabellos empapados de nieve. Se hizo a un lado para dejar pasar a dos criados que arrastraron unos leños hasta la chimenea, y detrás de ellos entró Meir.

Con la mirada fija en Fluria, se echó atrás la capucha cubierta de nieve.

Fluria se precipitó en sus brazos abiertos.

El sheriff estaba de pésimo humor, como era de esperar.

– Hermano Tobías -dijo-, vuestro consejo a los fieles de que fueran a rezar al pequeño san Guillermo ha tenido consecuencias imprevistas. La multitud ha forzado la entrada en la casa de Meir y Fluria en busca de reliquias de Lea, y se ha llevado todos sus vestidos.

»Fluria, querida, habría sido más prudente que empaquetaras toda esa ropa y te la trajeras contigo al venir aquí. -Suspiró otra vez y miró a su alrededor como buscando alguna superficie que golpear con el puño-. Ya se están proclamando milagros en el nombre de tu hija. El sentimiento de culpa de lady Margaret la ha impulsado a organizar una pequeña cruzada.

– ¡Cómo no supe prever una cosa así! -dije, apenado-. Sólo quise quitarlos de en medio.

Meir abrazó más estrechamente a Fluria, como si quisiera protegerla de todas aquellas palabras. La cara de aquel hombre mostraba una resignación admirable.

El sheriff esperó hasta que los criados se hubieron ido y la puerta estuvo cerrada, y entonces habló directamente a la pareja.

– La judería está protegida por una guardia nutrida, y los pequeños fuegos que se han producido están ya apagados -dijo-. Gracias al cielo, vuestras casas son de piedra. Y gracias al cielo, las cartas de Meir para reunir dinero han sido ya despachadas. Y gracias al cielo, los ancianos han hecho generosos regalos en forma de marcos de oro a los frailes y al priorato. -Se detuvo y suspiró. Me dirigió por un instante una mirada de impotencia, y luego volvió su atención a ellos-: Pero os digo desde ahora mismo, que nada podrá impedir una matanza si vuestra hija no vuelve en persona a acabar con esta carrera enloquecida para convertirla en santa.

– Muy bien, pues eso es lo que vamos a hacer -dije antes de que ninguno de los dos pudiera hablar-. Parto para París ahora mismo. Supongo que encontraré al hermano Godwin en el convento capitular de los dominicos, junto a la universidad, ¿no es así? Saldré de viaje esta noche.

El sheriff parecía dudar. Miró a Fluria.

– ¿Tu hija puede volver aquí?

– Sí -contesté yo-. Y sin duda vendrá con ella el hermano Godwin, que es un hábil abogado. Tenéis que resistir como podáis hasta ese momento.

Meir y Fluria se habían quedado sin habla. Me miraban como si dependieran por completo de mí.

– Y mientras tanto -añadí-, ¿permitiréis a los ancianos entrar en el castillo para consultar con Meir y con Fluria?

– Isaac, hijo de Salomón, el físico, está ya aquí por su seguridad -dijo el sheriff-. Y traeremos a los demás si es necesario. -Se pasó la mano enguantada por el blanco cabello húmedo-. Fluria y Meir, si no es posible que traigan aquí a vuestra hija, os pido que me lo digáis ahora mismo.

– Vendrá -dije-. Tenéis mi palabra. Y vosotros dos, rezad para que tenga un buen viaje. Iré tan deprisa como me sea posible.

Me acerqué a la pareja y puse mis manos sobre sus hombros.

– Confiad en el cielo, y confiad en Godwin. Me reuniré con él tan pronto como pueda.

13 París

Cuando por fin llegamos a París, yo ya tenía bastante viaje del siglo xiii para cubrir con creces cuatro vidas, y aunque me cautivaron en el camino mil paisajes inesperados, desde el torbellino de las casas apiñadas de Londres, construidas en parte de madera, hasta el espectáculo de los castillos normandos coronando las cimas de los riscos, y la nieve inacabable que caía sobre las aldeas y ciudades por las que pasaba, nuestro único afán era presentarnos ante Godwin y exponerle el caso.

Digo «nos y nuestro» porque Malaquías se me apareció de vez en cuando a lo largo del viaje e incluso hizo parte del camino en el carro que me llevó a la capital, pero no me dio ningún consejo, salvo el de recordarme que las vidas de Fluria y Meir dependían de lo que yo hiciera.

Cuando apareció, lo hizo vestido con hábito de dominico, y cada vez que los medios de transporte parecían fallar sin remedio, se manifestaba de nuevo y me recordaba que llevaba oro en mi bolsillo, y que yo era una persona fuerte y capaz de hacer lo que se me pedía. Entonces, de pronto aparecía un carro, o una carreta, con un cochero amable dispuesto a llevarme con los bultos, o la leña, o lo que fuera que transportaba. Y así pude dormir en muchos vehículos distintos.

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