»“Padre, por favor”, le supliqué, para que callara y escuchara.
»Godwin aceptó aquello y habría tenido paciencia suficiente para ser apaleado en público sin levantar un dedo en su defensa. Luego explicó sus intenciones: “¿No son dos, estas preciosas niñas? -dijo-. ¿No nos las ha enviado Dios por nuestras dos fes? Mirad el regalo que nos ha hecho a Fluria y a mí. Yo, que nunca esperé tener la devoción o el amor de un hijo, ahora poseo el de dos, y Fluria vive feliz todos los días en la amorosa compañía de su descendencia, que una persona cruel podría arrebatarle… Fluria, te lo suplico: dame una de estas hermosas niñas. Magister Elí, os lo ruego, dejad que me lleve de esta casa a una de las dos niñas.
»”Dejad que me la lleve a París para educarla. Dejad que la vea crecer, cristiana y con la guía amorosa de un padre y un tío amantes.
»”Guardad siempre a la otra junto a vuestro corazón. Y aceptaré sin discutir la que me destinéis, porque vosotros conocéis sus corazones y sabéis cuál de las dos podrá ser feliz en París, viviendo una vida nueva, y cuál es tal vez más tímida y más apegada a su madre. De que las dos os aman, no me cabe la menor duda.
»”Pero, Fluria, te lo ruego, date cuenta de lo que significa para mí, como creyente en Jesucristo, que mis hijas no puedan estar junto a los suyos y no sepan nada de la resolución más importante que ha tomado su padre: servir a Nuestro Señor Jesucristo en pensamiento, palabra y obra, para siempre. No puedo regresar a París sin suplicártelo: déjame a mí una de las niñas. Deja que la eduque como mi hija cristiana. Partamos entre los dos los frutos de nuestra caída, y la suerte inmensa de que hayan venido a este mundo unas criaturas tan hermosas.”
»Mi padre se puso furioso. Se levantó y empuñó su bastón: “Tú que trajiste la desgracia a mi hija -gritó-, ¿vienes ahora con la pretensión de repartir las hijas? ¿De dividirlas? ¿Te crees el rey Salomón? Si conservara la vista, te mataría. Nada me detendría. Te mataría con mis manos, y te enterraría en el patio trasero de esta casa para guardarla de tus hermanos cristianos. Da gracias a tu Dios de que estoy ciego, enfermo y viejo, y no puedo arrancarte el corazón. Tal como están las cosas, te ordeno que salgas de mi casa e insisto en que no vuelvas nunca ni intentes ver a tus hijas. La puerta está cerrada para ti. Y déjame que te aclare una cosa sobre este asunto: estas niñas son legalmente nuestras. ¿Cómo piensas probar lo contrario delante de nadie, sin contar con el escándalo que atraerás sobre ti mismo si no te vas de aquí en silencio y olvidas esa petición descarada y cruel?”
»Yo hice cuanto pude para apaciguar a mi padre, pero con un codazo me echó a un lado. Agitó su bastón, y sus ojos ciegos buscaron a su enemigo en la habitación.
»El conde estaba abatido por la pena, pero no hay palabras para describir la mirada de aflicción y el corazón roto de Godwin. En cuanto a Meir, no podría deciros cómo le afectaba aquella discusión porque todo lo que yo podía hacer era rodear con los brazos a mi padre y suplicarle que callara y dejara hablar a aquellos hombres.
»Estaba aterrorizada, no por Godwin, sino por Nigel. Era Nigel quien en último término tenía poder para llevarse a mis dos hijas, si así lo decidía, y someternos a un proceso implacable. Nigel quien contaba con dinero y hombres bastantes para secuestrar a las niñas y encerrarlas en un castillo a muchos kilómetros de Londres, y negarme la posibilidad de volver a verlas nunca más.
»Pero sólo vi dulzura en los rostros de los dos hombres. Godwin lloraba otra vez: “¡Oh, cuánto lamento haberos causado dolor!”, dijo a mi padre.
»“¿Causarme dolor, perro? -respondió mi padre. Con dificultad volvió a su silla y tomó de nuevo asiento, temblando violentamente-. Has pecado contra mi casa. Pecas de nuevo contra ella. Márchate de aquí. Vete.”
»Pero para sorpresa de todos, en ese momento de pasión Rosa entró en la sala y con voz clara pidió a su abuelo que por favor no dijera nada más.
»Con las gemelas ocurre que, por más idénticas que sean en lo físico, no son iguales de carácter ni de corazón. Como ya os he insinuado, una puede inclinarse más a la acción y al mando que la otra. Así les pasaba a mis dos hijas, como ya he dicho. Lea se comportaba siempre como si fuera más joven que Rosa; Rosa era casi siempre quien decidía qué hacer o no hacer. En eso se parecía a mí tanto como a Godwin. También se parecía a mi padre, que siempre era un hombre que hablaba con firmeza.
»Y bien, como era de esperar fue Rosa quien habló en ese momento. Me dijo a mí con mucha suavidad, pero con mayor firmeza todavía, que quería ir a París con su padre.
»Su declaración dejó hondamente conmovidos tanto a Godwin como a Nigel, y en cambio mi padre se quedó sin habla y agachó la cabeza.
»Rosa fue a él y lo estrechó entre sus brazos, y lo besó. Pero él no abrió los ojos, dejó caer su bastón al suelo y se apretó las rodillas con los puños, sin hacer caso de ella y como si no se diera cuenta de su abrazo.
»Yo quise devolverle su bastón porque nunca lo soltaba, pero no hizo el menor caso de ninguno de nosotros, como si se hubiera recogido en el interior de sí mismo.
»“Abuelo -dijo Rosa-, Lea no puede soportar verse separada de nuestra madre. Tú lo sabes, y sabes que se asustaría si fuera a un lugar como París. Tiene miedo incluso de ir con Meir y con madre a Norwich. Soy yo quien debe ir con el hermano Godwin. Sin duda te das cuenta de que es lo más juicioso, y la única manera de que todos nosotros vivamos en paz.”
»Se volvió a mirar a Godwin, que la observaba con un arrobo tan grande que a duras penas pude soportar el verlo.
»Rosa siguió diciendo: “Supe que este hombre era mi padre antes incluso de verle. Supe que el hermano Godwin de París, al que mi madre escribía con tanta devoción, era el hombre que me había dado la vida. En cambio, Lea nunca lo sospechó, y ahora sólo desea estar junto a madre y a Meir. Lea cree en lo que cree, no en la fuerza de lo que ve, sino en lo que siente en su interior.”
»Se acercó a mí entonces y me rodeó con sus brazos. En voz baja me dijo: “Quiero ir a París. -Frunció la frente y pareció esforzarse en articular las palabras, pero acabó por decir sencillamente-: Madre, quiero estar junto al hombre que es mi padre. -Siguió mirándome fijamente a los ojos-. Ese hombre no se parece a los demás hombres. Ese hombre es como los santos.”
»Se refería con esa palabra a los judíos más estrictos que intentan vivir enteramente para Dios, y que observan la Torá y el Talmud de forma tan completa que entre nosotros reciben el nombre de hasidim.
»Mi padre suspiró, levantó la vista y pude ver que sus labios se movían en una oración. Inclinó la cabeza. Se puso en pie, se volvió hacia la pared dándonos la espalda a todos, y empezó a inclinarse hacia el suelo mientras rezaba.
»Pude ver que a Godwin lo llenaba de alegría la decisión de Rosa. Y lo mismo cabe decir de su hermano, Nigel.
»Y fue Nigel quien habló entonces, y explicó en voz baja y respetuosa que cuidaría de que Rosa tuviera todas las ropas y las comodidades que pudiera necesitar, y que se educaría en el mejor convento de París. Ya había escrito a las monjas. Fue a Rosa, la besó y le dijo: “Has hecho muy feliz a tu padre.”
»Godwin rezaba al parecer, y luego dijo entre dientes:
»“Señor, has puesto un tesoro en mis manos. Te prometo que cuidaré siempre de esta niña, y que la suya será una vida plena de bendiciones terrenales. Por favor, Señor, concédele Tú una vida plena de bendiciones espirituales.”
»Creí que mi padre iba a volverse loco cuando lo oyó. Desde luego Nigel era un conde, lo comprendéis, dueño de más de una provincia, y estaba acostumbrado a ser obedecido no sólo por la gente de su palacio sino por sus numerosos siervos y por todos los que se topaban con él. No se daba cuenta de hasta qué punto sus disposiciones ofendían en lo más profundo a mi padre.
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