»Una vez despaché la carta, tuve miedo de irritar o decepcionar a Godwin, y de perderlo así para siempre. Aunque ya no lo amaba como lo había hecho de joven, y ya no pensaba en él como hombre, lo amaba con todo mi corazón, y ponía mi corazón en cada carta que le escribía.
»Y ¿qué creéis que ocurrió?
He de confesar que no tenía idea de lo que había podido ocurrir, y las ideas se atropellaban en mi mente hasta el punto de que me costaba un gran esfuerzo seguir la narración de Fluria. Había mencionado que perdió a sus dos hijas. Mientras me hablaba, la emoción la embargaba. Y en buena medida, esa misma emoción había hecho presa en mí.
11 Fluria continúa su historia
– Pasadas dos semanas, Godwin vino a Oxford y se presentó a la puerta de mi casa.
»No era, desde luego, el Godwin que yo había conocido. Había perdido el filo aguzado de la juventud, su osadía inveterada, y lo había reemplazado por algo infinitamente más radiante. Era el hombre que conocía por nuestras cartas. Era suave al hablar y considerado, pero estaba henchido de una pasión interior que le resultaba difícil reprimir.
»Lo hice pasar sin decir nada a mi padre, y de inmediato lo presenté a las dos niñas.
»Me pareció que no tenía otra opción que hacerles saber que aquel hombre era su padre real, y de forma amable y llena de cariño fue eso lo que Godwin me pidió que hiciera.
»“No has hecho nada malo, Fluria -me dijo-. Has soportado durante todos estos años una carga que me correspondía a mí compartir. Te dejé embarazada, y ni siquiera se me ocurrió pensar en esa posibilidad. Ahora déjame ver a mis hijas, te lo ruego. No tienes nada que temer de mí.”
»Llevé a las niñas a su presencia. Ocurrió hace menos de un año, y las niñas tenían trece.
»Sentí un orgullo inmenso y alegre al presentarlas, porque se habían convertido sin discusión posible en dos bellezas, y habían heredado la expresión radiante y feliz de su padre.
»Con la voz temblorosa les expliqué que aquel hombre era su padre real, y que era el hermano Godwin al que escribía con tanta frecuencia, y que hasta hacía tan sólo dos semanas él no sabía nada de su existencia, y ahora tan sólo deseaba conocerlas.
»Lea pareció confusa, pero Rosa sonrió de inmediato a Godwin. Y con la irreprimible espontaneidad que tenía declaró que siempre había sabido que algún secreto rodeaba su nacimiento, y que se sentía feliz al ver por fin al hombre que era su padre. “Madre -dijo-, éste es un día alegre.”
»Godwin no pudo reprimir las lágrimas.
»Tendió a sus hijas unas manos amorosas, que colocó sobre ambas cabezas. Y luego se sentó a llorar, abrumado, con la mirada fija en las dos hijas que tenía ante él, y sin parar de sollozar en silencio.
»Cuando mi padre supo que estaba en la casa, cuando los sirvientes más antiguos le contaron que Godwin sabía ahora que tenía dos hijas y que ellas lo habían conocido a él, mi padre bajó de sus habitaciones y entró en la sala con amenazas de matar a Godwin con sus propias manos. “¡Oh, suerte tienes de que estoy ciego y no veo dónde estás! Lea y Rosa, os lo ordeno, llevadme delante de ese hombre.”
»Ninguna de las dos niñas sabía qué hacer, y yo corrí a interponerme entre mi padre y Godwin, y rogué a mi padre que se tranquilizara.
»“¿Cómo te atreves a presentarte aquí con ese motivo? -exclamó mi padre-. He tolerado tus cartas e incluso de vez en cuando te he escrito yo mismo. Pero ahora que conoces las dimensiones de tu traición, me pregunto cómo tienes el atrevimiento de venir bajo mi techo.”
»Conmigo empleó también un lenguaje muy duro.
»“Has contado a este hombre cosas sin mi consentimiento. ¿Y qué has dicho a Lea y Rosa? ¿Qué es lo que saben estas niñas?”
»Rosa intentó calmarlo. “Abuelo -dijo-, siempre hemos notado que existía algún misterio relacionado con nosotras. Hemos pedido muchas veces sin resultado escritos de nuestro supuesto padre, o algún recuerdo suyo, pero nunca hemos conseguido otra cosa que la confusión y el dolor de nuestra madre. Ahora sabemos que este hombre es nuestro padre, y no podemos evitar sentirnos felices al saberlo. Es un gran maestro, abuelo, y hemos oído mencionar su nombre todas nuestras vidas.”
»Intentó abrazar a mi padre, pero él la rechazó.
»Oh, era espantoso verlo así, con la mirada ciega fija al frente, aferrado a su bastón pero desorientado, sintiéndose solo entre enemigos de su propia carne y sangre.
»Yo rompí a llorar y no supe qué decir.
»“Éstas son las hijas de una madre judía -dijo mi padre-, y son mujeres judías que algún día serán madres de hijos judíos, y tú no tienes nada que ver con ellas. No pertenecen a tu fe. Y debes irte de aquí. No me cuentes historias sobre tu santidad y tu fama en París. He oído ya bastante sobre eso. Sé quién eres en realidad, el hombre que traicionó mi confianza y mi hogar. Ve a predicar a los gentiles que te aceptan como un pecador reformado. Yo no admito ninguna confesión de culpabilidad por tu parte. Me sorprendería que no visitaras a una mujer cada noche en París. ¡Vete!”
»No conocéis a mi padre. No podéis saber cómo es en el paroxismo de la ira. Sólo os he dado una idea muy pálida de la elocuencia con la que fustigó a Godwin. Y todo ello en presencia de las niñas, que me miraban ahora a mí, ahora a su abuelo, y luego al fraile negro, que cayó de rodillas y dijo: “¿Qué puedo hacer sino implorar vuestro perdón?” Y mi padre respondió: “Acércate lo suficiente y te golpearé con todas mis fuerzas por lo que hiciste en mi casa.”
»Godwin se limitó a ponerse de pie, se inclinó delante de mi padre, y después de dirigirme una mirada tierna y de hacer un gesto apenado de despedida a sus hijas, se volvió para salir de la casa.
»Rosa lo detuvo, e incluso le echó los brazos al cuello, y él la abrazó con los ojos cerrados largo rato…, cosa que mi padre no podía ver ni saber. Lea seguía inmóvil, rígida, llorosa, y luego se fue corriendo de la habitación.
»Mi padre rugió: “Fuera de mi casa.” Y Godwin obedeció al instante.
»Yo estaba horrorizada al pensar en lo que haría o adónde iría, y me pareció que ya no podía hacer nada más, excepto confesar a Meir toda la historia.
»Meir vino aquella noche. Estaba inquieto. Le habían hablado de una pelea bajo nuestro techo y de que alguien había visto salir de la casa a un fraile negro en apariencia muy trastornado.
»Yo me encerré con Meir en el estudio de mi padre y le conté la verdad. Le dije que no sabía lo que iba a ocurrir. ¿Había vuelto Godwin a París, o seguía en Oxford o en Londres? No tenía la menor idea.
»Meir me dirigió una larga mirada con sus ojos dulces y amorosos. Luego me dejó completamente sorprendida: “Hermosa Fluria -dijo-, siempre he sabido que habías tenido a tus hijas con un amante joven. ¿Crees que en la judería nadie se acuerda del afecto que sentías por Godwin, y de la historia de su ruptura con tu padre hace muchos años? No dicen nada de forma explícita, pero todo el mundo lo sabe. Puedes estar tranquila en ese aspecto, por lo que se refiere a mí. A lo que te enfrentas ahora no es a mi retirada, porque te amo hoy tanto como te amaba ayer y el día antes. A lo que nos enfrentamos todos es a lo que Godwin se proponga hacer.”
»Siguió hablándome con la mayor calma: “Un sacerdote o un monje acusado de tener hijos con una mujer judía puede esperar un castigo grave. Lo sabes bien. Y también son graves las consecuencias para la judía que confiese que sus hijas lo son de un gentil. Esas uniones están prohibidas por la ley, y la Corona está ansiosa de apoderarse de las propiedades de quienes la violan. Es imposible pensar que en esta situación pueda hacerse otra cosa que guardar el secreto.”
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