»Pero os lo pregunto: ¿cómo podía yo contar a este Godwin, esta persona maravillosa y santa que había florecido a partir del joven vástago que yo amé antes, que tenía dos hijas que vivían en Inglaterra, educadas ambas para ser ejemplares muchachas judías?
»¿Qué bien podía hacerle esa confesión? ¿Y cómo podía reaccionar en su reciente celo religioso si, a pesar del cariño que me mostraba, llegaba a enterarse de que tenía hijas que vivían en la judería de Oxford, apartadas de toda posible exposición a la fe cristiana?
»Os he dicho que mi padre no me prohibió esas cartas. Al principio pensó que no durarían. Pero como siguieron llegando, yo se las di a conocer por más de una razón.
»Mi padre es un estudioso, como os he dicho, y no sólo de los comentarios del Talmud por el gran Rashi, que llegó incluso a traducir al francés para ayudar a los estudiantes que querían conocerlo pero no conocían la lengua hebrea en la que estaban escritos. Cuando perdió la vista, me dictaba a mí la mayor parte de su trabajo, y tenía la ambición de traducir la mayor parte de la obra del gran filósofo judío Maimónides al latín, si no al francés.
»No me sorprendió que Godwin empezara a escribirme sobre esos mismos temas, sobre cómo el gran maestro Tomás de su orden había leído algo de Maimónides en latín, y que él, Godwin, deseaba estudiar su obra. Godwin conocía el hebreo. Había sido el mejor discípulo de mi padre.
»Así pues, con el paso de los años leí a mi padre cartas de Godwin, e incluí con cierta frecuencia comentarios de mi padre sobre Maimónides, e incluso sobre la teología cristiana, en las cartas que escribí a Godwin.
»Mi padre nunca llegó a dictarme una carta a Godwin, pero creo que se dio cuenta de lo que yo hacía y que sintió mayor aprecio por el hombre del que creía que le había traicionado a él y a su hospitalidad, y que de alguna manera llegó a perdonarlo. Por lo menos, así era en lo que se refería a mí. Y cada día, después de acabar de escuchar las lecciones de mi padre a sus estudiantes, o de copiar sus meditaciones, o de ayudar a sus estudiantes a hacerlo, yo me retiraba a mi habitación y escribía a Godwin, para contarle lo que ocurría en Oxford y discutir con él todas esas cuestiones.
»Era natural que, pasado un tiempo, Godwin me hiciera la siguiente pregunta: ¿por qué no me había casado? Le di respuestas vagas, que el cuidado de mi padre consumía todo mi tiempo, y otras veces le dije sencillamente que no había encontrado al hombre indicado para ser mi marido.
»Mientras tanto, Lea y Rosa crecían y se habían convertido en dos niñas preciosas. Pero habréis de permitirme que me detenga en este punto, porque si no lloro por mis hijas no podré seguir hablando.
Llegados a este punto, ella rompió a llorar y supe que nada que yo pudiera hacer la consolaría. Era una mujer casada, y una judía piadosa, y yo no podía atreverme a rodearla con mis brazos. No sería apropiado. De hecho, me estaba explícitamente prohibido tomarme esa libertad.
Pero cuando alzó la mirada y vio que en mis ojos también había lágrimas, que no podía explicar muy bien si tenían que ver con lo que me había contado de Godwin o de ella misma, se sintió consolada de alguna manera, y también mi silencio la confortó, y así continuó su historia.
10 Fluria continúa con su historia
– Hermano Tobías, si alguna vez conocéis a mi Godwin, él os querrá. Si Godwin no es un santo, seguramente es que los santos no existen. Y bendito sea el Todopoderoso, que me ha enviado precisamente ahora un hombre tan parecido a Godwin, y tan parecido también a Meir, porque a los dos me recordáis.
»Os decía que las niñas crecían y de año en año estaban más bonitas, y más cariñosas con su abuelo, y representaban en su ceguera una alegría mayor de la que posiblemente pueden proporcionar los niños a un hombre capaz de ver.
»Pero dejad que mencione aquí de nuevo al padre de Godwin, sólo para decir que el hombre murió despreciando a Godwin por su decisión de convertirse en fraile dominico, y que por supuesto dejó toda su fortuna a su hijo mayor, Nigel. En su lecho de muerte, obligó a Nigel a prometer que nunca volvería a poner los ojos en su hermano Godwin, y Nigel, que era un hombre diplomático e inteligente, lo prometió con un encogimiento de hombros.
»Eso es lo que me contó Godwin en sus cartas, y que Nigel, en cuanto hubo depositado a su padre en su tumba en la iglesia, viajó a Francia para ver al hermano al que añoraba y amaba. Ah, cuando pienso en esas cartas, fueron para mí como el agua fresca para el sediento, durante tantos años, aunque no me fuera posible compartir con él las alegrías que me daban Lea y Rosa. Incluso entonces mantuve ese secreto encerrado en mi corazón.
»Llegué a ser una mujer que disfrutaba tres grandes placeres, una mujer que escuchaba tres bellas canciones. La primera canción era la instrucción diaria a mis preciosas hijas. La segunda era la lectura y la escritura para mi amado padre, que dependía casi por entero de mí en ese aspecto, aunque disponía de muchos estudiantes que le leían; y la tercera canción eran las cartas de Godwin, y las tres canciones se fundían en un pequeño coro que consolaba, educaba y mejoraba mi alma.
»No penséis mal de mí por haber mantenido el secreto de las niñas delante de su padre. Recordad lo que estaba en juego. Porque aun con Nigel y Godwin reconciliados y escribiéndose mutuamente con regularidad, yo no podía esperar que de mi revelación saliera nada que no fuera un desastre completo.
»Dejad que os hable más de Godwin. Él me lo contó todo sobre sus clases y sus controversias. No podía enseñar teología hasta haber cumplido los treinta y cinco años, pero predicaba con frecuencia ante grandes multitudes en París, y tenía muchos seguidores. Era más feliz de lo que nunca había sido en la vida, y repetía una y otra vez que deseaba que yo también fuera feliz, y me preguntaba por qué no me casaba.
»Decía que los inviernos eran fríos en París, como los de Inglaterra, y que el convento era frío. Pero que nunca había sentido aquella alegría cuando tenía una bolsa con dinero suficiente para comprar toda la leña, o la comida, que se le antojara. Todo lo que quería en este mundo era saber cómo me iba a mí, y que yo encontrara también la felicidad.
»Cuando me escribía esas cosas, la verdad no revelada me dolía, porque mi felicidad consistía en tener a nuestras dos hijas sentadas en mis rodillas.
»Poco a poco, me di cuenta de que deseaba que Godwin lo supiera. Quería que supiera que aquellas dos hermosas flores de nuestro amor habían crecido a salvo y desplegaban ahora toda su inocente belleza con la protección adecuada.
»Y lo que hacía más doloroso el secreto era el hecho de que Godwin seguía con tanto ardor sus estudios de hebreo, que a menudo debatía con estudiosos judíos de París, e iba a sus casas a estudiar con ellos, igual que tiempo atrás había viajado una y otra vez entre Londres y Oxford con la misma intención. Godwin era, entonces igual que antes, un enamorado de nuestro pueblo. Por supuesto, deseaba convertir a aquellos con quienes discutía, pero sentía un gran amor por sus mentes agudas, y por encima de todo por las vidas devotas que vivían, de las que solía decir que le enseñaban más acerca del amor que la conducta de algunos de los estudiantes de teología de la universidad.
»Muchas veces deseé confesarle mi verdadera situación, pero como os he dicho, me abstuve de hacerlo por dos consideraciones. Una, que Godwin se sentiría profundamente infeliz si supiera que me había dejado embarazada cuando se marchó. Y la segunda, que podría sentirse alarmado, como le ocurriría a cualquier padre gentil, por el hecho de que dos hijas suyas fueran educadas en el judaísmo, no tanto porque le pareciera mal lo que yo hice ni por temor por sus almas, sino porque era consciente de las persecuciones y la violencia a que se ve sujeto nuestro pueblo.
Читать дальше