»Lo que quiero decir es que me resultó fácil mantener en secreto nuestras cartas, aunque lo cierto es que pensé que Godwin me olvidaría muy pronto y se vería arrastrado por la atmósfera licenciosa en la que sin duda se iba a sumergir.
»Mientras tanto, mi padre me sorprendió. Me dijo que sabía que Godwin me escribiría, y añadió: “No voy a prohibirte esas cartas, pero no creo que haya muchas, y con ellas no harás otra cosa que hipotecar tu corazón.”
»Los dos estábamos del todo equivocados. Godwin escribió cartas desde cada una de las ciudades por las que pasó en su viaje. Las cartas fueron llegando, a veces al ritmo de dos por día, traídas por mensajeros tanto gentiles como judíos, y yo me encerraba en mi habitación siempre que podía y exprimía mi corazón en tinta. Lo cierto es que nuestro amor parecía crecer más aún en las cartas, y nos convertimos en dos seres profundamente unidos el uno al otro sin que nada, nada en absoluto, pudiera separarnos.
»No importa. Pronto tuve una preocupación mayor que las que había previsto. Pasados dos meses, la medida de mi amor por Godwin quedó perfectamente patente, y hube de decírselo a mi padre. Estaba embarazada.
»Otro padre me habría abandonado, o algo peor. Pero el mío siempre me había adorado. Era la única superviviente de sus hijos. Y creo que había en él un genuino deseo de tener un nieto, aunque nunca lo expresó en palabras. Después de todo, ¿qué le importaba a él que el padre fuera gentil, si la madre era judía? De modo que mi padre se trazó un plan.
»Empaquetó todas nuestras pertenencias y nos marchamos a una pequeña ciudad de Renania, donde había estudiosos que conocían a mi padre, pero no había familiares nuestros.
»Un rabino anciano, que admiraba mucho los escritos de mi padre sobre el gran maestro judío Rashi, accedió a casarse conmigo y presentar como suyo el hijo que yo esperaba. El suyo fue en verdad un gesto de una gran generosidad. Dijo: “¡He visto tanto sufrimiento en este mundo! Seré un padre para ese niño si así lo quieres, y nunca reclamaré los privilegios de un esposo, cosa para la que además me encuentro ya demasiado viejo.”
»No tuve un hijo de Godwin sino dos, dos preciosas gemelas, tan exactamente iguales que ni yo misma podía distinguir siempre a la una de la otra y hube de atar una cinta azul al tobillo de Rosa para diferenciarla de Lea.
»Sé que me interrumpiríais ahora si pudierais, y sé también lo que estáis pensando, pero dejadme continuar.
»El anciano rabino murió antes de que las niñas cumplieran un año. En cuanto a mi padre, amaba a las dos pequeñas y daba las gracias al cielo por haberle concedido aún algo de vista para contemplar sus preciosas caras antes de quedarse completamente ciego.
»Sólo cuando regresamos a Oxford me confesó que había hecho gestiones para colocar a las niñas con una matrona de edad madura en Renania, y luego la había decepcionado debido a su amor por mí y por las pequeñas.
»Durante todo el tiempo que viví en Renania escribí a Godwin, pero no le dije una sola palabra de las niñas. Le había dado razones vagas para el viaje: que tenía relación con la adquisición de libros difíciles de encontrar tanto en Francia como en Inglaterra, y que mi padre me dictaba muchos trabajos y necesitaba esos libros para los tratados que ocupaban todos sus pensamientos.
»Esos tratados en los que trabajaba continuamente, y los libros, todo era verdad pura y simple.
»Nos instalamos en nuestra antigua casa de la judería de Oxford, en la parroquia de St. Aldate, y mi padre empezó de nuevo a aceptar discípulos.
»Como el secreto de mi amor por Godwin había sido crucial para ambas partes, nadie estaba enterado de él, y se aceptó sin más que mi anciano marido había muerto en el extranjero.
»Mientras viajé no recibí cartas de Godwin, de modo que había muchas esperándome cuando volví a Oxford. Me puse a abrirlas y leerlas mientras las niñas estaban con sus amas, y empecé a discutir frenéticamente conmigo misma sobre si debía hablar a Godwin de sus hijas, o no.
»¿Iba a decir a un cristiano que tenía dos hijas que serían criadas como judías? ¿Cuál sería su respuesta? Por supuesto, él podía tener cantidad de bastardos en la Roma que me describía y con las compañías mundanas que frecuentaba y de las que no hablaba sino con un desprecio nada disimulado.
»Lo cierto es que no quise causarle un disgusto ni confesarle los sufrimientos que había padecido por mi parte. Nuestras cartas estaban llenas de poesía y de pensamientos tan profundos que se despegaban tal vez de la realidad, y yo deseaba mantener así las cosas porque, en verdad, aquella relación era para mí más real que la vida de todos los días. Ni siquiera el milagro de aquellas dos niñas hizo disminuir mi creencia en el mundo que edificábamos con nuestras cartas. Nada podía conseguirlo.
»Pero justo en el momento en que tomé la decisión de guardar un escrupuloso silencio sobre ese tema, llegó una carta muy sorprendente de Godwin, que quiero recitaros de memoria tan bien como pueda. De hecho conservo la carta en mi poder, pero escondida en un lugar seguro entre mis cosas, y Meir nunca la ha visto, y no puedo soportar la idea de sacarla para darle lectura, de modo que os contaré su contenido con mis propias palabras.
»De todos modos, creo que mis palabras son las mismas que utilizó Godwin. Dejad que os lo explique.
»Empezaba como en otras ocasiones con sus descripciones de la vida en la Ciudad Santa.
»“De haberme convertido a tu fe -escribía-, y si nosotros dos fuéramos un hombre honrado y su esposa, pobres y felices con toda probabilidad, eso sería preferible a los ojos del Señor, si el Señor existe, que una vida como la que llevan aquí unos hombres para quienes la Iglesia no es otra cosa que una fuente de poder y de codicia.”
»Pero luego explicaba un suceso extraño.
»Al parecer, había ido muchas veces a visitar una tranquila pequeña iglesia, y allí, sentado en el suelo de piedra con la espalda apoyada en el muro frío, hablaba con desprecio al Señor de las ingratas perspectivas que veía para sí mismo como sacerdote u obispo mujeriego y bebedor. “¿Cómo puedes haberme enviado aquí -preguntaba a Dios-, a vivir entre seminaristas al lado de los cuales mis amigos de francachelas de Oxford parecen unos santos?” Rechinaba los dientes mientras murmuraba estas frases, e incluso insultaba al Creador de todas las cosas recordándole que él, Godwin, no creía en Él y consideraba su Iglesia como un edificio construido sobre las mentiras más ignominiosas.
»Siguió con sus burlas despiadadas al Todopoderoso. “¿Por qué he de llevar los hábitos de tu Iglesia si sólo siento desprecio por lo que veo, y no deseo servirte? ¿Por qué me has negado el amor de Fluria, el impulso más puro y desinteresado de mi corazón sediento?”
»Podéis imaginar cómo me estremecí al leer esta blasfemia, que él dejó escrita, con todas las letras, antes de describir lo que ocurrió después.
»Cierta noche en que repetía los mismos reproches al Creador, lleno de odio y de rabia, meditando y hablando para sí mismo, e incluso recriminaba al Señor que le hubiera arrebatado no sólo mi amor sino el amor de su padre, apareció delante de él un joven, y sin más preámbulo empezó a hablarle.
»Al principio Godwin creyó que aquel joven estaba loco o era una especie de niño grande, porque era muy bello, bello como los ángeles pintados en los murales, y también porque hablaba de una forma tan directa que impresionaba.
»De hecho, por un momento Godwin llegó a sospechar que podía ser una mujer disfrazada de hombre, cosa no tan extraña como yo podría pensar, dijo Godwin, pero pronto se dio cuenta de que no se trataba en absoluto de una mujer, sino de un ser angélico que se le había aparecido.
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