– Vengo de muy lejos, pero algo sé -respondí.
Era evidente que hablar le resultaba mucho más fácil a ella que a Meir. Reflexionó, y siguió diciendo:
– Cuando yo tenía ocho años, todos los judíos de Londres fueron llevados a la Torre como medida de protección, debido a los alborotos que se produjeron por la boda del rey con la reina Eleanor de Provenza. Yo me encontraba en París, pero tuve noticia de ello, y también en nuestra ciudad hubo problemas.
»Cuando tenía diez años, un sábado, cuando todos los judíos de Londres estaban dedicados a sus rezos, requisaron todos los ejemplares de nuestro libro sagrado, el Talmud, y los quemaron en público. Por supuesto no se llevaron todos nuestros libros. Se apoderaron sólo de los que vieron.
Sacudí la cabeza, consternado.
– Cuando tenía catorce años y vivíamos en Oxford mi padre, Elí, y yo, los estudiantes organizaron un tumulto y saquearon nuestras casas para recuperar el dinero que nos debían por sus libros. De no haber sido por alguien… -Se detuvo, y luego prosiguió-: De no ser porque alguien nos avisó, más personas habrían perdido sus libros sagrados, y sin embargo los estudiantes de Oxford siguen pidiéndonos préstamos incluso ahora, y alquilan habitaciones en casas que son de nuestra propiedad.
Hice un gesto para indicar mi conmiseración, y la dejé continuar.
– Cuando yo tenía veintiún años -dijo-, a los judíos de Inglaterra se les prohibió comer carne durante la cuaresma, o en los días en que los cristianos no la comían. -Suspiró-. Las leyes y las persecuciones son demasiado numerosas para que os hable de todas ellas. Y en Lincoln, hace tan sólo dos años, ocurrió lo más espantoso de todo.
– Te refieres al pequeño san Hugo. Oí hablar de él a la gente del tumulto de esta noche. Algo sé del asunto.
– Supongo que sabéis que todas las acusaciones contra nosotros eran absolutas mentiras. ¿Podéis imaginar que secuestramos a ese niño cristiano, lo coronamos de espinas, le atravesamos las manos y los pies y nos burlamos de él como si fuera Cristo? ¿Os lo imagináis? ¿Y que vinieron judíos de toda Inglaterra para participar en ese ritual malvado? Y sin embargo, eso es lo que se dice que hicimos. De no haber sido torturado un desdichado miembro de nuestro pueblo y forzado a dar los nombres de otros, la locura no habría llegado tan lejos. El rey se presentó en Lincoln y condenó al pobre desdichado Copín, que había confesado esas cosas indecibles, y lo colgaron, pero después de haberlo llevado a rastras por toda la ciudad amarrado a la cola de un caballo.
Me estremecí.
– Muchos judíos fueron llevados a Londres y encarcelados. Muchos judíos fueron juzgados. Murieron muchos judíos. Y todo por la fantástica historia de un niño atormentado, y ahora ese mismo niño está enterrado en una capilla tal vez más gloriosa que la del pequeño san Guillermo que tuvo el honor de ser el protagonista de una historia parecida muchos años antes. El pequeño Hugo ha levantado a toda Inglaterra contra nosotros. La gente común ha plasmado esa historia en canciones.
– ¿No hay un lugar en este mundo seguro para vosotros? -pregunté.
– Lo mismo me pregunto yo -respondió-. Me encontraba en París con mi padre cuando Meir me pidió en matrimonio. Norwich siempre había sido una buena comunidad, y había sobrevivido largo tiempo a la leyenda del pequeño san Guillermo, y Meir había heredado aquí la fortuna de su tío.
– Comprendo.
– En París también quemaron nuestros libros sagrados. Y lo que no se quemó, fue entregado a los franciscanos y a los dominicos…
Hizo una pausa y miró de reojo mi hábito.
– Sigue, te lo ruego -dije-. No pienses ni por un momento que estoy en contra de vosotros. Sé que hombres de las dos órdenes han estudiado el Talmud. -Deseé poder recordar algo más de las cosas que había leído-. Cuéntame, ¿qué más ocurrió?
– Sabéis que el gran gobernante, Su Majestad el rey Luis, nos detesta y nos persigue, y que confiscó nuestras propiedades para financiar su cruzada.
– Sí, lo sé -dije-. Las cruzadas esquilmaron a los judíos ciudad tras ciudad y en un país tras otro.
– Pero en París nuestros estudiosos, incluida mi propia familia, lucharon por el Talmud cuando nos lo quitaron. Apelaron al mismo papa, y el papa accedió a que el Talmud fuera sometido a juicio. Nuestra historia no se limita a persecuciones interminables. Tenemos nuestros estudiosos. Tenemos nuestros buenos momentos. Por lo menos en París, nuestros maestros hablaron con elocuencia de nuestros libros sagrados, de su bondad en general y de que el Talmud no supone ninguna amenaza para los cristianos que entren en contacto con nosotros. Pero el juicio fue inútil. ¿Cómo pueden nuestros hombres doctos estudiar cuando se les arrebatan sus libros? Y sin embargo, en nuestra época son muchos los que desean aprender el hebreo en Oxford y en París. Vuestros hermanos desean aprender el hebreo. Mi padre siempre se rodeó de estudiantes cristianos…
Se interrumpió. Algo la había afectado profundamente. Se llevó la mano a la frente, y rompió a llorar tan de súbito que me pilló desprevenido.
– Fluria -me apresuré a decir, reprimiendo cualquier caricia que ella podía considerar impropia-. Conozco esos juicios y esas tribulaciones. Sé que la usura fue prohibida en París por el rey Luis y que expulsó a quienes no quisieron acatar la ley. Sé por qué vuestro pueblo se ha dedicado a esa práctica y sé que ahora se ha asentado en Inglaterra sencillamente por esa razón, porque los judíos son considerados útiles en la medida en que prestan dinero a los barones y a la Iglesia. No necesitas defender a vuestro pueblo ante mí. Pero dime: ¿qué debemos hacer para solucionar la tragedia a la que nos enfrentamos?
Dejó de llorar. Buscó entre sus ropas y sacó un pañuelo de seda con el que se enjugó los ojos con delicadeza.
– Perdonad que me haya dejado llevar de esta manera. No hay ningún lugar seguro para nosotros. París no es diferente, a pesar de que haya tantas personas que estudien nuestra antigua lengua. París puede ser en ciertos aspectos un lugar donde la vida es más fácil, pero también Norwich nos pareció un lugar pacífico, por lo menos para Meir.
– Meir me habló de un hombre de París que podría ayudaros -dije-. Dijo que sólo tú puedes decidir si quieres recurrir a él. Y, Fluria, he de confesarte una cosa. Sé que tu hija, Lea, ha muerto.
Rompió a llorar de nuevo y volvió la cara de otro lado, cubriéndose con el pañuelo.
Esperé. Allí sentado escuché el crepitar del fuego y le dejé tiempo para recuperarse. Luego dije:
– Hace muchos años, yo perdí a mi hermano y a mi hermana. -Hice una pausa-. Pero no puedo imaginar el dolor de una madre que pierde a un hijo.
– Hermano Tobías, no sabéis ni la mitad del asunto. -Se volvió de nuevo hacia mí, con el pañuelo apretujado en la mano. Ahora sus ojos eran cálidos y enormes. Aspiró hondo-. He perdido dos hijas. Y por lo que se refiere al hombre de París, creo que cruzaría el mar para defenderme. Pero no sé qué es lo que hará cuando sepa que Lea ha muerto.
– ¿No me permitirás que te ayude a tomar esa decisión? Si decides que quieres que vaya a París a buscar a ese hombre, lo haré. -Me miró con atención durante largo rato-. No dudes de mí -dije-. Soy un vagabundo, pero creo que es voluntad del Señor que me encuentre aquí. Creo que he sido enviado para ayudaros. Y me arriesgaré a cualquier cosa, sólo por hacerlo.
Ella siguió examinándome, pensativa. ¿Me aceptaría?
– Dices que has perdido a dos hijas. Cuéntame lo que ocurrió. Y háblame de ese hombre. Sea lo que sea lo que me digas, no será utilizado en perjuicio de nadie, sino sólo para ayudaros a encontrar una solución.
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