»En efecto, él tenía razón. Era la misma situación de tablas por imposibilidad de hacer ningún movimiento válido a la que llegamos Godwin y yo cuando nos amábamos al principio, y Godwin fue enviado lejos. Las dos partes teníamos motivos para guardar el secreto. Y sin duda mis hijas, que eran inteligentes, lo comprendían muy bien.
»Las palabras de Meir tuvieron en mí un efecto tranquilizador no demasiado distinto de la serenidad que solía sentir al leer las cartas de Godwin, y en ese momento de profunda intimidad, porque verdaderamente de eso se trataba, vi con más claridad que antes el innato carácter apacible y cariñoso de Meir.
»Él repitió: “Tenemos que esperar a ver lo que hace Godwin. La verdad, Fluria, es que vi a ese fraile salir de tu casa, y me pareció un hombre humilde y amable. Yo estaba mirando porque no quería entrar si tu padre estaba con él en su estudio. Por eso lo vi con mucha claridad cuando salió. Su rostro estaba pálido y tenso, y parecía llevar sobre su alma una carga inmensa.”
»Y yo le dije: “Ahora también tú la llevas, Meir.”
»“No, yo no llevo ninguna carga. Sólo espero y rezo para que Godwin no pretenda quitarte a sus hijas, porque eso sería algo horroroso y terrible.”
»Y le pregunté: “¿Cómo podría un fraile quitarme a mis hijas?”
»Pero en el momento en que acababa de preguntarlo, llamaron a la puerta y el ama de llaves, mi querida Amelot, vino a decirme que el conde Nigel, hijo de Arthur, estaba aquí con su hermano monje, el hermano Godwin, y que ella les había acomodado en la mejor habitación de la casa.
»Me levanté para ir allí, pero antes de que lo hiciera Meir se puso en pie a mi lado y me tomó la mano: “Te amo, Fluria, y quiero que seas mi esposa. Recuérdalo, y también que he conocido ese secreto sin que nadie tuviera que contármelo. Incluso supe que el hijo menor del conde era el probable padre. Cree en mí, Fluria, en que puedo amarte con abnegación, y si no quieres dar respuesta ahora a mi proposición, por estar las cosas como están, ten la certeza de que esperaré pacientemente a que decidas si vamos a casarnos o no.”
»Bueno, nunca había oído a Meir decir tantas palabras seguidas en mi presencia, ni siquiera en la de mi padre. Y fue para mí un gran consuelo oírle, porque sentía terror al pensar en lo que me esperaba en la sala.
»Perdonadme si lloro. Perdonadme porque no puedo evitarlo. Perdonadme que no pueda olvidar a Lea, mientras cuento estas cosas.
»Perdonadme que llore también por Rosa.
»“Señor, escucha mi oración,
presta oídos a mis súplicas,
por tu fidelidad respóndeme, por tu justicia;
no entres en juicio con tu siervo,
pues no es justo ante ti ningún viviente.”
»Conocéis este salmo tan bien como yo. Es mi oración constante.
»Fui a saludar al joven conde, que había heredado el título de su padre. A Nigel lo había conocido también como uno de los estudiantes de mi padre. Parecía preocupado, pero no furioso. Y cuando volví la vista a Godwin, me maravillé de nuevo de su dulzura y de la serenidad que lo rodeaba, de modo que estando como estaba, presente y vibrante, también parecía encontrarse en otro mundo.
»Los dos hombres me saludaron con todo el respeto que habrían mostrado a una mujer gentil, y yo los invité a tomar asiento y a beber un sorbo de vino.
»Mi alma temblaba. ¿Qué significado podía tener la presencia del conde?
»Entró mi padre y pidió saber quién estaba en la casa. Yo pedí a la sirvienta que llamara a Meir y lo invitara de mi parte a reunirse con nosotros, y luego, con voz insegura, expliqué a mi padre que estaba aquí el conde con su hermano Godwin, y que les había invitado a una copa de vino.
»Cuando llegó Meir y se colocó de pie junto a mi padre, dije a los sirvientes, que estaban formados en fila ante el conde, que hicieran el favor de salir.
»“Muy bien, Godwin. ¿Qué has venido a decirme?”
»Procuré no llorar.
»Si la gente de Oxford se enteraba de que dos niñas gentiles habían sido educadas como judías, ¿no intentaría hacernos daño? ¿No existía una ley en virtud de la cual podíamos ser incluso ejecutados? No lo sabía. Había tantas leyes contra nosotros…, pero estas niñas no eran hijas legales de su padre cristiano.
»¿Y desearía para sí un fraile como Godwin la desgracia de que su paternidad fuera conocida por todo el mundo? Godwin, tan amado por sus estudiantes, posiblemente no querría una cosa así.
»Pero el poder del conde era considerable. Era uno de los hombres más ricos del reino, y tenía capacidad para llevar la contraria al arzobispo de Canterbury si así lo decidía, e incluso al rey. Algo terrible podía estar ahora tramándose entre cuchicheos y a escondidas del público.
»Mientras pensaba en esas cosas intenté no mirar a Godwin, porque cuando lo veía únicamente sentía por él un amor puro y elevado, y la expresión de preocupación de su cara y la de su hermano me llenaba de aprensión y dolor.
»Sentí de nuevo que estábamos en una situación de tablas. Me encontraba delante de un tablero de ajedrez con dos piezas enfrentadas, y ninguna de las dos disponía de una jugada ganadora.
»No me juzguéis con dureza por hacer cálculos en un momento así. Yo misma veía la culpa que me correspondía por todo lo que estaba ocurriendo. Incluso el silencioso y pensativo Meir pesaba ahora sobre mi conciencia, por haber pedido mi mano.
»Pero calculé lo mismo que si estuviera sumando cantidades: “Si nos denuncian, seremos condenados. Pero si alegamos en contra de ellos, Godwin caerá en desgracia.”
»¿Y si me quitaban a mis hijas, y vivían una vida de cautividad insufrible en el castillo del conde? Era lo que temía por encima de todo.
»Reprimí en silencio mis temores, y supe que ahora las piezas del ajedrez estaban frente a frente, y esperé el siguiente movimiento.
»Mi padre, aunque le ofrecieron una silla, siguió de pie, y pidió a Meir que levantara la lámpara e iluminara el rostro de los dos hombres sentados frente a él. Me di cuenta de que a Meir le repugnaba hacer una cosa así, y me adelanté a hacerlo yo misma, después de pedir disculpas al conde, que se limitó a hacer un gesto de asentimiento y fijó la mirada más allá de la llama.
»Mi padre suspiró, reclamó una silla con un gesto, y tomó asiento. Con las dos manos agarraba la parte superior de su bastón: “No me importa quiénes sois -dijo-. Os desprecio. Si asaltáis mi casa, heredaréis el viento.”
»Godwin se puso en pie y se adelantó. Mi padre, al oír sus pasos, levantó el bastón como para rechazarlo, y Godwin se detuvo en el centro de la sala.
»Oh, fue un momento de agonía, pero luego Godwin, el predicador, el hombre que conmovía a las multitudes en las plazas de París y en las aulas de la universidad, empezó a hablar. Su francés normando era perfecto, como lo era también el de mi padre y lo es el mío, como podéis comprobar.
»Dijo: “El fruto de mis pecados está ahora delante de mí. Veo las consecuencias de mis actos egoístas. Veo ahora que lo que hice de forma inconsciente ha acarreado consecuencias graves para otros, y que ellos han aceptado esas consecuencias con generosidad y gracia.”
»Me sentí hondamente conmovida al oírle decir esas cosas, pero mi padre hizo un gesto de impaciencia: “Si te llevas a esas niñas de nuestro lado, te acusaré ante el rey. Somos, si es que por un instante lo has olvidado, judíos del rey, y tú no puedes hacer semejante cosa.”
»Y Godwin, en el mismo tono dulce y elocuente, dijo: “No voy a hacer nada sin vuestro consentimiento, Magister Elí. No he venido a vuestra casa con pretensiones ni exigencias. Vengo con una súplica.”
»“¿Y cuál es? ¡Cuidado! -respondió mi padre-, estoy preparado para empuñar este bastón y golpearte con él hasta la muerte.”
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