Douglas Preston - Venganza

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Cuando tenía once años Gideon Crew fue testigo del brutal asesinato de su padre. Veinte años después, está decidido a cumplir la promesa que le hizo a su madre: honrar la memoria de su padre, un científico acusado injustamente por el gobierno de Estados Unidos de ser el responsable de una serie de graves errores de encriptación. Gideon no sólo revelará la verdad, además llevará a cabo su venganza.
Sin embargo, aunque consiga acabar con el ejecutor de su padre, su peripecia no ha hecho más que empezar. Los servicios secretos se han fijado en su peculiar talento, su sangre fría, su ilustre historial como ladrón de obras de arte y un secreto que acabará poniéndolo entre la espada y la pared.
Gideon Crew es un protagonista singular embarcado en una historia trepidante; un agente no oficial de los servicios secretos a la caza de los planes secretos de un científico para construir un arma de tecnología revolucionaria. La novela marca el inicio de una nueva serie trepidante.

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– Mi pareja. Lo han ingresado en urgencias, pero ¡esa mujer no quiere decirme nada porque no tengo un maldito papel!

– ¿Mantienen ustedes una relación estable?

– Llevamos cinco años -repuso asintiendo-. El no tiene familia en el país. -La miró de repente, con aire suplicante-. ¡Por favor, no deje que muera solo!

– ¿Me permite? -Le tomó el pulso-. Usted está bien, solo un poco alterado. Procure respirar con normalidad mientras consulto con admisiones.

El joven hizo un gesto afirmativo mientras se esforzaba por sosegarse.

La enfermera se acercó a Yveline.

– Creo que será mejor que lo dejemos pasar. Yo asumo la responsabilidad, ¿de acuerdo?

– Gracias -respondió Yveline, que repasó su listado electrónico mientras la enfermera se marchaba-. Señor Crew… -llamó al cabo de un instante.

Gideon se levantó de un salto y se acercó al mostrador.

– Su amigo sufre heridas de consideración, pero está vivo y estable -dijo en voz baja-. Ahora, si firma aquí le autorizaré la visita.

– ¡Gracias a Dios! ¡Está vivo! -gritó.

Los de la sala de espera prorrumpieron en aplausos.

18

Gideon contempló la habitación que había reservado en el Howard Johnson Motor Lodge de la Octava Avenida. Resultaba sorprendentemente correcta y bien equipada, sin tonos anaranjados y azules chillones. Lo mejor de todo era que tenía una base para el iPod. Sacó su reproductor, sopesó el problema que tenía entre manos y seleccionó Blue in Green de Bill Evans. Las agridulces notas de «Two Lonely People» llenaron el cuarto. Apuró las últimas gotas de su quíntuple espresso y arrojó la taza a la papelera.

Permaneció sentado e inmóvil durante varios minutos en la silla del pequeño escritorio, dejando que la melancólica e introspectiva música se apoderara de él mientras se obligaba a relajar un músculo tras otro y ordenaba mentalmente los acontecimientos del día. Tan solo quince horas atrás estaba pescando truchas en el Chihuahueños, pero en esos momentos se hallaba en la habitación de un hotel de Manhattan, con veinte mil dólares en el bolsillo, una sentencia de muerte sobre su cabeza y las manos llenas de sangre de un desconocido.

Se levantó, se quitó la camisa y fue al baño a lavarse manos y brazos. Luego, salió y se puso otra limpia. Acto seguido, cubrió la cama con bolsas de plástico y extendió con cuidado la ropa de Wu que le habían quitado en urgencias y tirado a la basura. Había sudado tinta para recuperarlas. Una conmovedora historia sobre una promesa rota, un sastre de Hong Kong y un cachorro perdido lo habían logrado al fin, pero por poco.

Una vez tuvo la ropa encima de la cama, hizo lo mismo con el contenido de la cartera del científico, las monedas de sus bolsillos, el pasaporte, el bolígrafo y una antigua maquinilla de afeitar -sin hoja- en su caja de plástico: todo lo que había encontrado en sus bolsillos. No había más. Ni móvil ni Blackberry ni calculadora ni unidad de memoria flash.

Mientras se ponía a trabajar, amaneció sobre la ciudad, y las ventanas del hotel fueron cambiando de gris a amarillo mientras las calles se despertaban con el sonido de las bocinas y el tráfico.

Cuando lo tuvo todo dispuesto con geométrica precisión, contempló el conjunto con aire pensativo. Si Wu llevaba los planos de un nuevo tipo de arma, desde luego no parecía que estuvieran allí. Por otra parte, estaba claro que la lista de números que le había susurrado en la escena del accidente no podía constituir el total de los planos, porque dichos planos, incluso muy comprimidos, supondrían una cantidad de datos demasiado considerable. Tendría que haberlos almacenado digitalmente, lo cual significaba que debía buscar un microchip, un dispositivo de memoria magnético, una imagen holográfica grabada en algún formato o quizá una unidad de lectura por láser, como un CD-Rom o un DVD.

Le parecía lógico que el hombre llevara los planos con él o quizá incluso en el interior de su cuerpo. Gideon se estremeció y decidió que se ocuparía de lo segundo más tarde. Primero, examinaría cuidadosamente los efectos personales de Wu.

De una bolsa de compras que había dejado junto a la puerta sacó el dispositivo electrónico que acababa de comprar. Le resultaba sorprendente que en Manhattan se pudiera comprar cualquier cosa -desde un favor sexual hasta una bomba- a cualquier hora del día o de la noche. Se llamaba «Kit de Barrido de Contramedidas Avanzadas MAG 55W05», y era un artilugio como el que utilizaban los detectives privados y los ejecutivos paranoicos para detectar la presencia de artefactos electrónicos como micrófonos y demás. Lo ensambló siguiendo las instrucciones del manual y lo puso en marcha.

Con deliberada lentitud fue pasando la escobilla de barrido por la ropa extendida sobre la cama. Ninguna señal. La cartera y su contenido -dinero, tarjetas de presentación, fotos familiares- tampoco produjeron ningún resultado, salvo por la banda magnética de la única tarjeta de crédito. Cuando le pasó la escobilla, el MAG 55 emitió un pitido, y una serie de luces se iluminaron en la pantalla. Parecía que la banda magnética contuviera datos, pero no estaba seguro de cuál era la cantidad. Lo único que el MAG 55 le indicaba era que ocupaban menos de 64K. Iba a tener que hallar el modo de descargarlos y examinarlos.

El pasaporte chino de Wu también llevaba una banda magnética a lo largo de la cubierta, al igual que los estadounidenses. El lector integrado del aparato le permitió saber que también contenía datos y que estos tampoco excedían de 64K. Se llevó la mano a la frente, en ademán pensativo. Le parecía demasiado poco para que pudiera albergar información detallada sobre el funcionamiento de un arma secreta. Las tecnologías más avanzadas podían comprimir mucha información, pero desconocía cuánta.

Tanto el pasaporte como la tarjeta de crédito deberían ser sometidas a un examen más a fondo.

Se dejó caer en el sillón y cerró los ojos. Llevaba veinticuatro horas sin dormir. Escuchó la compleja textura armónica de «Very Early», dejando que su mente vagara por los colores y los ritmos. Su padre había sido un gran aficionado al jazz. Lo recordaba por las noches, repantigado en su mecedora, escuchando a Charlie Parker y a Fats Waller en su equipo de alta fidelidad, siguiendo el ritmo con el pie y meneando la calva. Esa era la única música que Gideon escuchaba, y la conocía muy bien…

Lo siguiente que supo fue que se había dormido. Cuando abrió los ojos, se apagaban los últimos compases de «If You Could See Me Now».

Se levantó, fue al baño, metió la cabeza bajo el grifo y abrió el agua fría. Salió secándose el pelo y con energías renovadas. Tenía el don de arreglárselas con muy pocas horas de sueño y era capaz de despertarse fresco y descansado después de una breve cabezada. Eran casi las nueve de la mañana. Oyó a las chicas de limpieza charlando en el pasillo.

Guardó el detector y empezó un minucioso examen visual de la ropa de Wu, ayudándose de una lupa de joyero y de un afilado cúter para abrir las costuras y las capas dobles. La ropa estaba rígida y empapada de sangre seca en algunas zonas, con trocitos de vidrio, plástico y metal adheridos. Los quitó todos con unas pinzas y los dejó encima de una toalla de papel para analizarlos más adelante. El pantalón, en particular, estaba muy desgarrado y manchado. Empapó las zonas más ensangrentadas con toallas húmedas y después las secó, presionándolas y recogiendo hasta los restos más minúsculos.

Cuatro horas más tarde, había acabado. Nada.

Llegó el turno de los zapatos. Había dejado para el final el escondite más obvio.

Mediodía. Casi no había comido desde el día anterior, apenas un sándwich en las montañas, y lo único que tenía en el estómago eran unos doce cafés. Se sentía como si se hubiera tragado un litro de ácido para baterías. No importaba. Llamó por teléfono y encargó al servicio de habitaciones un café cargado y muy caliente.

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