Douglas Preston - Venganza

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Cuando tenía once años Gideon Crew fue testigo del brutal asesinato de su padre. Veinte años después, está decidido a cumplir la promesa que le hizo a su madre: honrar la memoria de su padre, un científico acusado injustamente por el gobierno de Estados Unidos de ser el responsable de una serie de graves errores de encriptación. Gideon no sólo revelará la verdad, además llevará a cabo su venganza.
Sin embargo, aunque consiga acabar con el ejecutor de su padre, su peripecia no ha hecho más que empezar. Los servicios secretos se han fijado en su peculiar talento, su sangre fría, su ilustre historial como ladrón de obras de arte y un secreto que acabará poniéndolo entre la espada y la pared.
Gideon Crew es un protagonista singular embarcado en una historia trepidante; un agente no oficial de los servicios secretos a la caza de los planes secretos de un científico para construir un arma de tecnología revolucionaria. La novela marca el inicio de una nueva serie trepidante.

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Wu dijo algo en chino y volvió a hablar en inglés.

– Anote esto. ¡Rápido! Ocho, siete, uno, cero, cinco, cero…

– ¡Un momento! -Gideon rebuscó en sus bolsillos y sacó lápiz y papel-. ¿Puede repetirlo?

Wu empezó a soltar una retahíla de números que Gideon anotó cuidadosamente. A pesar del marcado acento, su voz era débil pero precisa, puntillosa: la voz de un científico.

8710500330220140104785641560022112051971501

3510100175025033629924211400991705200900800

7004003500278100065057616384370325300005844

092060001001001001

Se detuvo.

– ¿Eso es todo? -preguntó Gideon.

Wu asintió y cerró los ojos.

– Ya sabe lo que tiene que hacer con ellos -dijo casi sin voz.

– ¡No! ¡No lo sé, dígamelo!

Pero Wu se había desmayado.

Gideon se levantó. Se sentía aturdido y estúpido. El científico le había manchado el pecho y los brazos con su sangre. Los bomberos y la policía empezaban a acordonar la zona. El autobús seguía ardiendo, lanzando nubes de una humareda acre.

– ¡Dios mío! -gritó una mujer junto a él, contemplando el restaurante-. ¡Qué horror! ¡Qué espanto!

Gideon la miró. Entonces, mientras la policía, los enfermeros y los bomberos pasaban a su lado corriendo entre el aullido de las sirenas, se levantó y, abandonando la limusina que había tomado prestada y que en esos momentos estaba encajonada entre los vehículos de auxilio, se alejó lenta y discretamente hacia la entrada del metro, a dos manzanas de distancia.

17

Henriette Yveline dejó el sujetapapeles, se quitó las gafas de lectura y contempló al joven desaliñado con traje oscuro que acababa de irrumpir en la recepción de urgencias. Era un tipo atractivo -delgado, de cabello oscuro y liso y con unos ojos azules brillantes-, pero ¡en qué estado llegaba!, con los brazos, las manos y la camisa empapados de sangre, una mirada de loco y apestando a gasolina y goma quemada. Temblaba de la cabeza a los pies.

– ¿Puedo ayudarlo? -preguntó con una firmeza no desprovista de amabilidad. Le gustaba mantener en orden la sala de espera, y en el hospital Monte Sinaí, una cálida noche de un sábado de junio, eso no era tarea fácil.

– ¡Dios mío, sí por favor! -respondió atropelladamente el joven-. ¡Mi amigo! ¡Mi amigo acaba de ingresar! ¡Ha sido un accidente de coche terrible! Se llama Wu Longwei, pero se hace llamar Mark Wu.

– ¿Y usted es…?

El desconocido tragó saliva, intentando serenarse.

– Soy un buen amigo suyo. Me llamo Gideon Crew.

– Gracias, señor Crew. ¿Puedo preguntarle si se encuentra bien? ¿No está herido?

– No, no -repuso con aire distraído-. Estoy bien. Toda esta sangre no es mía.

– Lo entiendo. Un momento, por favor. -Volvió a ponerse las gafas y revisó la lista de admisiones-. En efecto, el señor Wu ingresó hace quince minutos. Los médicos lo atienden en estos momentos. ¿Desea sentarse mientras espera? -Le señaló una sala contigua, medio llena de gente, unos llorando, otros con la mirada perdida. Una familia numerosa se apelotonaba en una esquina, consolando a una mujer que sollozaba y que debía de pesar más de ciento ochenta kilos.

– Por favor, dígame cómo está -pidió Gideon.

– Lo lamento, pero no puedo dar ninguna información de este tipo, señor Crew.

– Debo verlo. Es necesario que lo vea.

– En estos momentos, el señor Wu no puede ver a nadie -contestó Yveline con más firmeza-. Confíe en mí. Los médicos están haciendo todo lo que pueden. -Y añadió una frase que resultaba siempre infalible para tranquilizar a la gente-: El Monte Sinaí es uno de los mejores hospitales del mundo.

– Al menos dígame cómo se encuentra.

– Lo siento, señor, pero las normas del hospital no me permiten dar este tipo de información a nadie que no sea de la familia.

El joven la miró, perplejo.

– Pero… ¿qué significa «familia»?

– Un pariente que pueda identificarse como tal, una esposa…

– Sí, pero… No sé cómo decirlo… Mark y yo somos compañeros… No sé si me entiende…

A pesar de estar cubierto de sangre, la enfermera vio que se ruborizaba al revelar semejante intimidad. Dejó la lista.

– Le entiendo, pero se trata de una información que solo puedo facilitar a un pariente legal o a una esposa.

– ¿Legal? Por amor de Dios, sabe perfectamente que el matrimonio de personas del mismo sexo es ilegal en Nueva York.

– Lo siento, señor, las normas son las normas.

– ¿Puede decirme al menos si ha muerto? -quiso saber, alzando bruscamente la voz.

La enfermera lo miró, sobresaltada.

– Señor, por favor, tranquilícese.

– ¿Es por eso que no quiere decírmelo? No habrá muerto, ¿verdad? -exclamó gritando abiertamente.

– Verá, necesito algún documento, algo que certifique su relación…

No era la primera vez que Yveline se encontraba con un problema relacionado con los derechos de visita de gays y lesbianas. Los administradores del hospital no se decidían a solucionarlo y dejaban que fueran las enfermeras como ella quienes tuvieran que enfrentarse con el público. No era justo.

– ¿Cree que voy por ahí con su certificado de matrimonio en el bolsillo? -El joven se echó a llorar-. ¡Acabábamos de llegar de China! -Se apartó el pelo de la cara, con los ojos enrojecidos y los labios temblando.

– Veo que está muy alterado, señor, pero no podemos dar información médica a alguien que asegura ser pareja de un recién ingresado si no disponemos de algún tipo de prueba.

– ¿Prueba? -Gideon extendió las ensangrentadas manos mientras el tono de su voz subía-. ¡Aquí tiene su prueba! ¡Mire esto, es su sangre! ¡Fui yo quien lo sacó del coche!

La enfermera no encontraba palabras con las que responder. Toda la recepción los escuchaba. Incluso la mujer de los ciento ochenta kilos había dejado de llorar.

– ¡Por favor, tengo que saberlo! -gimió el joven antes de que le fallaran las piernas y se desplomara en el suelo.

Yveline pulsó el intercomunicador de emergencia y llamó a la enfermera jefe. Los presentes se quedaron mirando al joven tirado en el suelo; sin embargo, su desmayo se había debido a la emoción y ya se estaba recuperando. Se incorporó, jadeando; algunos de los que se encontraban en la sala de espera lo ayudaron a levantarse.

– Siéntenlo en una silla -dijo Yveline-. La enfermera jefe está de camino.

Entre todos cogieron al joven y lo llevaron hasta una silla junto a la pared, donde se dejó caer pesadamente, hundió el rostro entre las manos y sollozó ruidosamente.

– A ver, señorita -intervino una mujer, dirigiéndose a Yveline-. ¿Qué tiene de malo que le diga a este hombre cómo se encuentra su amigo?

En la sala se oyó un murmullo general de aprobación mientras Gideon Crew se balanceaba cabizbajo en su asiento gimiendo: «Está muerto, sé que está muerto».

Yveline hizo caso omiso del comentario y volvió a su trabajo. Le parecía una vergüenza que las normas la obligaran a comportarse de ese modo, pero no podía mostrar ninguna vacilación.

– ¿Por qué no le dice cómo está su amigo? -insistió la mujer.

– Señora -contestó Yveline-, yo no hago las normas. La información médica es estrictamente privada y confidencial.

En ese momento apareció una enfermera con aire atribulado.

– ¿Dónde está el paciente?

– Se puso muy nervioso y se desmayó -repuso Yveline, señalando al joven desplomado en la silla.

La enfermera se le acercó y le habló con suavidad.

– Hola, me llamo Rose. ¿Qué le ocurre?

El joven levantó la vista y la miró con ojos llorosos.

– ¡Ha muerto y no quiere decírmelo!

– ¿Quién?

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