Joseph Gelinek - El Violín Del Diablo

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La concertista española de violín Ane Larrazábal aparece estrangulada en el Auditorio Nacional de Madrid después de haber interpretado el Capriccio nº 24 de Paganini, la que se dice es la obra más difícil jamás compuesta para violín.
El asesino ha dejado escrita en su pecho, con sangre de la propia víctima, la palabra iblis, que signifca diablo en árabe. Su valioso instrumento, un Stradivarius que tiene tallada en la voluta la cabeza de un demonio, ha desaparecido. El jefe superior de Policía asigna el caso a Raúl Perdomo, uno de los investigadores más hábiles del cuerpo. Perdomo es muy crítico con los fenómenos paranormales, pero cuando empieza a sufrir extrañas y estremecedoras visiones que no logra explicarse, decide recurrir a los servicios de una parapsicóloga. Su intervención será clave para descubrir la identidad del asesino.
Una novela basada en hechos reales.
Una trama policíaca repleta de tensión y mucha información interesante sobre Paganini, Stradivarius, los Luthiers y el Diablo. Una reflexión acerca de la figura del demonio y del pacto satánico, que ha inspirado obras literarias de la talla del Fausto de Goethe o del Dr. Faustus de Thomas Mann. Un thriller policíaco que plantea la existencia de los objetos malditos, capaces de atraer las desgracias más funestas hacia sus propietarios.

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– También tengo amigos en la ciudad, a los que quiero ver.

– Si vuelves al hotel después de mí, no se te ocurra encender la luz. Me cuesta mucho coger el sueño una vez que me despierto en mitad de la noche.

Villanueva abandonó la habitación de inmediato y Perdomo, tras hablar con Gregorio desde el teléfono que tenía junto a la cama y comprobar que todo estaba en orden, pidió al conserje del hotel que le reservara mesa para uno en El Portalón, tal vez el restaurante más emblemático de Vitoria. Había mentido a su compañero para no tener que pasar junto a él más horas de las estrictamente necesarias, porque lo cierto era que no conocía absolutamente a nadie en la ciudad.

El restaurante El Portalón está en una antigua posada de mercaderes de finales del siglo xv, en el corazón de la Vitoria gótica, al final de la calle Correría. Debía su nombre a las extraordinarias dimensiones de la puerta de entrada, por la que un día habían entrado y salido carruajes y caballerizas. Daban tan bien de comer que se decía que las estrellas mundiales del jazz que acudían desde hace más de treinta años al festival, lo hacían más movidas por la oportunidad de degustar los suculentos platos a base de habas, setas y caracoles, maridados con los selectos vinos de la Rioja alavesa de la bodega, que por inquietudes artísticas.

Nada más entrar, y antes siquiera de que le abordara el maître para comprobar su reserva, Perdomo se dio cuenta de que el restaurante estaba, efectivamente, abarrotado de músicos de jazz, por la cantidad de clientes de color que se sentaban a las mesas. Cuando fue conducido hasta la suya, el inspector vio que la de al lado, que era también individual, estaba ocupada por el subinspector Villanueva. Ambos policías sonrieron al darse cuenta de que se habían mentido mutuamente y, para no sentirse completamente ridículos durante la cena, Perdomo le pidió al encargado que les sentaran juntos.

Los dos hombres decidieron no complicarse la existencia y ordenaron el menú degustación, al razonable precio de cincuenta euros por persona. Inmediatamente Villanueva, que era bastante más parlanchín que su jefe, preguntó a éste qué le parecía la noticia del día: el súbdito francés que esa misma mañana le había ido a ver a la UDEV en compañía de una mujer, había fallecido poco después en un extraño accidente con un paraguas.

Perdomo, que ese día había estado más preocupado de que su hijo estuviera perfectamente atendido que en ponerse al día sobre la actualidad, se quedó blanco y sin palabras cuando se enteró de la muerte de Lupot. De alguna manera que no alcanzaba a entender, todas las personas que entraban en convicto con el violín acababan falleciendo de muerte violenta. Todas menos el asesino de Ane Larrazábal, sobre el que por el momento no tenían la menor pista, aunque Lledó empezaba a perfilarse como uno de los posibles sospechosos. Su mente saltó luego al otro crimen no resuelto de aquellos días y preguntó a su compañero.

– ¿Qué habéis averiguado del atentado contra Salvador?

Villanueva le informó de que se trataba de un ajuste de cuentas. Durante la época en que había estado en Estupefacientes, Salvador había logrado desmantelar una importante banda de narcotraficantes, comandada por un egipcio, que ahora, desde la cárcel, había ordenado atentar contra el policía.

– Mañana, cuando hablemos con los padres -señaló Perdomo cambiando otra vez de tema-, debemos ser muy cautos. Es normal que la familia esté ansiosa por que el asesino sea detenido, pero nada de darles falsas esperanzas. Podemos hacerles ver que la investigación avanza, que se ha dado ya un paso importante al desmontar la pista árabe, pero al mismo tiempo, tratar de que acepten que el esclarecimiento de un homicidio es algo muy complejo. Fíjate si tendré razón, que el caso que mencionó esta mañana Galdón en su despacho, el crimen de Burgos, os llevó tres años.

– Estás mal informado -le replicó Villanueva en tono altanero-. La investigación se demoró tanto porque al principio eran inspectores de la Policía Judicial de Burgos los que se ocupaban del caso, y se estancaron. En cuanto entró la UDEV central, las cosas empezaron a avanzar. Nunca has trabajado con Galdón, pero te aseguro que es una máquina. No descansa nunca; corre la leyenda de que nunca va a casa a dormir, sino que lo hace en el despacho, colgado del techo, como los murciélagos. A nosotros no nos va a dejar vivir hasta que encontremos al culpable.

Se produjo una pausa, en la que ninguno de los dos dijo nada, pero no porque estuvieran pensando, sino porque ambos tenían la boca llena. Al fin, Villanueva, con la comisura izquierda de los labios manchada de salsa, exclamó:

– ¿Soy yo, que tenía mucha hambre, o estas cocochas de merluza están de campeonato?

Perdomo no respondió, pues su atención se había concentrado en un fabuloso plato de chipirones en su tinta que acababa de aterrizar en la mesa de los músicos de color. El negro, que a juzgar por el tamaño de las manos era contrabajista, ni siquiera debía de haber oído hablar, en su ya dilatada existencia, de un plato en el que la salsa era aún más oscura que su piel, y al principio pensó que se trataba de una broma. Pero como el camarero insistió, acabó probándolos y nada más hacerlo cayó en una especie de trance místico-gastronómico del que no se recuperó hasta que dejó el plato tan limpio como una patena.

– Ya que hemos llegado en pleno Festival -comentó Villanueva al cabo de un rato-, podríamos aprovechar para asistir a algún concierto.

– Los conciertos son por la tarde -le aclaró Perdomo- y nosotros, mañana, en cuanto hablemos con los padres, nos volvemos a Madrid. No puedo dejar tanto tiempo a mi crío solo.

– Pues yo esta noche me voy a quedar a la jam session del Canciller Ayala. Dicen que va a estar Tomatito.

– Haz lo que quieras -le contestó el inspector, en un tono que dejaba entrever claramente que ya había superado con creces el cupo de palabras que tenía pensado intercambiar con Villanueva aquel día-. Mañana te quiero al cien por cien, y como me despiertes esta noche a las tres de la mañana, vamos a tener más que palabras.

Los dos policías permanecieron en silencio hasta que llegó la cuenta, que pagaron a escote.

33

Madrid, la tarde del mismo día

Andrea Rescaglio siempre tenía dificultades para entrar y salir de las estaciones de metro de Madrid cuando llevaba el chelo consigo, a causa de los tornos de acceso, y por eso solía optar por cubrir las distancias en taxi o en autobús. Pero la tarde era lluviosa, el tráfico se había espesado y el italiano no tenía intención de perder dos horas de su vida atrapado en un absurdo atasco sólo porque se le hubiera terminado la resina para el arco.

La única tienda de la ciudad donde siempre tenían en stock su marca preferida, Pirastro -para los buenos chelistas existía un abismo entre emplear uno u otro producto-, estaba a dos pasos de la estación de metro de Ópera, de manera que, aunque sabía lo engorrosa que iba a ser la entrada y la salida al suburbano, no se lo pensó dos veces y se zambulló en el subsuelo madrileño.

Nada más entrar, comprobó con desagrado el estado lamentable en que la huelga de empleados de limpieza del metro estaba dejando tanto los pasillos como los andenes de la terminal, por no hablar de las papeleras, que parecían estar a punto de desfondarse y caer al suelo estrepitosamente por el peso de las inmundicias apiladas sobre ellas. Si no dio media vuelta en el acto fue porque la posibilidad de llegar a la tienda de instrumentos cuando ésta estuviera ya cerrada, después de haber sufrido el martirio del tráfago madrileño, se le hacía aún más insoportable que tener que caminar a través de aquel vertedero.

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