– Perdomo, el comisario Galdón quiere verte.
– Dile que ahora mismo voy. ¿Ha regresado Villanueva?
La pregunta se estrelló contra el cristal esmerilado de la puerta, porque el subinspector se esfumó a la misma velocidad con la que había irrumpido en el despacho.
Lupot, al ver que Perdomo era reclamado en otro lugar, se puso en pie para dar por terminada la entrevista, pero Natalia le agarró de la ropa y tiró de él hacia abajo, para volver a sentarle.
– Hay dos cosas que no le hemos dicho aún, inspector -añadió la mujer-. La primera es que la noche del crimen en el Auditorio estaba la mayor rival artística que tenía Ane Larrazábal: la japonesa Suntori Goto.
El inspector anotó el nombre de la nipona en una libreta y se hizo resumir la historia de feroz competencia entre las dos artistas.
– ¿Y dice que la japonesa buscaba un Stradivarius desesperadamente?
– Así consta en varias entrevistas que ha concedido ella a medios de comunicación. No sé si sabe que hay muchos violinistas que tocan Stradivarius que no son suyos. Esto es debido al precio astronómico de los instrumentos, pero también al hecho de que es muy raro que salga alguno a la venta, ya que sus propietarios están encantados con ellos. Varias fundaciones y sociedades filantrópicas se pusieron en contacto con Suntori ruando ésta manifestó que no estaba contenta con su Del Gesú y que quería tocar un Strad. La oferta más importante vino de la Stradivarius Society de Chicago, que apadrina a violinistas de la talla de Joshua Bell o Sarah Chang. Pero Suntori no quiso saber nada de ellos.
– ¿Puedo saber por qué?
– Le resumo cómo funcionan estas sociedades. La de Chicago, que es la más poderosa, la integran unas dos docenas de mecenas. Ellos son en realidad los propietarios de los instrumentos y emplean la sociedad para ponerlos en circulación, por un deseo genuino de ayudar a los artistas que no pueden pagárselos.
– ¿Y prestan los Stradivarius así, sin más?
– El préstamo dura tres años. El músico se obliga a pagar el seguro, que puede pasar de los cien mil dólares al año y tres veces al año tiene que llevar el instrumento a Chicago para una especie de puesta a punto. Solamente el luthier de la Sociedad está autorizado a poner sus manos sobre los Strads o los Guarneris, porque también gestionan instrumentos de otros constructores famosos. Y el virtuoso se compromete también a ofrecer tres conciertos anuales a su benefactor.
– No parecen unas condiciones excesivamente duras, si tenemos en cuenta lo que se obtiene a cambio.
– De hecho, Suntori llegó a probar un Stradivarius llamado De Salvo , cuyo sonido le fascinó, y parece que estuvo a punto de cerrar el trato, pero dos hechos frustraron la operación: en primer lugar, el propietario actual había dicho en una entrevista que para él Ane Larrazábal era la mejor violinista viva. Suntori no estaba dispuesta a tocar tres veces al año delante de un filántropo que consideraba artísticamente superior a su más directa rival. En segundo lugar, el Stradivarius De Salvo había pertenecido anteriormente a una rama de la familia del hoy tristemente célebre Albert de Salvo.
Perdomo se estremeció ante la sola mención de uno de los asesinos en serie más famosos de la historia.
– ¿«El Estrangulador de Boston»?
– En efecto. Suntori es muy supersticiosa, y no quiso saber nada de un Strad vinculado a este apellido siniestro. Sumemos a todo esto, que la japonesa sí podía permitirse el lujo de comprar un Strad, porque su familia es propietaria de la empresa de videojuegos más famosa de Japón, y comprenderá por qué su objetivo era tener uno de estos instrumentos en propiedad.
Perdomo iba anotando nombres y cifras en su libreta de trabajo, a medida que Lupot avanzaba en su relato, y cuando tuvo claro que éste había terminado preguntó:
– No puedo discutir con ustedes ningún detalle de la investigación, pero quiero manifestarles mi agradecimiento por haberse acercado hasta aquí para aportar información. Entiendo, señor Lupot, que las dos veces que estuvo con la víctima no le comentó nada acerca de si se sentía amenazada o inquieta por algo.
– Nada en absoluto. Nuestra relación fue estrictamente profesional.
Perdomo se quedó con la tarjeta de visita que le facilitó Natalia y se dirigió al despacho del comisario Galdón. Por el pasillo iba pensando en la siniestra casualidad de que tres de los propietarios del Stradivarius robado hubieran fallecido de muerte violenta: Neveu, el abuelo de Ane y la propia violinista.
Pero por encima de todo, le inquietaba el recuerdo, aún espantosamente reciente, de la temible criatura que se le había aparecido en sueños en el Auditorio.
El comisario Galdón estaba de pie y tenía la gabardina puesta cuando Perdomo entró a hablar con él en su despacho.
– ¿Te vas? -le preguntó extrañado el inspector-. Me habían dicho que querías verme.
Detrás, sentado en una de las dos sillas de cortesía que había junto al escritorio del jefe de la UDEV, el subinspector Villanueva permanecía a la escucha, inmóvil como un reptil agazapado.
– ¿Por qué no has hablado aún con los padres de Ane? -le recriminó Galdón.
A Perdomo le pareció que el tono de dureza con el que se había dirigido a él el comisario había provocado una sutil sonrisa de complacencia en Villanueva, pero tal vez eran sólo imaginaciones suyas.
– Me personé en el funeral para ver si había ocasión, pero con el hombre sollozando al final del concierto, me pareció más oportuno esperar al menos veinticuatro horas -se justificó Perdomo.
– Mal hecho; la familia es clave para conocer el entorno de la víctima y saber si tenía enemigos o si había algo que la preocupara. Esta misma tarde te vas a Vitoria a hablar con ellos. Ya he telefoneado al padre para ponerle sobre aviso. Toma, éste es el número de su móvil.
– ¿Esta tarde? No tengo a nadie con quien dejar a mi hijo Gregorio.
– No digas tonterías, ya encontrarás a alguien. Poneos en marcha. ¡Ya!
Perdomo vaciló ante el plural que había usado el comisario.
– Trabajo mejor solo. Mientras yo hablo con los padres, Villanueva puede comprobar en las principales casas de subastas si ha habido algún intento de hacerles llegar el violín.
Galdón hizo un gesto negativo con la cabeza.
– No sé cómo os lo montáis en la Brigada Provincial, pero aquí en la UDEV mis hombres trabajan en pareja. Yo me voy corriendo para Burgos. ¿Te acuerdas del triple crimen que hubo allí hace unos años? Pues el director del colegio donde estudiaba el muchacho que detuvimos acaba de ser asesinado.
El comisario hizo un gesto a Perdomo para que le franqueara el paso, pero éste no se movió.
– Espera -le dijo señalando el montón de periódicos que había sobre la mesa-. ¿Has visto los titulares?
– ¿Qué pasa con ellos?
El inspector clavó los ojos en Villanueva, que no se había dignado dirigirle la mirada desde que había entrado en el despacho.
– Me parece una cagada tremenda -exclamó Perdomo-. Alguien está tratando de boicotear la investigación.
El comisario jefe soltó una pequeña carcajada.
– No seas ingenuo, Perdomo. ¿Quién crees que ha filtrado la noticia a la prensa?
Los ojos del subinspector Villanueva chispearon con un destello de burla al ver el estado de confusión absoluta de Perdomo.
– ¿La filtración es nuestra? Pero ¿qué te propones?
– Quiero poner nervioso al asesino -le reveló Galdón-. Si sabe que no nos hemos tragado el anzuelo de la pista islámica, tratará de confundir a la policía por otro sistema. Intentamos crear las condiciones para que cometa un error fatal. Y esto otro también puede darnos resultados.
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