Perdomo hizo un barrido visual por la habitación para asegurarse de que estaba vacía y luego se acercó despacio al piano. Tras ponerse un par de guantes de látex que siempre llevaba consigo cuando estaba de servicio, levantó la tapa que protegía las teclas del instrumento. Aunque no tenía noción alguna de música, tocó algunas notas al azar, que llenaron de misterio la amplia estancia en la que se hallaba. Llevó la mano izquierda hasta el extremo grave del teclado y pulsó una de las teclas sin llegar a soltarla. El sonido ominoso e inquietante que produjeron las cuerdas más graves del piano tardó casi un minuto en extinguirse.
El inspector estaba convencido de que la Policía Científica habría examinado toda la sala a conciencia, pero de repente se acordó de la película Casablanca , en la que Bogart esconde los salvoconductos en el interior del piano de Sam, así que decidió levantar la tapa del instrumento para cerciorarse de que no ocultaba nada en su interior. Mientras estaba inspeccionándolo, la puerta de la sala, que Perdomo había dejado entornada, comenzó a abrirse despacio, empujada por una mano de mujer.
La figura femenina avanzó despacio hacia el inspector y cuando estuvo justo a su espalda pronunció su nombre en voz alta:
– ¡Inspector Perdomo!
El policía, que aún estaba bajo los efectos del sueño que había tenido, se sobresaltó de tal manera que se golpeó la cabeza contra la tapa abierta del piano. Al darse la vuelta, reconoció detrás de él a la trombonista Elena Calderón.
– ¡Lo siento! -dijo la mujer al comprobar que había dado un susto de muerte al policía-. He oído el piano y no he resistido la tentación de entrar.
Al ver que Perdomo se frotaba insistentemente la cabeza con la mano, para aliviar el dolor del golpe que se acababa de dar, Elena dejó en el suelo la pesada funda del trombón y se acercó a examinar la cabeza del policía.
A Perdomo le gustó sentir el contacto de las manos de Elena. No estaba tan arreglada como el primer día, pero le sedujo inmediatamente el discreto olor a Cristalle de Chanel que emanaba de ella: el mismo que solía emplear su esposa.
– Se ha hecho un buen chichón, y aún le va a crecer más; mire, toque.
Elena cogió una de las manos al policía y se la acercó a su propia cabeza para que palpara el huevo que se le acababa de formar en el cráneo. Las dos manos estuvieron entrelazadas un par de segundos más de lo necesario.
Tras un diálogo intrascendente, en el que Elena presumió de tener también la cabeza muy dura, Perdomo le explicó cómo había llegado hasta él la responsabilidad de resolver el caso. Luego dijo:
– No la he visto en los ensayos.
– Porque no he sido convocada. Lledó parece decidido a programar obras en las que no hay trombones, seguramente para fastidiarme.
– Si no toca hoy, ¿qué hace con el trombón a cuestas?
– Estoy en un grupo de jazz, con Georgy, el tuba, al que conoció el primer día, y otros músicos. Ensayamos en un local que está muy cerca, y como tenía tiempo de sobra he entrado a curiosear un poco en los ensayos. Lo hago para poner nervioso a Lledó.
Luego, mirando el piano dijo:
– ¿Qué estaba buscando dentro del piano?
– Ni yo mismo lo sé -mintió el inspector.
– Dios mío -exclamó Elena Calderón recorriendo la sala con la mirada-. Es horrible pensar que hace tan sólo unos pocos días, en esta misma habitación, fue asesinada la pobre Ane.
– Sí, lo queramos o no, los lugares en los que han ocurrido hechos como el de la semana pasada quedan marcados para siempre por el crimen que se ha perpetrado en ellos.
Elena Calderón, que había apoyado el estuche del trombón en el suelo, lo levantó para proseguir su camino.
– Le dejo trabajar, señor Perdomo.
El inspector la retuvo, pues intuía que nunca se le iba a presentar una oportunidad más clara para dar el ansiado paso adelante.
– Puedes llamarme Raúl. El caso es que necesitaba hablar con un músico profesional para hacerle una consulta sobre el violín de mi hijo.
– Yo elegí el violín como segundo instrumento en el conservatorio, así que puedo ayudarte. ¿De qué se trata?
El policía le resumió el accidente de Gregorio en el metro, y tras intercambiar sus respectivos teléfonos, la trombonista quedó en pasar un día por su casa para examinar el violín del chico y dictaminar si tenía sentido tratar de arreglarlo o era mejor comprar uno nuevo.
El despacho de Joan Lledó, situado en el último piso del Auditorio era un lugar agradable, bien iluminado, con una confortable moqueta de color marrón claro sobre la que reposaba un piano de media cola, con la tapa bajada y atestada de partituras. La mesa de trabajo, colocada al fondo, se había quedado pequeña en relación con el número de libros y papeles que tenía que soportar, apilados a tantas alturas que Perdomo sintió que incluso un ligero estornudo podía hacer que varias de las torres de papel se precipitaran al suelo. En una de las esquinas había una especie de bloc gigantesco de trabajo, pinzado sobre un atril, en el que figuraba el calendario de ensayos y conciertos de los días siguientes. Además de la luz, que entraba a raudales por los amplios ventanales cubiertos por unos delgadísimos estores, a Perdomo le gustó el ambiente de trabajo que se respiraba allí dentro, muy alejado de esos despachos de notario, de mesa impoluta y perfectamente ordenada, que sus propietarios sólo utilizaban de Pascuas a Ramos para estampar una ampulosa firma por la que cobraban, además, un potosí. Lledó le informó de que tenía que hacer una llamada telefónica y Perdomo aprovechó el minuto y medio que su interlocutor permaneció ocupado, en curiosear por las fotos y diplomas que había colgados de una de las paredes.
La mayoría eran retratos del propio director en compañía de otros músicos, principalmente solistas, a los que Perdomo no conocía. No faltaba tampoco la manida fotografía con el rey, que el policía había contemplado ya en tantos despachos de trabajo que empezaba a preguntarse si no habría que considerar un signo de distinción el hecho de no tener expuesta la efigie del monarca español, quien, por otro lado, no se distinguía precisamente por su afición a la música.
El policía pensaba que había agotado ya el recorrido visual por aquel variopinto muestrario de imágenes, cuando dos pequeñas fotografías en blanco y negro captaron de repente su atención e hicieron que el bienestar que había sentido hasta entonces se transformara en una más que justificada inquietud.
Eran dos fotografías de Adolf Hitler.
En la primera de ellas no se veía muy bien el rostro del siniestro dictador, que estaba de espaldas junto a toda la plana mayor del Tercer Reich, asistiendo a un concierto en un auditorio faraónico, presidido por el tétrico pendón de la esvástica; pero en la segunda foto era claramente identificable su figura, en el momento de saludar a un director de orquesta que se agachaba desde lo alto del escenario para darle la mano.
Perdomo no se había dado cuenta de que Lledó había terminado de hablar por teléfono y se sobresaltó cuando oyó su voz detrás de él, a pocos centímetros de distancia. Olía a colonia dulzona, aunque no supo establecer la marca.
– Es Wilhelm Furtwängler -explicó-, uno de los más grandes directores de orquesta de todos los tiempos. Con la llegada de los nazis al poder, muchos de sus colegas optaron por el exilio. Él en cambio decidió quedarse, y luego tuvo que dar infinidad de cuentas a los aliados, durante el proceso de desnazificación, que comenzó al terminar la guerra. Observe atentamente las dos fotos: en esta de aquí, le vemos tocando el último movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven en el cumpleaños de Hitler. En esta otra, el dictador le felicita con el saludo nazi al terminar un concierto y Furtwängler no le corresponde, sino que le tiende la mano, evitando el saludo oficial. ¿Cuál de las dos diría que es anterior a la otra? -preguntó Lledó con la expresión malévola de un profesor decidido a cazar a un alumno díscolo a cualquier precio.
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