Joseph Gelinek - El Violín Del Diablo

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La concertista española de violín Ane Larrazábal aparece estrangulada en el Auditorio Nacional de Madrid después de haber interpretado el Capriccio nº 24 de Paganini, la que se dice es la obra más difícil jamás compuesta para violín.
El asesino ha dejado escrita en su pecho, con sangre de la propia víctima, la palabra iblis, que signifca diablo en árabe. Su valioso instrumento, un Stradivarius que tiene tallada en la voluta la cabeza de un demonio, ha desaparecido. El jefe superior de Policía asigna el caso a Raúl Perdomo, uno de los investigadores más hábiles del cuerpo. Perdomo es muy crítico con los fenómenos paranormales, pero cuando empieza a sufrir extrañas y estremecedoras visiones que no logra explicarse, decide recurrir a los servicios de una parapsicóloga. Su intervención será clave para descubrir la identidad del asesino.
Una novela basada en hechos reales.
Una trama policíaca repleta de tensión y mucha información interesante sobre Paganini, Stradivarius, los Luthiers y el Diablo. Una reflexión acerca de la figura del demonio y del pacto satánico, que ha inspirado obras literarias de la talla del Fausto de Goethe o del Dr. Faustus de Thomas Mann. Un thriller policíaco que plantea la existencia de los objetos malditos, capaces de atraer las desgracias más funestas hacia sus propietarios.

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Tal como había temido, la funda del chelo se le enganchó al salir de la estación en una de las barras del torno y Rescaglio tuvo que forcejear con el artilugio mientras blasfemaba en voz baja y en italiano, para no herir los oídos de los pasajeros que hacían cola impacientes detrás de él, esperando a que solucionase su pequeño contratiempo.

Nada más encaminarse a la puerta que le convenía, comenzó a escuchar música de violín, proveniente de uno de los pasillos de salida. Sonrió al recordar los tiempos en que él también había probado fortuna como músico callejero, cuando aún era un aprendiz del instrumento. Su sorpresa fue mayúscula cuando, al acceder al pasillo, en vez de tropezarse con un grupo de músicos de Europa del Este -checos, húngaros y rumanos parecían haber logrado una clara preeminencia en el difícil repertorio de la música callejera para cuerda- se encontró con un par de muchachos que no tendrían más de trece años y que habían logrado llenar de monedas y billetes la caja del violín, que descansaba sobre el suelo con la boca abierta, como si fuera un sapo hambriento. La pieza, «Eight Days a Week», de los Beatles, sonaba bien afinada y a un tempo y con un swing que a Rescaglio le parecieron muy musicales. Uno de los dos chicos tocaba la melodía con el arco y el otro se había colocado el violín sobre el pecho, como si fuera una mandolina, y rasgueaba con la mano derecha los acordes de acompañamiento.

La canción estaba a punto de concluir y el italiano se detuvo un momento, intrigado por averiguar la reacción de los viandantes una vez que la pieza hubiera terminado. ¿Recibirían aquellos jovencísimos intérpretes la ovación que se merecían?

Pasados unos segundos, comprobó que no solamente eran festejados con aplausos, sino con gritos de «¡Bravo!» y «¡Otra!», a los que los dos chicos correspondieron con solemnes reverencias, como si fueran dos profesionales saludando al respetable desde el proscenio del Carnegie Hall.

Los improvisados espectadores permanecieron luego unos momentos a la espera, para ver si continuaba el espectáculo, pero al ver que los chicos destensaban los arcos y guardaban los instrumentos, continuaron su camino después de haberse aligerado los bolsillos de monedas, que depositaron en el interior de la caja.

Fue entonces cuando Rescaglio se dio cuenta de que el violinista que había llevado la voz cantante era Gregorio Perdomo, el hijo del inspector que estaba tratando de resolver el asesinato de su prometida.

– Hola, ¿te acuerdas de mí? -le dijo el italiano.

Habían tenido la ocasión de conocerse en la cafetería Intermezzo, junto al Auditorio Nacional, el día en que Ane Larrazábal había sido asesinada.

Por la sonrisa que le devolvió el muchacho, era evidente que sí.

– ¡Claro, tú eres el novio de Ane! Pero no me acuerdo de tu nombre.

– Andrea. Aquí en España se ha puesto de moda bautizar así a las chicas, porque como acaba en a , la gente se piensa que es un nombre de mujer. Pero en Italia, si te diera por llamar Andrea a una niña, el cura se troncharía de risa; es como si aquí le pusieras Isabel a un varón solo porque el nombre acaba en el , como Miguel o Gabriel.

– No lo sabía -respondió divertido Gregorio-. Bueno, él es Nacho -añadió, volviéndose en dirección a su acompañante-. Está en el mismo curso de violín que yo.

El chelista le tendió la mano y se la sacudió efusivamente.

– Mucho gusto, Nacho. Me ha encantado lo poco que he podido oír. ¿De dónde habéis sacado los arreglos?

– ¿Qué arreglos? Esto lo estábamos tocando de oído -respondió orgulloso Gregorio.

– ¿En serio? -Rescaglio no podía disimular su asombro y admiración por aquellos dos mocosos-. ¡Pues entonces tiene todavía más mérito!

Los dos muchachos se inflaron como globos al escuchar semejantes halagos en boca de un músico profesional y bajaron un poco la mirada, como si tuvieran dificultades para digerir un elogio tan rotundo. Luego, Nacho miró el reloj y dijo a su compañero.

– Bueno, tú, yo me tengo que ir, que tengo tres mensajes de mi vieja en el móvil, y como no aparezca pronto, me va a matar.

El chico empezó a alejarse hacia el interior del metro cuando oyó que Gregorio le llamaba:

– ¡Espera! ¿Qué hacemos con la pasta?

El otro titubeó, pero como quedarse a hacer el reparto suponía demorarse aún un rato, prefirió seguir su camino.

– ¡Me lo das el próximo día! ¡Pero ojo, que sé cuánto hay!

Rescaglio se puso en cuclillas para ayudar al chico a guardar rápidamente la recaudación del día en uno de los compartimientos de la funda del violín y luego le preguntó:

– ¿Tú también tienes prisa?

– No, mi padre está de viaje, así que puedo hacer lo que me dé la gana.

– Entonces, te invito a algo. Así charlamos un poco de música. ¿Me acompañas antes a comprar resina? Te va a gustar la tienda de música que hay al lado de esta estación de metro. ¡Tienen de todo!

– ¿Scherzando? La conozco de sobra, ¿no ves que vivo aquí cerca?

– ¡Qué suerte! Este es un barrio muy musical, ¿sabes? No solamente vives junto al Teatro Real y a la mayor tienda de partituras e instrumentos musicales de la ciudad, sino que en el Palacio Real se custodia una colección fabulosa de Stradivarius. La joya de los Stradivarius del Real -explicó en voz baja Rescaglio al chico, como si le estuviera suministrando información confidencial- no es uno de los cuatro instrumentos ornamentados del cuarteto, sino un violonchelo de 1700 que compró Carlos III. No tiene grecas ni grifos que lo adornen, y aun así está considerado uno de los Stradivarius más importantes del mundo.

»¿Y sabes qué? En más de una ocasión he soñado que entraba en el Palacio Real y robaba el violonchelo.

34

La pareja entró en la gigantesca tienda de instrumentos y, como solía ocurrirle siempre que ponía un pie en aquel lugar, Gregorio fue presa de una especie de trance, originado por la fascinante y variadísima oferta de productos musicales que Scherzando ponía al alcance de aficionados y profesionales. Daban ganas de volver allí con un gigantesco saco de Papá Noel para empezar a llenarlo con partituras, libros e instrumentos, hasta hacerlo reventar. El hechizo que los innumerables escaparates y expositores de la tienda ejercían sobre los compradores no se debía solamente a la abundancia de material -en Scherzando podías adquirir desde una simple púa de plástico para guitarra hasta un clave del siglo xvii-, sino al gusto exquisito con el que todo estaba dispuesto, de tal manera que, aunque por dimensiones y oferta aquella tienda podía muy bien compararse con un hipermercado, la palabra boutique era la más acertada para describir el selecto ambiente que allí se respiraba. Por la megafonía del local estaba sonando música de Boccherini, y Rescaglio se lo hizo notar a Gregorio, comentándole lo mucho que le debía el chelo al músico italiano, que acabó afincado en Madrid.

Cuando Rescaglio fue a abonar su resina, Gregorio comprobó con sorpresa que el italiano le había comprado un juego de cuerdas nuevo para su violín.

– No tengo dinero para pagarlas -dijo cohibido el muchacho.

– ¿No te había dicho que te iba a invitar a algo? Pensaste que era a una Coca-Cola, ¿no? Estas cuerdas son un obsequio de la casa -respondió con su melancólica sonrisa el italiano-. Lo suyo es que te hubiera comprado también cerdas nuevas para el arco, porque he visto que las tienes muy gastadas, pero eso es algo que escapa ya a mi limitado presupuesto.

El muchacho asintió con la cabeza y recordó que cada vez que había que comprar cerdas nuevas para el arco del violín -hay que renovarlas periódicamente porque acaban soltándose de los extremos- su padre bufaba como una plancha de vapor, lamentándose del elevado precio que tenían, y le preguntaba si no las había más baratas.

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