La doncella brasileña apareció como por encanto al oír su nombre en labios del señor y le preguntó qué deseaba tomar. Justo en el momento en que Daniel fue a pedirle una Coca-Cola light sonó su teléfono móvil.
– ¿Daniel? Soy Blanca. No sé qué has hecho exactamente pero aquí hay un señor de la policía que quiere hablar contigo.
Olivier Delorme no acudió aquella mañana a la cita con el subinspector Aguilar. Cuando este llegó al hotel, el conserje le entregó una nota en la que el francés le explicaba que había tenido que viajar a París por un asunto profesional urgente y que volvería a ponerse en contacto con él a su regreso, previsto para veinticuatro horas más tarde.
Aguilar aprovechó entonces para volver a hablar con Sophie Luciani, que aunque ya había abandonado su vida de reclusión total en el hotel, aún pasaba gran parte del tiempo en su habitación y fuertemente sedada. El subinspector, que al ver su frágil estado de ánimo decidió molestarla lo menos posible, le comunicó que por decisión judicial, los restos de Thomas no iban a poder ser incinerados, como hubiera sido su deseo, sino que iban a tener que ser inhumados, para el caso de que fueran necesarios nuevos análisis. El policía le mostró una transcripción del tatuaje encontrado en la cabeza de su padre -asunto que no se pudo abordar el día en que acudió al laboratorio, debido a su colapso nervioso-, y Sophie Luciani le aclaró que desconocía por completo la existencia del mismo, así como la manera de desencriptarlo.
Nada más despedirse del policía, la hija de Thomas subió directamente a la habitación de los príncipes Bonaparte para revelarles la existencia de la partitura tatuada.
– Supongo -dijo el príncipe tras escuchar atentamente el relato de Sophie- que la policía no se habrá limitado a mostrarte la transcripción de las notas, sino que te habrá dejado una copia de la misma, por si, a medida que te vas encontrando mejor, se te ocurre algún posible camino que lleve a descifrarlas.
Sophie abrió el bolso, extrajo de él un papel en el que estaban escritas las notas del tatuaje y se lo facilitó a su interlocutor, que lo cogió con desconfianza, como si se tratara de un documento que lo estuviera incriminando. Tras examinarlo superficialmente dijo:
– Lamentablemente, ni yo ni Jeanne sabemos una palabra de música por más que a mí me encante escucharla. Sin embargo, quisiera examinar de cerca esa rueda de Alberti que nos mostraste en tu habitación el otro día.
Sophie le entregó la rueda al príncipe y este la estudió detenidamente durante un rato, haciendo girar los discos en un sentido y en otro, e incluso haciendo fuerza algunas veces para comprobar si podían desmontarse o si encerraban en su interior algún escondrijo.
– No parece que haya ningún resorte oculto -concluyó el príncipe-. ¿Te dijo tu padre si tenía él otra rueda igual?
– Me consta que tenía varias, algunas fabricadas por él, otras compradas a coleccionistas o anticuarios. Ya sabéis que le fascinaban los códigos y los mensajes encriptados. Llevaba años intentando descubrir el secreto de las Variaciones Enigma.
– Discúlpanos, Sophie, pero ni Jeanne ni yo tenemos la menor idea de a qué enigma te refieres.
– Las Variaciones Enigma es una de las obras más conocidas del compositor británico Edward Elgar. Ya sabéis, el de Pompa y circunstancia. Están basadas en dos temas, uno de los cuales no llega a aparecer nunca en la partitura: se trata de una especie de melodía fantasma que nadie ha conseguido identificar jamás. Mi padre me contó hace poco que estaba muy cerca de dar con el tema, un descubrimiento que le hubiera reportado fama en todo el mundo.
– ¿Alguna vez intercambiaste mensajes cifrados con tu padre mediante la rueda de Alberti?
– No, nunca. Sin embargo, sí lo he hecho con Olivier. Por puro divertimento, ya sabéis cómo le gusta jugar. Pero eran mensajes triviales.
– ¿De dónde sacó él una rueda de Alberti? ¿También se la dio tu padre?
– No, la rueda de Olivier la fabriqué yo, a imagen y semejanza de la mía. Quería tener a alguien con quien probar el código.
– Cuando hablas de que intercambiabas mensajes triviales con Olivier, ¿a qué te refieres exactamente? -preguntó la princesa.
– A cosas cotidianas. La última vez que le mandé un mensaje encriptado fue la noche del concierto, cuando vosotros me dijisteis que no ibais a acudir. Le dije simplemente: «Ven a buscarme».
– ¿Y no encuentras extraño que tu padre te regalara una cifra de Alberti sin tener tú a nadie con quien intercambiar mensajes? -preguntó el príncipe.
Sophie le pidió la rueda de madera a su interlocutor y la acarició durante unos instantes.
– Estoy segura de que mi padre me la regaló únicamente porque se trata de un objeto muy hermoso. Mirad qué ricamente labrada está la madera, que además parece bastante antigua.
– Es posible que sea como tú dices -admitió Bonaparte-. Pero teniendo en cuenta que tu padre ha sido asesinado y que tenía un mensaje encriptado en la cabeza, no es descabellado suponer que deseaba que tuvieras la cifra de Alberti para el caso de que se viera en la necesidad de transmitirte algún mensaje en el futuro.
– ¿Qué quieres decir?
– Tal vez tu padre intuía, ya cuando te regaló la rueda, que podía ser asesinado y quería dejar abierta la posibilidad de comunicarte algo muy importante de forma segura antes de morir.
Mientras, en casa de Marañón, Daniel Paniagua aguardaba con el teléfono en la mano a que Blanca, la secretaria de Durán, le pusiese al aparato al inspector de policía. Tras unos instantes de incertidumbre, por fin oyó una voz profunda, como de bajo operístico, que le dijo desde el otro lado de la línea:
– ¿Señor Paniagua? Soy el inspector Mateos, del Grupo de Homicidios n.° 6. No puedo enseñarle la placa de identificación, pero su secretaria sí ha visto mis credenciales.
En un segundo plano, Daniel pudo oír la voz de Blanca:
– ¡Es un policía de verdad, puedes fiarte!
– Me he presentado en su Departamento sin avisar -siguió diciendo el policía- porque estaba seguro de encontrarle aquí. El señor Durán me dijo que pasa usted gran parte del día en la oficina.
– Y es cierto, pero hoy tenía una cita. ¿Qué ocurre?
– Prefiero contárselo en persona, no me importa volver esta tarde. ¿A las cinco le viene bien?
– Sí, por supuesto.
Nada más colgar el teléfono, Daniel oyó los pasos de Marañón detrás de él y al volverse vio que se había vestido de sport, con un polo de color blanco y unos pantalones cortos azules que le llegaban hasta la rodilla.
– Ya estoy contigo. Ven, no estés de pie, siéntate en esa butaca junto a la chimenea.
Daniel obedeció a su anfitrión, que sin embargo permaneció de pie, acodado en la repisa del hogar, mientras encendía un purito cuyo aroma le resultó a Daniel de lo más empalagoso.
– Háblame de ese Concierto Emperador -dijo con una sonrisa que sirvió para suavizar el tono autoritario de la voz.
– Normalmente no hubiera tenido problema en reconocer las notas, porque estaban en la tonalidad original.
– Mi bemol, ¿no? Una tonalidad masónica, tres bemoles en la armadura.
Marañón estaba en lo cierto. Los compositores masones, con Mozart a la cabeza, utilizaban a menudo tonalidades con tres alteraciones cuando querían homenajear a su logia o a un miembro distinguido de la misma porque tres es el número mágico de la masonería.
– Es muy probable que se trate de una pieza masónica -dijo Daniel-, por más que no haya constancia de ello. La masonería, así como otras sociedades secretas afines, como los Illuminati, estaban perseguidas en Europa a comienzos del siglo XIX y es muy posible que la documentación relativa a la filiación masónica de Beethoven haya sido destruida.
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